Rumio todavía las imágenes espeluznantes que llenaron muchos programas televisivos de despedida del año. Hacia finales de diciembre, con fatídica puntualidad, casi todas las cadenas nos regalan programas con los momentos más destacados del ejercicio que acaba, y, entre ellos, los deportivos son los que suelen aportar las estampas más deplorables. Muchos se complacen en fumigarnos con los momentos culminantes, los más heroicos o apoteósicos, de las diferentes modalidades deportivas, de las que hay cientos, qué digo cientos, miles, y a las que cada día que pasa se añade alguna (baloncesto submarino en bicicleta, canicas entre ciegos en paracaídas, polo en personal transporter, béisbol con las manos atadas a la espalda...). Una submodalidad de estas gestas deportivas la constituyen los esfuerzos sobrehumanos que hacen algunos para acabar las pruebas en las que participan, sin posibilidad alguna de ganar, solo por la honra, al parecer mayúscula, de rematar el empeño emprendido. Y, así, las pantallas se llenan de maratonianos que, tras más de 42 kilómetros de carrera a, no sé, 45 grados de temperatura o con un 95 % de humedad, avanzan como peleles desmadejados camino de una meta que apenas dista unos metros; o de marchadores que, en iguales o peores condiciones, se arrastran por el tartán en desesperada pos de la línea de llegada, que asoma a su mirada como el paraíso, el nirvana, el parnaso o un pollo asado en tiempos de Carpanta; o de ciclistas que, incapaces de pedalear más, al borde del colapso, se obcecan en empujar la bici hasta la culminación de la etapa, porque no hacerlo les supone un deshonor tan grande como para un japonés ser derrotado en la batalla de Guadalcanal. En todos los casos lo hacen entre los aullidos de ánimo de los espectadores, que
parecen estar más interesados que ellos mismos en que alcancen su objetivo, y la expectación sobrecogida de los servicios médicos, que se dan cuenta del peligro que corre el deportista, pero que respetan su voluntad de concluir la prueba y esperan a intervenir a que haya cruzado la meta, aunque ello suponga que se lisie o incluso muera en el intento. También recuerdo el no menos épico caso de aquel Éric Moussambani, ecuatoguineano, que nadó la prueba de los 100 metros libres en los Juegos Olímpicos de Sidney en casi dos minutos, más del doble que el campeón van den Hoogenband, y con evidente riesgo de ahogamiento en los metros finales, que, como reconoció el propio Moussambani una vez fuera del agua, entre boqueadas jadeantes, "habían sido muy difíciles". Aquel casi perecimiento no motivó que los socorristas se tiraran a la pileta para rescatar al imperito nadador del angustioso trance, como habría hecho cualquier persona decente, sino, por el contrario, que el público y todos prorrumpieran en bramidos entusiastas que pretendían ayudarlo, pero que tengo para mí que contribuyeron a hundirlo un poco más. Más tristes aún me resultan esos casos de motoristas o pilotos de carreras
que, tras quedarse parapléjicos por un accidente en algún desaforado
rally en el Tercer Mundo, son contumaces en su desvarío y vuelven a la
competición en vehículos adaptados a su minusvalía, asombrosamente
felices de abrazar otra vez eso inútil, y casi criminal, que los ha
desgraciado para siempre. Todos cuantos contemplan o narran estas escenas –sobre todo, los periodistas que las berrean en la radio o la televisión– subrayan la abnegación y el espíritu de lucha que demuestran los deportistas, pero a mí estos ejemplos de sacrificio gratuito, con alto riesgo de daño físico o mental, se me han antojado siempre una barbaridad, que no debería ser permitida. Esas estampas de dolor no me transmiten nada, salvo dolor, pena por quienes las padecen y vergüenza por quienes las jalean. Los interesados o sus adláteres suelen justificarlas por el valor de la superación: el ser humano cultiva en el deporte la capacidad para vencer los obstáculos que se interpongan en su camino y alcanzar los objetivos que se haya propuesto, que tan necesaria es para el progreso individual y social. Pero olvidan que esa superación se aplica a una actividad vacía: correr 42,195 km, por más que se derrote a la distancia, y al calor, y a los límites del cuerpo humano, no supone más que correr 42,195 km, algo tan anodino como infructuoso: no se proyecta en ningún resultado que nos enriquezca o beneficie; no acrece el mundo con ningún provecho compartible. La verdadera superación, no la del oropel, no la de la televisión, es la de quienes se esfuerzan cada día para vencer las dificultades reales, y a menudo trágicas, de la vida: la de la madre soltera y sin trabajo que ha de criar a sus hijos en un barrio pobre; la del joven que ha de volver a aprender a caminar, y a vivir, y a morir, tras un accidente que le ha roto el cuerpo; la de quien atiende durante años a un inválido o un enfermo de Alzheimer. Todas ellas constituyen carreras mucho más duras que la que corrió Filípides y que hoy siguen corriendo sus descerebrados seguidores, ante la cl(o)aca babeante de la industria del espectáculo. También se superan a cada instante el científico que se esfuerza por hallar el remedio de una enfermedad; y el escritor que se deja el alma en un libro que engrandezca el arte y dé placer y conocimiento a sus semejantes; y el empresario que desafía todas los escollos del mercado para ganarse la vida, a la vez que proporciona un bien o servicio necesario para sus conciudadanos; y el filósofo que razona, y difunde su razonamiento, para estimular nuestro pensamiento, que nos hará más conscientes de nuestro ser y más responsables de nuestro destino (aunque, al paso que lleva la educación en España y, en general, en Occidente, pronto no quedará ninguno). Ninguna de estas labores, y de tantas otras, se pierde en su propia ejecución: todas salen de sí, exceden sus mecanismos y exigencias, y se proyectan al exterior para aportar algo a todos; todas son sustanciales y benefactoras. El deporte, no; y esos instantes agónicos de atletas que aspiran a culminar su hazaña, aún menos, porque no solo no contribuyen en nada a la mejora del género humano, sino que ponen en peligro la vida, la salud y el bienestar de muchos. Alguien debería hacer algo con esos programas decembrinos que celebran el patatús de un escalador en el Kanchenjunga o la congelación de un esquiador de fondo en la taiga finlandesa. Y también con los programas de Nochevieja, que aún son más terroríficos.
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