Quien primero me habló de Aqua Libera, el hotel rural con termas romanas en Aljucén, fue Susana, mi casera. Estaba entusiasmada con el lugar y me animó a visitarlo. Y el puente de Reyes hemos decidido hacerlo. En llegar a Aljucén desde Mérida solo se tarda quince minutos. Cuando aparcamos delante del establecimiento, nos saluda un hombre con un sombrero de paja y sentado en un poyo vecino. No tiene nada que ver con Aqua Libera, pero nos saluda igualmente: esto es un pueblo y él parece tener todo el tiempo del mundo. (Luego comprobaremos que ese hombre vive en el poyo: desde esa breve atalaya nos da siempre los buenos días o las buenas tardes, según, o nos comenta el tiempo, o nos informa de dónde aparcar). En Aqua Libera nos recibe Noemí Cabalgante, la dueña, junto con su marido, Santiago, e ipso facto (los latinajos, en una entrada com esta, se me antojan especialmente apropiados) nos enseña el hotel. Fue, nos dice, el más pequeño del mundo: solo tenía una habitación. Pero ha crecido: hoy tiene cuatro. Han conseguido este brutal aumento de su capacidad, del 300%, por el expeditivo procedimiento de comprar las casas contiguas. Ahora, casi toda la calle es suya, como antes sucedía con los terratenientes. Aqua libera tiene tres espacios principales: a los dos primeros, dispuestos como en las casas romanas, el atrio y el peristilo, se ha sumado un tercero, el de las termas. Al asomarnos al peristilo, con triclinium (en el que ha de ser muy agradable tumbarse para comer en verano, aunque no nos puedan servir esclavos: Noemí nos dice que no les dejan tener), un pequeño estanque, columnas y agradables rincones en sombra (también hay un naranjo, aunque no era un árbol propio de la domus, pero ya estaba aquí cuando se hicieron con esta parte, nos informa Noemí, y les ha dado pena talarlo; además, proporciona naranjas muy dulces para los desayunos de la clientes), coincidimos con otra pareja, que viaja con una pareja de yorkshires. Los chuchos nos gruñen por alguna perruna razón. Los yorkshire nos han parecido siempre canes ridículos y malencarados. A Ángeles y a mí nos gustan los perros grandes, comprensivos y abrazables, y esta versión canina de la rata se nos antoja una perversión de la domesticación humana. Instalados por fin en la habitación, comprobamos que el suelo es opus signinum, como en tantas edificaciones romanas; que la decoración, en yeso blanco, sigue asimismo las pautas de Roma; y que la cama se ha hecho según los modelos del Imperio (aunque también se mueve peligrosamente, con unas patas de apariencia endeble: con mis 104 kilos de peso, tengo miedo de romperla). Con los aires latinos conviven los de la modernidad: televisión, calefacción y minibar, y algunos detalles que se agradecen: por ejemplo, en el cajón de la mesita de noche, donde en los hoteles de los países anglosajones suele haber una Biblia, nosotros encontramos una baraja española. Es una pena que a Ángeles no le gusten los juegos de mesa. Y encima del minibar doy con un ejemplar de "¡Desenfunda, forastero!", el elogio del libro que le encargué el año pasado al escritor y amigo Elías Moro para ser leído en los actos de celebración del Día del Libro: se trata, técnicamente, de la primera publicación patrocinada por mí como director de la Editora Regional de Extremadura, y me regocija que esté aquí (aunque Noemí nos informará luego de que no lo ha adquirido ella, sino que se lo ha dejado un huésped y a ella le ha dado pena deshacerse del cuadernito). Deshecho el equipaje y comprobados todos los rincones del cuarto, nos vamos a dar una vuelta por el pueblo. Ya ha anochecido y hace frío, pero nos apetece estirar las piernas y ver qué nos ofrece Aljucén, aunque nuestra primera impresión es que su oferta turística no va a ser descomunal. El pueblo tiene una iglesia del s. XVI, San Andrés Apóstol, junto a un cementerio hasta el que conduce un breve paseo flanqueado de árboles (nos sorprende el tamaño de algunas tumbas, que vemos desde la entrada, adornadas con lápidas y esculturas enormes); un ayuntamiento que es una casa particular con tres banderas; un albergue de peregrinos (puesto que estamos en la Vía de la Plata y, por lo tanto, en el Camino de Santiago); un teleclub (que yo creía que habían dejado de existir, pero aquí queda un superviviente, embalsamado desde los años 70); y dos bares, el de la plaza y el bar S. Decidimos cenar en este, que nos parece, con su barra alta y sus azulejos ajedrezados, un entrañable ejemplo de los bares del país de, otra vez, los años 70. Además, Noemí nos ha informado de que en este establecimiento no hay carta, ni menú, esas zarandajas de ciudad, ni tiene uno que preocuparse por decidir lo que quiere comer, sino que se sirve lo que hay. Pero lo que hay es una barbaridad: la señora que lo atiende nos pone delante, sucesivamente, pan, aceitunas, un plato de queso y lomo, un perol de carne adobada, una ensalada montuosa, sendos bocadillos de mayonesa y atún, y, de postre, una bandeja de fruta. De beber, agua y vino: un Valdepeñas por estrenar y uno, anónimo y peleón, de la casa, en una botella de etiqueta ya irreconocible. Optamos por este último, aunque eso, como comprobaremos después, se revelará un error. Damos cuenta de la pitanza, arrullados por la tremor de la estufa de gas que la señora ha encendido y puesto bien cerca de nosotros para que no nos helemos en este salón grande y vacío, mientras observamos, fascinados, las paredes, de las que cuelgan aperos de labranza, fotos de toreros, astas de ciervo y pósteres del ICONA (otra realidad de los años 70: este bar es decididamente vintage) con imágenes de urogallos y peces de los ríos extremeños. Entre todo ello, avistamos otro cartel singular, de la Junta de Extremadura, que nombra a la dueña del bar S. "empresaria del año", pero no indica de qué año. Cuando dejamos el local, caminamos hasta el final del pueblo, pero la oscuridad y el frío nos devuelven pronto a nuestro alojamiento romano. Allí, antes de acostarme, y con la destreza que me caracteriza, me las arreglo para partir el lavamanos, que es de barro cocido: quiero sacar el vaso del baño del plástico que lo envuelve, para lavarme los dientes, pero se me escurre de unas manos que no tienen dedos, sino morcillas de Burgos, y cae de culo en la terracota, que se parte simétrica, delicadamente: si lo hubiera querido hacer con un punzón, no habría logrado un resultado tan fino. (Recuerdo aquella vez en que, visitando una tienda de materiales de construcción para nuestra casa en Hoyos, me apoyé en uno de los lavabos expuestos, que yo creía fijado al suelo; pero no lo estaba, y al suelo, precisamente, nos fuimos el lavabo y yo. O aquella otra en que, comiendo con algunos compañeros de trabajo, me derramé de un manotazo el abrasador plato de lentejas en la entrepierna. Mi capacidad para crear el caos no conoce límites). Ángeles me mira, aunque no con ira; tras tantos años de matrimonio, solo puede mirarme con resignación.
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