En este carrusel de participaciones en actos literarios y culturales que es mi vida en Extremadura –además de las muchas y ajetreadas horas que dedico a la actividad administrativa–, hoy visito Benquerencia –la de la comarca de Montánchez: no confundir con Benquerencia de la Serena, en Badajoz–, invitado a la mesa redonda sobre "Literatura y caballos" organizada en el marco de la XV Concentración Ecuestre de la comarca Sierra de Montánchez-Tamuja. En ella me encontraré con el alcalde, Alberto Buj, un vasco con inconfundible acento vasco, casado con una mujer del pueblo, cuya elección como primer regidor demuestra, como en mi propio caso, que Extremadura acoge, sin distinciones ni reticencias, a los que venimos de fuera; con Joseba Buj, hijo de Alberto y profesor de la Universidad Iberoamericana de México, que oficiará de presentador y moderador; con Mario Martín Gijón, antiguo amigo, escritor, poeta y profesor de la Universidad de Extremadura; y con Javier Pérez Walias, asimismo amigo y poeta. Llegamos con el tiempo justo para ver el despliegue informativo de Canal Extremadura en la Plaza Mayor del pueblo, aunque a mí me habría gustado visitar la Iglesia de San Pedro Apóstol y la ermita del Santísimo Cristo del Amparo, los dos lugares de mayor interés arquitectónico del lugar. No obstante, hemos podido informarnos de que Benquerencia –qué hermoso nombre, por otra parte– es uno de los municipios más pequeños de Extremadura, y que en 2010 solo contaba con 92 vecinos. Este es otro ejemplo de la despoblación brutal que ha aquejado a la región, y de la que aún no se ha recuperado: en 1960, el pueblo tenía casi medio millar de habitantes; solo diez años más tarde, ya solo quedaban 160. Esa fue la década de la emigración en esta zona: una emigración que cayó como una cuchillada en todos los pueblos de la comarca y, en general, en toda la región. Mientras esperamos el inicio de la mesa, llegan los primeros caballos a la plaza. Siempre me sorprende el tamaño de estos animales: me los imagino (o los veo por televisión, la principal fuente de información sobre asuntos agropecuarios de un urbanita como yo) más pequeños de lo que son. De cerca, resultan imponentes: una masa piafante de músculos que parece siempre a punto de explotar en galope, o en encabritamiento, o en cualquiera de las cosas que hagan los caballos. Nos apartamos lo suficiente como para no se fijen en nosotros: una coz o un pateo de uno de estos pegasos puede dejarte turulato. El golpeteo de los cascos se mezcla con los relinchos y el movimiento inquieto de los animales, pero pronto la comitiva se sosiega para que los periodistas hagan su trabajo, que consiste en que uno de ellos le cede el micrófono al primer jinete de la fila para que diga de dónde viene, y luego se lo pase al siguiente para que también lo diga, y así sucesivamente hasta agotar la ringlera, en cuyo momento el periodista recupera el canuto y se monta él mismo a caballo para experimentar de primera mano las emociones de la jornada, como debe hacer un buen reportero, a fin de transmitírselas después, verazmente, a su público. Y, mientras todo esto sucede, nosotros engrasamos la garganta con algunas cervezas en el bar. Constituimos la facción intelectual de la jornada: así nos ha presentado algún medio de comunicación: "los intelectuales Joseba Buj, Mario Martín, Javier Pérez y Eduardo Moga". Mario y Javier habrían preferido figurar como intelectuales con ambos apellidos, pero ellos y todos debemos conformarnos con la caracterización que nos han atribuido. La mesa redonda se celebra en el local social, anexo a la cantina. Hay mucho público: tengo comprobado que en los pueblos no suele faltar: la gente está deseosa de participar en actividades que no menudean. Y es digno de elogio que una celebración caballar, en un rincón de Extremadura como este, no se haya olvidado de la literatura: es más de lo que sucede en nuestros colegios e institutos, de los que las letras han casi desaparecido. No tardamos en desechar los micrófonos que se han puesto a nuestra disposición, porque ensucian la voz más de lo que la realzan. Yo he preparado una ponencia sobre un libro extraordinario, Ciclo del caballo, del portugués António Ramos Rosa, y mis compañeros han traído visiones diacrónicas de la presencia del caballo en la literatura, desde el de Troya, instrumento de la perfidia helena, hasta el cuatralbo de Alberti, al que el gaditano espoleaba "¡a galopar, a galopar, hasta enterrarlos en el mar!"; desde el Bucéfalo de Alejandro Magno (al que un amigo poco avisado llamaba Bicéfalo y lo hacía propiedad de Carlomagno) hasta Rocinante, el jamelgo –rocín antes– de Don Quijote. Sin embargo, esto va a ser una mesa redonda, y no una sucesión de conferencias. Incitados al diálogo por Joseba, improvisamos. Yo me aventuro a decir que los letraheridos estamos necesariamente marcados por nuestras lecturas e improntas culturales; que, en consecuencia, cuando vemos a un caballo, no vemos a un caballo, sino a Clavileño, a Babieca, a Incitatus y Velocissimus –los corceles de Calígula, a los que hizo cónsules–, al caballo de Espartero, con sus magníficos atributos, o al de Pippi Calzaslargas, que tenía lunares y hablaba; y que, a veces, me gustaría que fuésemos capaces de apreciar la belleza elemental, la fuerza primigenia y el espíritu puro de estas bestias sin los aditamentos culturales que los enriquecen, pero que también los mediatizan y deforman. A Joseba esta observación no parece agradarle y sugiere que discutamos sobre ello. Yo acepto la sugerencia encantado, y discutimos. Frente a su reivindicación del ensanchamiento que supone la intervención de la cultura y a su carácter inevitable –tiene razón: el ser humano es una criatura que mira las cosas a través de los ojos de sus valores y conocimientos, y que no puede hacerlo de otra manera–, yo reclamo lo que ya esgrimía Woody Allen en una de sus películas: "Cuando me dejo del rollo intelectual, follo más", aunque con un poco más de sofisticación: la experiencia natural del ser caballo, la fascinación desnuda por su vigor y su presencia. Y recuerdo a mi padre contarme cómo se había prendado del caballo que había en la casa del pueblo de Aragón en la que se había refugiado, cuando adolescente, para escapar de los bombardeos de Barcelona en la Guerra Civil, y cómo iba al establo todas las tardes a acariciarlo, a embriagarse con su presencia. Me acuerdo, sobre todo, de lo suave que me decía que era su hocico, y de cómo el animal disfrutaba de aquel tacto enamorado. La cultura, como aquellas lenguas de Esopo que el fabulista presentaba, a la vez, como el mejor y el peor manjar del mundo, acrece y disminuye, resalta y desdibuja, ilumina y oscurece, y yo me pregunto si no viviríamos con más intensidad, con más verdad, despojados de sus ropajes. El caballo es, precisamente, un símbolo erótico-místico, una representación arquetípica de la fuerza generatriz y el impulso amoroso. Eso lo hace, me parece, un destinatario óptimo de una mirada exenta de toda veladura intelectual y que atienda, sobre todo, al perfil límpido del cuadrúpedo, a su energía radical. El debate prosigue, entremezclado con las observaciones de Javier y Mario, hasta que llegamos al coloquio, en el que un señor nos pregunta si creemos que el caballo pervivirá en la literatura, ahora que ya no es un medio de producción, sino un mero bien suntuario, que solo produce gastos, y una señora, por qué no hemos tenido en cuenta la equinoterapia en nuestras intervenciones. Sobre lo primero, somos optimistas: el caballo se ha ganado ya un puesto, creemos que definitivo, en el acervo cultural del hombre, y nos parece muy difícil que lo apee de él una transformación utilitaria; sobre lo segundo, nos limitamos a señalar que no somos conscientes de que la literatura haya tratado ya de la equinoterapia, y que, en cuanto lo haga, la incorporaremos con gusto a nuestros pensamientos. La jornada concluye con una cena a la fresca. Todo está exquisito, y la tortilla de patatas, inenarrable; y el vino de pitarra no es cabezón, como suele ser, sino reciamente afrutado. Mientras comemos, un gato y un perro husmean entre los pies para atrapar lo que se nos caiga –trocitos de tortilla, migas de patatera, grasilla de la carne– o lo que decidamos darles. El gato no es huraño, pero el perro sí es huidizo: algún cabrón lo ha maltratado, me cuenta Joseba, y ahora se niega hasta a dormir bajo techo: prefiere la calle. Intercambiamos libros: Joseba me regala La crátera del orbe, una plaquette con versos en los que me dice haber incurrido, y De nuestra sola incumbencia, un compendio de prosas y poemas, cuatro de ellos en vasco; yo correspondo con un par de poemarios míos y la traducción de Hojas de hierba. Oímos llorar a un niño, al que sus padres, también comensales, tienen en brazos. Alguien me dice que es el primer nacido en el pueblo, e inscrito en su padrón, de los últimos 20 años. El reloj de la iglesia da la hora. Se oye, a lo lejos, el relincho de un caballo. Está refrescando.
No tengo ninguna duda, querida Gema, de que la mayoría de profesores trabajáis mucho y muy duro para que la literatura siga siendo importante (y útil, e instructiva, y divertida) para vuestros alumnos. Al decir que casi había desaparecido de las aulas, me refería (y debería haberlo precisado) al asesinato que han cometido con ella los planes de estudios, que la han reducido y marginado hasta casi la extinción. No sé qué seria de los chicos -y de nosotros, los escritores- si no fuera por los profesores, los buenos profesores, tan maltratados pero tan resistentes, tan necesarios. Gracias por estar ahí y por hacer lo que haces. Un montón de besos.
ResponderEliminarUn peculiar encuentro, desde luego, no tenía ni idea de su existencia. Yo tampoco sé nombrar lo que hacen los caballos, jajaja.
ResponderEliminarApuesto a que apareció el caballo garañón de Lorca, que me ha venido a la memoria de inmediato, con ese carácter simbólico que mencionas.
En cuanto a los institutos, hacemos muchas cosas por la literatura: leemos a los clásicos (con los mayores), fomentamos la literatura juvenil (con los pequeños), les acercamos a los escritores (hasta hacemos videoconfrencias con los que se prestan), participan en la presentación de libros y autores, les llevamos al teatro y montamos obras con ellos, hacemos recitales, twiteamos sobre lo que leemos (les parece más atractivo un "hastag" que una puesta en común en el aula), creamos lapbooks, caligramas, greguerías, microrrelatos. Incluso mantenemos con gran esfuerzo premios literarios que, creemos, no son inútiles (el nuestro, el García de la Huerta, ya va por la decimonovena edición).Y qué sé yo cuántas cosas más... Nada es suficiente porque la competencia es dura, pero muchos profes lo intentamos contra viento y marea.
Enfrentarse a la mirada de un caballo, te aseguro, es una de las mejores experiencias que me ha regalado la vida. He tenido la suerte de participar en una sesión de equinoterapia. Las sensaciones de aquella mañana junto a tres caballos,jamás se borrarán. Por otro lado, nunca he buscado literatura dedicada al caballo, es curioso.No voy a tener tiempo físico para leer todo lo que me gustaría, es una pena.Me quedo con lo que has dejado aquí.
ResponderEliminarBlanca.