Por la tarde visitamos el dolmen del prado de Lácara, entre Aljucén y La Nava de Santiago. A Ángeles y a mí nos gustan las piedras, y los restos calcolíticos, abundantes en esta zona, constituyen una apoteosis pétrea. El camino hasta el túmulo –porque eso son los dólmenes: túmulos– está flanqueado por vacas con esquilones, rapaces chilladoras y dehesas verde-amarillas. Todo transpira paz, sobre todo las vacas, que parecen vivir siempre en un estado de imperturbable ataraxia, como el Dalai Lama (Ángeles las considera limusinas, pero yo le aclaro que eso son los coches largos en los que la gente se monta en las despedidas de soltero: los vacas son lemosinas, aunque estas tampoco lo sean, sino retintas). El dolmen, de unos 25 m de diámetro, conserva el pasillo de entrada, todavía cubierto –pero muy bajo: los habitantes del Calcolítico no superaban el metro y medio de altura; yo he de avanzar casi de rodillas, si no quiero decapitarme–, y parte de la cúpula, de cinco m de altura, cuyos restos permiten imaginar la robustez de la construcción original. Las vicisitudes por las que ha atravesado este monumento son innumerables: se ha utilizado de chozo y hasta de vivienda, y también ha sido cantera. De hecho, ha sobrevivido, aunque no nos explicamos cómo, a esa explotación e incluso a una voladura, a principios del s. XX, que acabó con la cubierta de la cámara. Pero el conjunto resiste, como si no estuviera dispuesto a abandonarse a los desmanes de los hombres modernos, más bárbaros, según se mire, que los bárbaros que lo construyeron. Paseamos por los alrededores del túmulo, penetramos hasta la cámara y nos subimos a ella. Al hacerlo, paso al lado de lo que parece una muda de serpiente o una serpiente muerta. Pero la rozo y está viva. Se lo notifico a Ángeles, que ha pasado inadvertidamente a su lado en el camino de ida, y da el brinco que habría dado de haberla visto. Es, pues, un brinco de efectos retardados, pero muy aparente: parabólico y agilísimo, seguido por un correteo atribulado por entre guijarros puntiagudos, y acompañado por un ulular de pánico, a medio camino entre La donna è mobile, de Rigoletto, y el grito de guerra de los apaches. A Ángeles no le gustan las serpientes. A varios metros de distancia ya del dolmen, me insta a salir de allí y sustraerme al peligro mortal del ofidio, aunque me parece que, si hay alguien en peligro allí, es el ofidio: varado, indolente, sería facilísimo aplastarlo. Pero me marcho sin hacerle ningún daño. De regreso al coche, por el mismo camino por el que hemos llegado, Ángeles ve el paisaje de otra manera: mira, nerviosa, cada arbusto, cada chinarro, y se me pega al costado como si en cualquier momento pudiera salirle al paso una cobra. "No hay cobras en España", le digo para tranquilizarla. "Ya. También dicen que no hay cocodrilos, y el otro día descubrieron uno en un estanque de Sant Cugat", me responde, con creciente inquietud. La relajación solo le llega cuando nos entregamos al masaje, de una hora de duración, que forma parte del paquete "Lujo imperial" que hemos contratado en el Aqua Libera. Se hace junto a las termas. Dos jóvenes nos invitan con un gesto a tumbarnos en las camillas. Apenas hablan y, cuando lo hacen, es en voz muy baja, como si no quisieran perturbar el sosiego que nos rodea. Lo único que suena es una musiquita tranquilizadora, más aún, somnífera. Creo que me llego a dormir, y sospecho que incluso a roncar, con un par de esos ronquidos furtivos de los que somos paradójicamente conscientes. No es mi única ruptura del silencio que nos envuelve. De pronto, me empiezan a sonar las tripas. Me pregunto si habría un momento más inoportuno para que me sonaran las tripas. A Humphrey Bogart también le incomodaban ante Katherine Hepburn en La reina de África, pero allí se entendía: su personaje pasaba hambre y privaciones; yo, en cambio, me he asestado hace poco un estofado memorable y yazgo ahora rendido a las manos sobrenaturales de una masajista. Esto solo lo entiende Murphy, el de la Ley. Las masajistas, por su parte, muy profesionales, hacen como aquel mayordomo de una de las novelas de Agatha Christie: no se dan por enteradas de aquello de lo que no se les pide que se den por enteradas. Pero yo (y Ángeles, que me mira como suele mirarme en mis momentos desafortunados, que son muchos) sufrimos: el serrucho de los intestinos no deja de sonar. Por fin lo hace. En ese punto, la masajista se está aplicando a uno de los momentos más deliciosos del servicio: el masaje de pies, que me eleva a alturas místicas. Pienso en la intimidad extraordinaria que adquieren las manos de estas profesionales, que recorren (casi) todo tu cuerpo con una amabilidad y una penetración extremas. Esas manos trascienden la piel, se adentran en los músculos y comunican una dulzura indescriptible. Lo hacen, claro está, si están adiestradas para ello. Mi masajista sigue enfrascada, ah, en redimir a los pies de su rastrera condición, y yo recuerdo entonces la brutalidad del masaje que me practicaron en un hamam de Estambul: el turco que me había tocado en suerte llegó a la conclusión de que yo era demasiado grande como para que un mero masaje manual fuera efectivo, y decidió que la única forma de practicarlo con la fuerza necesaria y de que sintiera sus efectos benéficos, era con los pies; y se me puso a andar por la espalda. Aún me oigo crujir los huesos: los de la espalda y también los de la cara, porque el turco andariego se daba la vuelta en la cabeza. Reconozco que aquel paseo costillar me desembarazó de algunas contracturas, pero también me procuró otras, no menos dolorosas. Y a Ángeles la cosa no le fue mejor: no le caminaron encima, pero sí la manosearon lo suficiente como para que creyera que de aquel masaje los turcos sacaban algo más que dinero. En Aqua Libera ingresamos después en las termas, que, con tres piletas, reproducen fielmente la disposición de las romanas: primero hay que bañarse en el agua fría –el frigidarium–, luego en el agua tibia –el tepidarium– y por fin en el agua caliente –el caldarium–. Yo cumplo disciplinadamente el proceso, pero Ángeles prefiere omitir el primer paso: el agua fría, es decir, toda agua que no esté casi hirviendo, le gusta tanto como las serpientes. Disfrutamos a solas de otra hora en las piscinas, con la misma penumbra, las mismas velas y la misma música ambiental que en el masaje, y salimos renovados, más aún, renacidos: desnudos como estamos, ese renacimiento es prácticamente literal. El último paso de nuestra estancia es la cena romana, para la que tanto Noemí como las otras tres parejas alojadas nos indumentamos con togas (nosotros), estolas (ellas) y coronas de flores (todos). Al amor de la lumbre de una chimenea que alimenta Santiago, Noemí nos sirve los sucesivos platos del condumio, cuyos ingredientes y preparación, siguiendo las prescripciones de De re coquinaria, el clásico de la cocina romana, atribuido al gastrónomo Marco Gavio Apicio, nos explica con amenidad. Destacan del generoso desfile el vino, rebajado con agua, miel y esencia de rosas, pero exquisito, unas espléndidas lentejas con castañas y un pavo con miel y mostaza que resucitaría a un muerto. Echo de menos el foie de gansos alimentados con higos que Apicio se procuraba, pero no me quejo: todo ha sido excelente. Pese a la rotundidad del ágape, esta noche no tendré ardor de estómago, sino muy dulces sueños.
Mi vida por verte con toga y una corona de flores en la cabeza.¡Qué bueno!Fascinante crónica,como siempre.Abrazos.
ResponderEliminarBlanca.
Le juro que se me saltan las lágrimas, primero con el "correteo atribulado" y luego con el "turco andariego", qué bien escribe Vd.
ResponderEliminarHola Gema:
EliminarSi me permites te voy a recomendar dos libros, Corónicas de Ingalaterra.Un año en Londres[ con alguna estancia en España]. Ed.LA ISLA DE SISTOLÁ.Y ,Corónicas de Ingalaterra. Una visión crítica de Londres. Ed.Varasek.Son recopilaciones de sus magnificas entradas en este blog, pero con la calidez y cercanía que nos produce el formato de un libro. Te aseguro que los disfrutarás muchísimo, y la relación con su autor, Eduardo Moga, se hace más directa.Perdona si te molestó. Un abrazo.
Blanca.
Conozco los libros, Blanca. Gracias de cualquier modo por recordármelos. Ojalá todas las molestias fueran así.
EliminarUn saludo.
Conozco los libros, Blanca. Gracias de todos modos por recomendármelos. Ojalá todas las molestias fueran así.
EliminarUn saludo.