viernes, 16 de mayo de 2025

Historias de la oficina (II)

Auditar es volver a hacer lo que otros han hecho. Volver a contar lo ya contado. Volver a sumar lo ya sumado. Auditar es el trabajo más aburrido del mundo, después de hacer fotocopias en una copistería o cobrar peajes en una autopista. Por suerte, estos trabajos están a punto de desaparecer, como tantos otros, sustituidos por las máquinas. Quizá pueda diseñarse también un artilugio que reemplace a los auditores: un aparato en el que se introduzcan por una ranura los papeles que hay que examinar y del que salgan examinados, con todas las cuentas verificadas, por otra. No es imposible: si se han diseñado ya exoesqueletos que permiten andar a los parapléjicos, o relojes que cumplen todas las funciones de una oficina, o trenes de alta velocidad que flotan electromagnéticamente y viajan a 500 km por hora, no veo por qué no se puede inventar una máquina que compruebe la gestión económica de una empresa. La inteligencia artificial ayudará probablemente a acabar con la figura del auditor: será una suerte de compensación por liquidar otras que me son mucho más queridas, pero que también se volverán innecesarias, como la de traductor o incluso la de poeta. El trabajo de auditoría es tan devastador que muy pocos sobreviven a su ejercicio continuado. No se puede estar haciendo sumas y restas (y multiplicaciones y divisiones, más corrosivas todavía) una y otra vez, durante días sin cuento —y valga la paradoja, porque si algo se hace esos días es contar—, sin que algo fundamental se averíe en el cerebro. Algunos compañeros de la oficina acusaban, acaso irreversiblemente, el efecto calamitoso de su labor. González, por ejemplo, se había convertido en un fantasma. No solo había encanecido: la piel, apergaminada, prolongaba aquella blancura aciaga hasta las uñas de unas manos que parecían churretones de carne, y los ojos acumulaban una vidriosidad luctuosa, como si los aguara una tristeza presupuestario-financiera. El contacto de décadas con los ominosos expedientes le había reblandecido la figura, y todo él se me antojaba un ectoplasma lúgubre, constituido por unos miembros exánimes y un apagamiento cerebral. Tan espectral era que parecía deslizarse por la oficina sin tocar el suelo, como los vampiros. Yo le miraba los pies cuando lo veía acercarse a su despacho, contiguo al mío, y no podía asegurar que estuviesen en contacto con el parqué. González, además, no descollaba por su inteligencia. La auditoría tiene eso: que afecta a todos los rincones de la personalidad y destruye al más pintado. La especialidad de González consistía en extraviar archivos informáticos. Su desesperación era entonces homérica. Se había pasado varios meses reuniendo la valiosa información con la que trabajaba y el documento en el que debía estar había desaparecido de su ordenador, o estaba vacío, o, en alguna ocasión, no era la versión que había guardado, sino otra anterior, o defectuosa, o incompleta. Sus amargos lamentos invadían la oficina. «No lo entiendo, no lo entiendo», farfullaba. Cuando, tras revolver Roma con Santiago en el ordenador y hasta recurrir, siempre sin éxito, a los técnicos informáticos, se convencía de que era imposible recuperar lo perdido, empezaba a acumular otra vez la información que había acopiado, y a cotejarla de nuevo, para alcanzar las mismas sagaces conclusiones a las que sabía que había llegado, pero que se habían volatilizado en el averno de silicio al que tenía que enfrentarse cada día. González representaba, así, el summum de la auditoría, su expresión insuperable: repasaba, no las cuentas, sino lo repasado de las cuentas; repasaba lo ya repasado, y lo volvía a repasar. En una ocasión infausta pero memorable, perdió un archivo que ya había perdido antes, con lo que hubo de volver a lo que ya había vuelto antes, y yo rogaba a la Providencia por que lo extraviase una vez más, con lo que habría que repasar lo ya repasado de lo ya repasado de las cuentas, en un bucle prodigioso que podría haberle llevado a la locura, pero quizá también —quién sabe— al paraíso de los auditores, allí donde alcanzan la beatitud de la revisión imperecedera, de la fiscalización eterna. La Providencia, sin embargo, no atendió mis súplicas. Con la parsimonia funcionarial de los fantasmas —que, como ya están muertos, no tienen ninguna prisa por nada— y las semanas o meses que había de dedicar a resucitar lo que extraviaba, González tardaba años en resolver las auditorías. También era célebre por esto. Se acomodaba en las entidades sometidas a su escrutinio como las cigüeñas en los campanarios: para pasar allí toda la vida. Transcurrían los meses, y las estaciones, y los años, y González seguía apilando papeles y cerciorándose de que dos más dos fuesen cuatro, sin que asomase atisbo alguno de que aquella tarea fundamental, que desempeñaba con el esmero de un calígrafo japonés, se acercara a su conclusión. Empresas hubo que desaparecieron sin que él hubiese acabado su trabajo: un buen día llegó a su razón social, y ya no había razón social. En otras lo trataban como a esos indigentes que se refugian en los aeropuertos de las grandes ciudades: alguien que vive ahí, aunque no pertenezca a ese lugar, y que se entretiene paseando carritos de equipaje de una sala a otra, como González se entretenía trasladando expedientes de un montón a otro.

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