Así funciona esto, no sé si por suerte o por desgracia: un escritor –un poeta– puede pasarse varios años sin dar nada a la imprenta (y hasta sin que nadie se acuerde de él) y, de pronto, en poco tiempo, publicar varios libros, pero no por decisión suya, sino porque así lo disponen los editores, que hacen confluir, inadvertidamente, una pluralidad de obras. Esto me está pasando ahora a mí: tras mi más reciente recopilación de críticas y ensayos literarios (Apuntes de un español sobre poetas de América (y algunos de otros sitios), publicada en México), la segunda entrega de mis Corónicas de Ingalaterra (subtitulada Una visión crítica de Londres y auspiciada por la madrileña Varasek Ediciones) y la antología Selected Poems, que ha visto la luz en Inglaterra, gracias a la benemérita Shearsman, llega ahora a las estanterías el poemario Muerte y amapolas en Alexandra Avenue, con el que cierro el ciclo de mis libros ingleses, los concebidos o escritos durante mi estancia en el Reino Unido. Lo publica Vaso Roto, el no menos benemérito sello hispano-mexicano, dirigido por la poeta, traductora y editora Jeannette Clariond, en el que ya apareció, en 2013, otro poemario mío, Insumisión. Me alegra esta continuidad –a cierta edad, agotado de buscar siempre (González Ruano decía que, en España, los escritores siempre están empezando), uno ya desea tener un solo editor– y también celebro esa mancha que ilustra la cubierta, y que parece formar la figura de un cuervo, un pájaro muy inglés. El motivo central del libro, quizá demasiado osadamente, es el exilio. Y digo "quizá demasiado osadamente", porque, al hablarle de él y de mi situación en la Gran Bretaña a un amigo también escritor, me replicó que yo no podía tenerme por un exiliado: que mi salida de España había sido voluntaria, y que el exilio debía referirse, si queríamos razonar con propiedad, a quienes abandonaban sus países para huir de la guerra, la persecución política o el hambre (circunstancias todas, por cierto y por desgracia, que los españoles hemos conocido abundantemente a lo largo de la historia). Este no era mi caso, es verdad, pero también puede haber –y así se lo dije a mi amigo– un exilio moral o existencial: una marcha determinada por la incomodidad insoportable que supone vivir en un lugar, por un desajuste radical con la realidad que nos rodea. Y quizá esta fuera mi situación. Pese a que las circunstancias materiales que me rodeaban eran razonablemente holgadas (no obstante la carestía descomunal de casi todo en Londres), sentí muy vívidamente la experiencia del destierro, querida, buscada, pero dolorosa. Y no contribuyó a paliarla, sino a hacerla más acuciante, la legendaria frialdad de los ingleses, seres solitarios por imposición social y por exigencia ética, que antes prefieren hablar con una puerta que con un semejante. De esta contradicción –el alejamiento perseguido, que se revela desarraigo– surgieron muchas cosas que escribí en aquellos años –de 2013 a 2016–, como el blog Corónicas de Ingalaterra, aunque este con una pátina británicamente irónica, con cierto disimulo bienhumorado, que pretendía atemperar la infelicidad, y el poemario que ahora doy a conocer, Muerte y amapolas en Alexandra Avenue, en el que se relata la malaventura, aunque sin olvidar que el humor y cierta distancia, digamos, histórica son siempre aconsejables para lubrificar la desgracia. Muerte y amapolas en Alexandra Avenue –cuyo celaniano título incluye el nombre de la calle en la que estuvo nuestro último piso en Londres: muy británicamente, se llamaba avenue, pero no tenía más de doscientos metros– se compone de un poema prologal ("¿Aquí, para qué vine...?") y cuatro partes: en la primera, "Correspondencias", la más extensa, establezco un diálogo entre poesía y prosa, configurando el poema con una pieza versal y, a continuación, un texto extraído de mi blog, que narran –y esto es, a mi juicio, lo esencial– un mismo momento o inquietud, cada uno desde el ángulo o atalaya de su forma, de su propia manera de construirse, de su articulación sintáctica y, por lo tanto, de su modo de pensar: de hacerme pensar. Pero la realidad es la misma. Son poemas bífidos o mellizos, pero no bifurcados: son uno, con toda la plenitud que he sido capaz de darles. La segunda parte, "Estampas del destierro", está integrada por 96 poemas muy breves –abundan los monósticos; y ninguno tiene más de cinco versos–, en los que quiero captar la multitud casi infinita de estímulos que recibe quien vive en una ciudad tan abrumadora como Londres. Son, o pretenden ser, una descripción oblicua, fragmentada, próxima al haiku, a la pincelada en el aire, del fascinante paisaje –humano, arquitectónico, animal– de una urbe tan hermosa como monstruosa. La tercera parte, "Clamor cuchillo", es la pieza en la que mejor se plasma, me parece, el ánimo luctuoso y desasido del libro: un único y descoyuntado poema, cuyo asunto es la desesperación. La cuarta y última parte, "Otros exilios", reúne a un grupo de escritores españoles que me precedieron en el exilio en la Gran Bretaña, aunque ellos sí puedan considerarse propiamente exiliados, según la atinada definición de mi amigo: son, por orden cronológico, José María Blanco White (representante de aquella generación de liberales que tuvieron que dejar la España infernal de Fernando VII y recalaron mayoritariamente en la liberal Inglaterra), Luis Cernuda (a quien le gustó poco el Reino Unido, pese a vivir allí 10 años y recibir una notable y muy provechosa influencia de su literatura), Pedro Garfias (otro poeta andaluz que escapó de la derrota republicana en la Guerra Civil, autor del mejor poema español del exilio, al decir de Dámaso Alonso, que de poemas sabía un rato, Primavera en Eaton Hastings, y que luego, en su exilio definitivo en México, sobreviviría jugando al dominó), Arturo Barea (tercer republicano de la lista, pacense, autor del formidable La forja de un rebelde, nacionalizado británico y muerto y enterrado en la isla) y Jesús Alviz (extremeño como Barea, huido a Londres en los 70, como tantos otros que ansiaban encontrar allí la libertad que no conocían en su país, y que, entre trabajos plebeyos y alojamientos infames, escribió un libro excelente, He amado a Wagner, que todavía no he averiguado si es una novela o un poemario). Con fragmentos de la obra de cada uno de ellos, ínsitos (no intercalados: fundidos) en los poemas, doy cuenta de sus exilios y del mío propio. La práctica intertextual no es solo un mecanismo estilístico, sino más: me ayuda a componer piezas desde los ojos de otro, desde la experiencia de otro, e incluso, idealmente, con el lenguaje de otro. Esa enajenación me enriquece: soy más yo siendo otros. No sé si todo esto tendrá sentido para los lectores (siempre me pregunto lo mismo cuando publico un nuevo libro). A mí sé que me ha servido para sobrevivir a un viaje frustrado, a una intentona insatisfactoria –pero también enriquecedora, de la que no reniego–, de esa forma oscura, pero inequívoca, en que los poemas que escribimos nos permiten sobrevivir a lo que nos desazona, y a nosotros mismos.
[ESCENAS EN UN PARQUE]
Las normas del parque exigen
que las mascotas vayan atadas.
La señora respeta la ley
y todas las tardes, bien sujeto a la correa,
saca a pasear al gato.
No sé si los ojos verdes del gato brillan
porque le gusta que lo lleven al parque
o porque no le gusta que lo lleven atado.
Para el coche:
pasa un ciervo.
No intranquilizan al ciervo
ni los ciclistas que pasan
ni la escandalera de los perros.
Los plátanos se encaraman al cielo
como si nunca tuvieran bastante azul.
La silla de ruedas del perro que pasa
es solo ruedas.
En la inmensidad vacía del parque,
alguien en silla de ruedas
me saluda al pasar.
Amapolas: mariposas varadas.
Burbujea el barro: un ratón.
El esquelético desdén de los árboles por las hojas muertas.
Cuando llega el remolino,
las hojas caídas levantan los brazos
y, frenéticas o jubilosas, echan a correr.
La hojarasca entierra el camino,
pero el camino late en los pies.
(La hojarasca entierra el camino,
pero el camino, río quieto,
resucita).
Un tocón en el suelo,
pezuña de elefante.
Las farolas
rocían niebla.
En las farolas
se ovilla
la niebla
amarilla.
El sol desgarra las nubes
como si se estuviera ahogando;
pero soy yo el que se ahoga.
El canto del petirrojo
interesa las sombras.
El pato
engulle un trozo de pan
al lado de un cartel
que prohíbe dar de comer a los patos.
En el jardín tropical
cantan las garzas,
pero yo oigo guacamayos.
La galería de arte
que antes fue una estación de bombeo
parece un torreón medieval.
Enhorabuena Eduardo! De nuevo, vuelvo a pasear por Londres... contigo...
ResponderEliminarAgustín
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarWaiting...
ResponderEliminarCon la presentación que haces, nos torturas de impaciencia. La tercera y cuarta parte van a ser mis preferidas, seguro. ¿Sentido? El de estas "escenas", en las que se anima lo inanimado atrapando al poeta por los pies, liando al lector en la madeja como esas elles de niebla y luz trepando por las farolas...
Un abrazo.
Aquí, ¿a qué viene?...
ResponderEliminar.../...
Oigo el zarpazo desvelos del mundo,
como si se arrodillara ante mi cuerpo ausente,
compelido por obstinación de los relojes,
y me entregara su zozobra, que no se disngue de la alegría.
.../...
Por poner un pequeño apunte.
Eduardo, te esperaba. Te has superado.vuelves a sorprenderme. Increíble. Te aplaudo.
Blanca.
Mi corrector me tortura. Es: Oigo el zarpazo desdeñoso del mundo.
ResponderEliminarEn el enlace se puede descargar el número 26 de Nayagua. En la pág.226, un magnífico comentario de José Antonio Llera sobre el poemario.
ResponderEliminarhttp://www.cpoesiajosehierro.org/web/index.php/nayagua/item/nayagua-26
Otras reseñas interesantes sobre el poemario:
ResponderEliminarhttp://www.elcultural.com/revista/letras/Muerte-y-amapolas-en-Alexandra-Avenue/40198
http://www.elperiodicoextremadura.com/noticias/opinion/amapolas_1023263.html