Los periódicos andan llenos estos días de noticias sobre Federico Trillo-Figueroa y Martínez Conde, embajador del Reino de España ante el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte, o, para ser más exactos, de noticia: la de su cese en el cargo, tras el reciente informe del Consejo de Estado en el que se denuncian las responsabilidades del ministerio de Defensa, del que era titular, en el accidente del YAK-42 donde murieron 62 militares españoles, y de la macabra chapuza cometida en la identificación e inhumación de los cuerpos. Por resumir, Defensa –con Trillo a la cabeza– no solo había contratado una compañía aérea infame para transportar a los soldados, sino que no prestó atención a las quejas y denuncias del estado lamentable de los aviones y las peligrosas, casi suicidas, condiciones de los vuelos. Y luego, cuando los cadáveres se apilaban ya en las morgues –y, lo que era peor a sus ojos, en los noticiarios de televisión–, hizo que se despacharan a toda prisa la repatriación y el entierro para sustraer carnaza –y nunca, tristemente, mejor dicho– a las críticas de la opinión pública a la gestión del gobierno y a la participación de España en las misiones internacionales de paz. La urgencia y el caos fueron tales que en algún ataúd había tres pies. José María Aznar retribuyó entonces los inestimables servicios de Trillo con la embajada en Londres, aunque no fuese diplomático ni hablase inglés. ¿Pero qué eran esas minucias? Nada: aun con tamañas desventajas, Trillo trabajaría en pro de España con la misma diligencia que había demostrado en su desempeño anterior, siempre dispuesto al sacrificio personal por el bien de la patria. Cuando viví en la capital británica, vi varias veces a nuestro plenipotenciario. La primera fue por la calle, en octubre de 2013. Había comido con el poeta y amigo Julio Mas Alcaraz y, al salir del restaurante, nos cruzamos con él. Lucía un pelo en perfecto estado de revista: ni un solo cabello perdía su
apostura marcial; en algo se había de notar que es miembro del Cuerpo Jurídico de la Armada. Además, como también es chaparro, aquella crin montuosa le permitía ganar no pocos centímetros. Iba acompañado por el inevitable séquito de
funcionarios garridos y circunspectos, pero solo él hablaba. Cuando pasamos a su lado, Julio y yo nos miramos, tentados de gritar
"¡Viva Honduras!", pero nos contuvimos, no fuese que, por alguna pejiguera con los británicos, que ya entonces se habían puesto muy tiquismiquis con los extranjeros, tuviésemos que recurrir al amparo diplomático. En la segunda ocasión, en la primavera de 2015, estuve aún más cerca del embajador. Visitaba yo la exposición "El exilio español en el Reino Unido", en el Instituto Cervantes, cuando apareció el héroe inmarcesible de Perejil, con su indesmayable tupé y un traje en el que costaría tanto encontrar una arruga como en el cerebro de Donald Trump. Iba acompañado por el comisario de la exposición, un individuo con gafas que le daba informaciones sobre los escritores allí reunidos tan relevantes como esta, sobre el poeta Pedro Garfias, autor del maravilloso Primavera en Eaton Hastings: "Estaba
totalmente alcoholizado y se pasaba el día entero en el pub". Sin duda,
era un dato del que no había que privar al embajador de España (y que
acaso regocijara secretamente a este, miembro del Opus Dei e hijo de un
gobernador civil bajo el franquismo: Garfias era comunista). Luego, sin reparar en que estaba mirando yo una foto del barco en el que miles de niños
vascos huyeron de la Guerra Civil a Inglaterra, el embajador y el de
los quevedos se plantaron delante de mí para contemplar la misma foto: ser
importantes les permitía ser maleducados. Por fin, la
inauguración oficial de la exposición corrió a cargo de Trillo y el de las gafas. Trillo
leyó, en un inglés lamentable, las vaguedades que le había puesto en el
papel alguno de sus escribanos: debía de haberlo estudiado en la misma
academia que Aznar. Por otra parte, se comprendía que un embajador tuviese
importantes asuntos de Estado en que ocuparse a lo largo del día (por
ejemplo, explicar por qué su bufete de abogados había cobrado, en tres años,
354.000 euros de una empresa relacionada con un asuntillo de corrupción)
y que no supiera demasiado sobre la presencia de poetas y escritores
españoles exiliados en el Reino Unido, pero leer papeles nunca
constituye una actuación airosa. Ah, pero qué maravillosa vida tenían
algunos, pensé ya entonces: tras actuaciones tan ejemplares como la desarrollada al frente del
Ministerio de Defensa, y tras eludir, con memorable elegancia, toda
responsabilidad en ella por el habitual procedimiento de atribuírsela a
sus subordinados, aquel miembro del Cuerpo Jurídico de la Armada gozaba de una sinecura en Londres y probablemente seguiría un cursus honorum glorioso en la administración pública española hasta el final de sus días, que Dios no quiera que llegue por un accidente aéreo. Mi tercer avistamiento de Trillo fue mucho menos público. Ángeles y yo habíamos salido a pasear un domingo, como solíamos hacer, por el parque de Battersea, contiguo a nuestra casa, cuando en el paseo fluvial, al ladito del Támesis, lo vimos con una señora rubia. Supusimos que era su mujer. Iban solos, caminaban sin prisa y sonreían. Tenían buenos motivos para hacerlo: la vida, sí, era amable con ellos. Allí estaban, disfrutando de unos de los parques más hermosos de Londres, un weekend de sol, ricos y felices, protegidos por la inmunidad diplomática, la confianza del gobierno de España y la misericordia del Señor. ¿Qué más se podía pedir? El feliz matrimonio Trillo-Figueroa y señora (suponíamos) siguió hacia el puente de Alberto y nosotros, hacia el de Chelsea: en direcciones opuestas, metáfora acaso de nuestras existencias respectivas. Aún tuve noticias de Trillo una cuarta vez, aunque esta vez no personalmente. Resulta que la hija de un buen amigo, que estudiaba en el Instituto Español en Londres, el "Vicente Cañada Blanch", había merecido un premio en un concurso escolar, y era el embajador el que había de entregárselo, a ella y a los demás galardonados. Mi amigo me envió, después del acto, una foto en la que aparecían todos los premiados, con Trillo y su tupé en el centro: la chica estaba a un lado, apoyada en la pared, como si quisiera atravesarla para huir, y con la expresión que tendría de haber visto a Jack el Destripador en una calle oscura de Whitechapel. Cuando, ya en España, le pregunté cómo había ido la ceremonia y qué le había parecido nuestro comisionado, no me respondió, pero en la torcedura de su gesto y en el brillo de sus pupilas reconocí el terror que inspira Jack, el espanto sobrenatural que causan los seres inimaginables cuando se hacen realidad.
Hay tantos " Trillos" entre los políticos actuales en España.Es una vergüenza, ni de la izquierda te puedes fiar.Solo manda la corrupción.El sistema está en decadencia. Buena entrada, Eduardo, como siempre. Abrazos.
ResponderEliminarSon cosas que tiene la política. Porque hemos tenido un ministro de Sanidad llamada Mata y la cambian ahora por una Dolores.¿Porqué ha de extrañarnos? Que pongan un Trillo al frente del ejército, a fin de cuentas, ambos son para trillar.
ResponderEliminarPero es eso Don Federico trilla todo lo que toca, estría de más.