miércoles, 21 de mayo de 2025

Historias de la oficina (III)

Luego estaba la Carpintero. La Carpintero era una hembra, dilatada como un zepelín, que gobernaba su espacio como una venus atrapamoscas el suyo. Por analogía, tenía una planta, tal vez carnívora, en la mesa de su despacho, que regaba con unción; un suministro incesante de botellas de agua mineral, de las que chupaba también con ahínco, sin que, empero, aquella insistente libación redundase en merma alguna de su figura; y un conjunto de enseres decorativos y domésticos —fotos, cuadritos, colgantillos— que convertían su mesa y su armario archivero en una prolongación del comedor de su casa. De hecho, toda la oficina era una prolongación de su casa. La Carpintero se levantaba a apagar los fluorescentes que la gente hubiera dejado encendidos, o se preocupaba por que hubiese papel higiénico en el baño, o reñía a quien hubiera agotado el papel de la fotocopiadora y no lo hubiese repuesto. Todo eso hacía la Carpintero. Lo que no hacía era trabajar. Los papeles llegaban a su mesa y en ella establecían su residencia. Algunos hasta se jubilaban allí. Si alguien quería que algo no se tramitase —cosa que sucedía a menudo: dejar que los asuntos se pudrieran era la mejor forma de resolverlos—, lo único que tenía que hacer era mandárselo a la Carpintero, que, con diligencia extraordinaria, no hacía nada con ellos. La Carpintero llevaba ocupando el mismo puesto desde la creación de la oficina, dos décadas atrás. Y la auditoría no hace prisioneros: a quien atrapa es aniquilado. La Carpintero había sido paulatinamente anulada por la aritmética y la repetición. No es que hubiese mucho que anular, en cualquier caso, pero la reincidencia la había pulverizado. Un halo de vetustez o esclerosis nimbaba sus carnes espaciosas y su escueta inteligencia. Sus ojos irradiaban el brillo de las telarañas y en su sonrisa tintineaba una delicuescencia maligna. Porque este era otro de los perversos legados de un trabajo devastador: no destruía del todo el raciocinio, sino que lo emponzoñaba. La Carpintero escupía veneno a las recién llegadas que se podían permitir una falda más corta que la suya, que eran casi todas; malmetía meticulosamente en todo corro o cenáculo que se formase, en la oficina o fuera de ella; e intrigaba con no menos énfasis, aunque también con admirable disimulo, desarrollado a lo largo de muchos años de doblez, en cualquier circunstancia de la vida. Pero no se olvidaba de sonreírle al mandamás en las reuniones de trabajo. Ponía en el asiento al lado del suyo un papelito o un bolígrafo para que nadie se sentara allí y le hurtase el privilegio de escoltarlo en el ejercicio de sus funciones. Allí podría apreciar la amplitud de su sonrisa y su adhesión inquebrantable a las instrucciones que diera. Más aún, allí podría rozarle la pierna, y hasta tocarle el brazo, entre cacareos admi(nist)rativos, en un gesto público, y a la vez íntimo, de aprobación y camaradería. Pese a todo, la Carpintero había conocido tiempos mejores. Estuvo casada con un alto ejecutivo de una empresa importante —de cuyos éxitos profesionales y viajes por el mundo no dejaba de presumir en las charlas de ascensor—, hasta que el alto ejecutivo la dejó por una camarera de bar. Ahora bregaba con el prozac, dos hijos adolescentes de carácter tenebrosamente parecido al suyo, y una creciente dificultad para encontrar ropa de su talla.

Una tercera figura sobresaliente en el érebo de la auditoria era Moreno. Moreno era el segundo de a bordo de la unidad, y lo era desde hacía varios lustros. Los lustros habían caído en él como la nieve en el campo: enterrándolo bajo una capa de frialdad, que maquillaba con unos modales ceremoniosos y unas corbatas escalofriantes, y arrasando todo asomo de vida. Las corbatas, de hecho, constituían una obsesión para él. Llevar corbata, en el ejercicio de la auditoría, era un signo de distinción del que no cabía prescindir: significaba que el auditor era alguien serio, respetable, alguien en quien se podía confiar. La corbata obraba así el prodigio alquímico de transmutar la materia en significado, aunque quien la portase fuese un tarugo. Lo mismo hacen las banderas, aunque quienes las ondeen sean unos mastuerzos. Moreno llevaba siempre corbata, y con ella transmitía los valores que abanderaba, a saber, el rigor y la constancia: aquel rigor y aquella constancia con los que llevaba liquidando una sociedad, y solo esa sociedad, desde hacía tantos lustros como era lugarteniente; o el rigor y la constancia con que atendía sus negocios inmobiliarios en horario laboral. En esto Moreno había desarrollado una técnica insuperable: con el pretexto de visitar las entidades que estaban siendo auditadas y comprobar que los equipos de auditoría estuvieran cumpliendo con su deber, se escapaba de la oficina para cumplir con el suyo como gestor inmobiliario. Corbata en ristre, asistía a reuniones de vecinos, firmaba contratos de alquiler y compraventa, supervisaba propiedades, recibía y constituía fianzas, y, en resumen, se enriquecía como trabajador autónomo, a la vez que se embolsaba el sueldo de funcionario —que, dado su nivel equivalente al de jefe de servicio, no era bajo—. Pero hay que subrayar que a estas actividades solo dedicaba el tiempo estrictamente necesario: nunca se iba a tomar café, por ejemplo, después de sus ocupaciones privadas: las ejercía, pero, una vez concluidas, regresaba con presteza a la oficina a seguir cuadrando las cuentas de la entidad que llevaba liquidando desde 1997, o a comprobar que todos los empleados llevasen corbata. Quizá por eso, porque sabía cuánto absorbía aquella labor y no quería que otros asuntos distrajesen su atención, llegó a reclamarme en una ocasión que trabajara menos. Le presenté el apartado del borrador del informe que había redactado, de unas cuarenta páginas, lo miró como un entomólogo que acabase de descubrir una nueva especie de coleóptero arborícola, y me dijo: «Esto está muy bien, pero ¿no te parece que se podría resumir un poco? Quiero decir, si el informe en su conjunto tiene 150 páginas, que es a lo que calculo que llegará —y aquí Moreno me lanzó una mirada de inteligencia, como el experto que era—, ¿no quedará un poco desequilibrado?». «¿Me estás pidiendo que trabaje menos?», le pregunté. «No, no, de ninguna manera —respondió con urgencia, removiéndose en el sillón ergonómico—. Solo digo que quizá podría pulirse un poco». «Está perfectamente pulido», contesté yo, sintiendo cada vez más apretado el nudo de la corbata —la mía, no la de Moreno—. El jefe, que acertó a pasar entonces por el despacho de Moreno, dirimió la disputa: «Dejémoslo tal como está». Moreno me devolvió entonces los papeles con un gesto de displicencia, en el que se advertía el malestar por aquella inesperada derrota, pero aliviado, al mismo tiempo, porque la superioridad hubiera resuelto la controversia: Moreno era un funcionario disciplinado y, si el jefe decidía que el informe estaba bien como estaba, el informe estaba bien como estaba.

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