A las ocho de la mañana, cuando había de empezar a trabajar, una suciedad blanquecina manchaba todavía las cosas. La luz no se había desprendido aún de la tizne de la noche, y el suelo de las calles olía a mugre tenaz, combatida con poco éxito por los barrenderos. Los manguerazos no disipaban el tufo a madrugada triste: se llevaban los escupitajos, las cajas vacías del McDonald’s con grumos de kétchup, las latas arrugadas de los lateros, la mierda de las palomas y los condones pringosos, pero en el aire persistía un hedor que a mí se me hacía el aroma del mundo. Salía todas las mañanas del metro con la rigidez de un muerto, y cuanto encontraba a mi paso estaba tan tieso como yo: el torno de salida, que nos expulsaba con un eructo metálico; las escaleras mecánicas, que casi nunca funcionaban; y las caras arrasadas de los cientos de personas que emergían del subsuelo y se desparramaban por la ciudad. Muchos días, en uno de los pasadizos más cercanos a la salida, veía yo al mendigo que lo tenía por oficina. Los indigentes se apuestan así: en zonas de uso privativo, donde su jurisdicción no se discute (y, si se discute, se resuelve a bramidos). Era un hombre aún joven, cuya calvicie no parecía el resultado de una pérdida, sino algo añadido, como un casquete, en una silla de ruedas. Allí sentado, exhibía dos piernas embrolladas, cuyas articulaciones habían mudado de lugar: la rótula estaba en el peroné, el escafoides en el calcáneo, el astrágalo en algún rincón sin identificar. Aquellas extremidades destruidas eran finas como pinceles. El mendigo gangoseaba. Pedía, y no dejaba de pedir, «una moneda, por favor». Aquella repetición maquinal se unía a las demás de aquel espacio: también la gente, también yo, éramos una mera repetición, un acto obcecado, sin otro destino que suceder, cada mañana, cada día, en aquella penumbra lechosa, entre olores de basura pegados a las baldosas y al aire. Cuando salía, por fin, al exterior, me esperaba otra fila de menesterosos. En el edificio donde estaba la oficina, se encontraba también el organismo del Estado encargado de garantizar los salarios que hubieran dejado a deber a los empleados las empresas quebradas o clausuradas. No todo el sueldo, desde luego, sino solo aquella parte que les correspondiese, de acuerdo con las leyes empequeñecedoras que regulaban la prestación —y que, además, solo recibirían después de muchos meses de angustiosa espera—. Las leyes están para eso: para coartar, para restringir, para rebañar: para que no nos olvidemos de que estamos sometidos a las necesidades e intereses de seres superiores a nosotros. Yo salía del metro, y la cola de los solicitantes casi llegaba a la entrada de la estación. Y cada día era más larga. Pasaba por delante de una óptica de lujo, una sucursal bancaria y un megacafé de diseño, en cuya terraza se apretujaban, al mediodía, manadas de turistas encantados de pagar un congo por un sándwich de poliuretano o un filete de hacía una semana, reencarnado en albóndiga. Las caras de los que guardaban cola se sucedían como los adoquines de una tapia. Con las manos en los bolsillos y un cigarrillo sombrío en los labios, la mirada de muchos se diluía en las tinieblas encharcadas de la plaza, o moría en el suelo. Algunas se cruzaban con la mía, aunque yo procuraba mantenerla pegada al periódico que había comprado y en cuya lectura me refugiaba. Sentía vergüenza: por tener trabajo, aunque fuese insufrible, cuando aquellos desgraciados no lo tenían; y por haberme podido comprar un periódico, que casi costaba lo que un desayuno. Su lectura, si es que alguna tenían, eran los diarios gratuitos a los que echaban mano en el metro: páginas desteñidas de noticias absurdas, chillonas o irrelevantes. Apenas alguno hablaba con un compañero. Habían de hacer cola porque el CEGAHA —«Centro de Garantía de Haberes»: un nombre, gongorino, en cuyas connotaciones oscuras ningún cerebro de la Administración parecía haber reparado— solo atendía en persona. Y habían de llegar muy pronto, porque su capacidad era limitada y solo si uno estaba entre las primeras decenas de peticionarios gozaría del privilegio de presentar su solicitud o de cumplir cualquiera de los prolijos trámites que exigía el procedimiento. Peor aún me sentía yo al volver a la calle para tomarme un café en la cafetería de al lado. Subía las escaleras con una urgencia entorpecida por la hilera de parados, entraba en la oficina, fichaba y volvía a salir. No había inconveniente en hacerlo así: era la costumbre de todo el mundo, a la que el jefe, que con los años había aprendido, sabiamente, a mirar para otro lado, no ponía reparos. Un café sin prisa, cuando, según el reloj, ya estábamos trabajando, era la forma habitual de empezar el día. Sheila me servía el café humeante, que casi siempre acompañaba con un cruasán, y entonces, en alguno de los aparatosos pero mediocres sillones del piso de arriba, perpetrados por IKEA, podía abandonarme a la lectura del periódico sin la mirada reprobatoria, o simplemente desvalida, de los cegahados. Al regresar a la oficina, había pasado media hora, o cuarenta y cinco minutos, o algunos días de noticias especialmente sustanciosas casi una hora: todo eso que estaba más cerca de irme a casa.
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