No recuerdo de dónde saqué la información, pero ya antes de volver a Barcelona estos días de Semana Santa sabía que quería ver la exposición sobre los retratos de Picasso en el museo dedicado al pintor en la ciudad. Nos acercamos, pues, hoy al palacio de Berenguer de Aguilar, en la calle de Montcada, sede de la pinacoteca, para visitarla. En la calle Princesa, reparo en una antigua tienda de magia, que supongo frecuentaba Joan Brossa, un gran amante de la prestidigitación. Imagino, también, que ya me había fijado en ella en otras ocasiones, pero hacía tanto tiempo que no pasaba por aquí, que se me ha olvidado casi todo lo relativo a este barrio. Junto al veterano establecimiento mágico, veo otro que se anuncia como una enfermedad: Barcelonitis, pero no me paro a comprobar qué se puede comprar en él, si camisetas del Barça o sombreros mexicanos. Estas nuevas apariciones revelan una ciudad en permanente cambio: igual que todas las células de una persona se renuevan cada siete años, sin que deje de ser quien es, la urbe parece también transformarse sin cesar, aunque sigamos reconociéndola. No obstante, la distancia entre lo que recordamos de ella y lo que hoy parece, es también una distancia existencial: de nosotros mismos; de quienes fuimos cuando estas calles eran otras. Antes de llegar al museo, tomamos un pincho y una cerveza en una taberna vasca. En otro tiempo, solo habían aquí figones mugrientos, que olían a ceniza, fritanga y zotal, y los pies de cuyas barras estaban alfombrados de servilletas de papel sucias y arrugadas, conchas de mejillones y cabezas chupadas de gambas, pero que se nos antojaban deliciosos. Y, si alguno era vasco, lo sabíamos no porque lo anunciase a todo color y en varios idiomas, sino porque lo regentaba un señor con bigote y chapela, de Portugalete, que te servía el pacharán salpicándote el mostrador y los pantalones. Hoy abunda esta cocina higiénica y cosmopolita que me da más grima que aquellas encantadoras cutreces setenteras. Mientras damos cuenta del tentempié, vemos por la televisión, ineluctablemente encendida (como antaño: hay costumbres que no cambian), un programa británico de viajes en tren que también seguíamos en Londres, presentado por el Carlos Sobera inglés, el rubicundo Chris Tarrant. Llegamos, por fin, con ilusión al Museo Picasso, pero la ilusión se desvanece de golpe cuando vemos la cola que hay para entrar y, lo que es peor, lo despacio que avanza. Es una cola soviética, más aún, londinense, y nos consuela poco que un grupo de músicos callejeros amenice la espera con violines y clarinetes. La puntilla nos la da el precio de las entradas: 14 euros por cabeza. Decidimos marcharnos: aunque estemos haciendo turismo, no nos apetece sentirnos turistas en nuestra propia ciudad. Nos dirigimos entonces, decepcionados pero resueltos a convertir aquel fracaso en una agradable aventura, a la cercana Santa María del Mar, la iglesia más bonita de Barcelona, que se llama así porque atendía, en la Edad Media, a los trabajadores de estos barrios marineros, y que algunos escribidores astutos han hecho hoy centro de un gran negocio literario. Aquí no hay que pagar entrada (a diferencia de la catedral, donde todo visitante entrega su óbolo al Moloch del turismo), así que ingresamos con gusto en el recinto, cuya altura y sobriedad arquitectónica deslumbran: las dos naves laterales, de 26,5 m son casi tan altas como la central, de 32,3 m. Se empezó a construir en 1329 y se concluyó en poco más de 50 años, una rapidez vertiginosa para la época (y aun para la nuestra: la Sagrada Familia lleva en construcción 135 años, y lo que te rondaré, morena), lo cual facilitó una insólita coherencia de estilo, un gótico puro. En 1525 pedía limosna en ella San Ignacio de Loyola, aquel vasco, inventor del jesuitismo, que vivió en una cueva en Cataluña, como el señor de Portugalete que servía pacharán en una cueva de Princesa. Una escultura moderna, y más bien fea, recuerda, en el interior del templo, aquella santa mendicidad, que algunos consideramos mendacidad. La iglesia, como todas las seos tan provectas, ha soportado múltiples embates a lo largo de la hisoria: terremotos, bombardeos (en los que Barcelona ha sido pródiga) e incendios, el último de los cuales se produjo en 1936, por cortesía de anarquistas y comunistas. A la una, un señor con acento ecuatoriano echa poliglósicamente a todos los visitantes: en castellano, catalán (macarrónico) e inglés (más macarrónico todavía). Volvemos entonces a unas calles abarrotadas de guiris y domingueros. ¿Habrá entre ellos algún barcelonés? En el laberinto de callejas adyacentes a las vías principales, la calle Argenteria o el paseo del Born, en cambio, la tranquilidad es absoluta. Solo vemos inmuebles viejos, en los que antes se alojaban inmigrantes, pescadores y putas, pero que ahora están ocupados por tiendas pijas –de ropa, de zapatos, de cerámica–, baretos caros y boutiques. Aunque no sé cómo sobreviven: casi todas están vacías, y apenas hay paseantes. Nuestros pasos resuenan en las calles estrechas, y el viento no alcanza a agitar las esteladas que cuelgan de los balcones, junto con alguna bandera de las Filipinas o Marruecos: es el pasado del barrio, que no llega a desaparecer. Pasamos por delante de la casa en la que nació, en 1824, Francesc Pi i Margall, aquel presidente de la I República Española en el cajón de cuyo escritorio se encontraron, cuando dimitió, las dietas que le correspondían como jefe del Estado para cenar: le había parecido oprobioso gastar en comida el dinero de los contribuyentes y allí lo había dejado, sin decírselo ni a los ujieres. Un comportamiento, como puede verse, idéntico al que observan hoy nuestros servidores públicos. Entramos después en "La Chinata", una tienda de aceites extremeños –¡de la Sierra de Gata!–, donde los productos con los que nos hacemos en Hoyos a precios muy razonables se ofrecen como artículos exóticos o de lujo. En un balcón de la fachada de un edificio cercano, veo la figura, en cartón o poliuretano, de un enorme ciervo blanco; y, en otra galería, un poco más arriba, un cacto asimismo gigantesco. Me pregunto quién saldrá a esa terraza a relajarse. Nuestros pasos nos llevan por fin al antiguo mercado del Born, ahora reconvertido en museo. Durante medio siglo, de 1921 a 1971, fue eso, un mercado de abastos. Luego los munícipes tardofranquistas, clarividentes como siempre, se plantearon demolerlo, pero, ya iniciada la democracia, las protestas vecinales impidieron el derribo. El Born (que yo, en mi adolescencia, llamaba Borne) vivió en un limbo urbano muchos años, hasta que se decidió destinarlo a biblioteca. Pero, al empezar las obras en el subsuelo, se descubrió una parte magníficamente conservada de la ciudad existente al acabar la Guerra de Sucesión (aunque castigada por el conflicto y luego derruida para construir la cercana Ciudadela, el imponente fortín que velaba por que Barcelona no volviese a levantarse contra los Borbones: erigirlo supuso la destrucción de más de 1 000 casas, el 17% de la superficie edificada de la ciudad) y se optó entonces por trasladar la biblioteca a otro lugar y preservar y acondicionar el yacimiento. No se nos escapa que tras esta decisión alienta una voluntad política: la de subrayar el relato histórico más afín al nacionalismo actual, uno de cuyos capítulos axiales es el de la resistencia de Cataluña a Felipe V, en defensa de sus derechos y libertades. Los libros que iban a ir allí, pues, se mandaron a otro sitio (ignoro cuál) y a la entrada del mercado, hoy museo, se izó una enorme senyera (no tan grande, empero, como la bandera española que ondea en la plaza de Colón de Madrid, que es, a su vez, mucho más pequeña que la tricolor que flamea en la plaza del Zócalo de Ciudad de México: en esto de las banderas, sin duda, el tamaño importa). Recorremos despacio el yacimiento, único en Europa por sus dimensiones y su estado de conservación, bien iluminado y acompañado por una excelente información. Se reconoce perfectamente la planta de los edificios, el diseño de las calles y los numerosos pozos, riegos y acequias –entre ellas, el medieval Rec Comtal– que salpicaban, y nunca mejor dicho, el barrio. Se conoce que Barcelona era, a principios del S. XVII, una urbe ajardinada y lacustre, que la Guerra deshizo. Los paneles informativos dan amplia cuenta, entre otras cosas, de la batalla de Barcelona, en 1714, y de alguno de sus antecedentes más determinantes. Por ejemplo, el abandono de los catalanes a su suerte por parte de la monarquía inglesa, que se había comprometido a defenderlos, con armas y soldados, por el Tratado de Génova de 1705, aunque no sé yo si un pacto firmado, en nombre de la reina Ana de Inglaterra, por un comerciante de aguardiente, un tal Mitford Crowe, podía inspirar demasiada confianza a nadie. En cualquier caso, los ingleses, que habían dado su apoyo a la causa austracista por la sola razón de oponerse a sus archienemigos de entonces, Francia y España, desistieron del empeño cuando vieron que en la Península pintaban bastos y que sus enemigos acabarían zurrándoles la badana. En lugar de honrar sus compromisos, como Groucho Marx, establecieron otros, esta vez mediante el Tratado de Utrecht, que les permitió hacerse con Gibraltar y Menorca, una ganancia notable, comparada con la que les esperaba en los secarrales aragoneses y las callejuelas de Barcelona. Como diría muchos años después el preclaro Lord Palmerston, primer ministro del Gobierno de Su Majestad, Inglaterra no tiene amigos permanentes ni enemigos permanentes: Inglaterra solo tiene intereses permanentes. Y, en fin, allí se quedaron los barceloneses, tras los muros de la ciudad, decididos a continuar la lucha, pero sin más apoyo ni tropas que las que pudieron reunir entre sus propios vecinos y refugiados: 5 000 defensores, que resistieron catorce meses el asedio de 40 000 sitiadores. El 11 de septiembre de 1714 fue la jornada final: la artillería del duque de Berwick abrió siete grandes brechas en la muy castigada muralla de Barcelona, por las que irrumpieron las tropas franco-castellanas. La resistencia era ya desesperada. En un último esfuerzo, el general Antonio de Villarroel reunió a los pocos escuadrones catalanes de caballería organizados que quedaban y cargó contra los atacantes que avanzaban desde el convento de Santa Clara y que se habían atrincherado en el Rec Comtal, aunque lo superaban ocho veces en número. La carga fue desbaratada por intensas descargas de fusilería, y el propio Villarroel cayó malherido. Aquella maniobra, trágicamente equiparable a otras cargas legendarias e igualmente malhadadas, como la de Pickett y sus 5 000 virginianos en Gettysburg o la de la Brigada Ligera contra los cañones rusos en Balaclava, aunque mucho menos conocida, supuso, de hecho, el fin de la defensa de Barcelona. Berwick dio un plazo de reflexión para que la ciudad se rindiera; de otro modo, anunció con escalofriante frialdad, "se pasaría a todos a cuchillo". La capitulación se firmó el 12 de septiembre. Salimos del mercado/museo del Born/Borne y nos vamos a comer. La caminata y la rememoración histórica, aunque sangrienta, nos han abierto el apetito. El día sigue luminoso y las calles, bulliciosas. Nos cosquillea esta inversión: que vivamos la ciudad en la que hemos vivido tantos años como si la hubiéramos descubierto hoy. Igual que cualquiera de estos turistas que zampan paella o mejillones a dos carrillos (pero sin tirar las servilletas al suelo) en cualquiera de los muchos restaurantes por los que pasamos.
Un paseo especial, con historia e "intrahistoria", la que cuentas desde esa distancia existencial, que se marca también en las palabras: junto a los guiris, las boutiques y Chris Tarrant, leemos "zurrar la badana", "pintar bastos" o "la que te rondaré, morena".
ResponderEliminarEl cambio permanente en la ciudad tal vez obedece a un cambio inconsciente en quien la percibe. Si se pudiera dibujar un mapa de quienes somos, ¿habría calles cortadas y edificios en ruinas antes transitables y habitados; o macizos a punto de estallar en flores donde antes se extendía un "terrain vague"?
Un beso.
De puro milagro se conservan los vestigios medievales del Born. Qué pena de ciudad, qué poco queda de la Catalunya que tan orgullosos nos sentíamos los de fuera. "Barcelona és bona si la bossa sona" ; hoy se cumple más que nunca este refrán. Y aún así, sigo adorando mi ciudad, Barcelona.
ResponderEliminarBlanca.
Besos.