Vuelvo al Jerte, otra vez con Javier Pérez Walias, con el que conocí el valle, cuando florece el cerezo, hace ya tres años. Pero esta vez nos acompañan nuestras mujeres, Teresa y Ángeles. Javier es una garantía si se quieren recorrer bien estas tierras: él, placentino, se crio aquí. Su estrategia para eludir la previsible acumulación de turistas de hoy –todos los medios de comunicación han anunciado que el cerezo ya ha florecido y que el tiempo va a ser bueno, así que esperamos hordas de excursionistas y domingueros– consiste en evitar la carretera nacional que atraviesa el valle y penetrar por retaguardia: cual astuto general, nos lleva por el valle contiguo, el del Ambroz, hasta cruzar la espina que los separa y luego descender hasta el del Jerte por un camino desconocido para la mayoría de visitantes; y entramos en este por El Torno. La primera parada que hacemos es el roble del Romanejo, en Cabezabellosa, uno de los muchos árboles singulares que atesora Extremadura. A este ejemplar de roble melojo, o quercus pyrenaica, se le conoce también por roble del Acarreadero, porque, tiempo atrás, los pastores acarreaban hasta él a sus rebaños para que se guarecieran bajo sus copa catedralicia: hasta mil cabezas cabían allí. Hoy no hay ovejas, sino vacas, que pastan con su proverbial parsimonia alrededor del árbol. El roble conserva su majestuosidad –mide más de 20 m y su copa tiene un diámetro de 31 m–, pero está enfermo: podas salvajes en los años cuarenta y el tráfico rodado de muchas décadas, que ha afectado a sus raíces, lo han puesto en grave peligro. Vallado, protegido, sigue un tratamiento para recuperarse y que sus quinientos años de vida (nació poco después del descubrimiento de América) no conozcan todavía el final. El roble del Romanejo da paso a la contemplación del valle florecido. Y yo vuelvo a sorprenderme por lo mismo que hace tres años: la flor del cerezo es intensamente blanca y, cuando uno pasea por un bosque de frutales, le parece estar sumido en un paisaje nevado. Sin embargo, en la distancia los cerezos se vuelven grises. Ambas faldas del valle están cubiertas de un manto plomizo, que se extiende desde la base de las elevaciones graníticas hasta casi las cumbres, y desde el pantano que linda con Plasencia hasta la cabecera de la cuenca. Y los pueblos que vemos colgados en las laderas, a nuestro frente, como Casas del Castañar, aparecen abrazados por la masa paradójicamente sombría de los cerezos. Impresiona esa acumulación grisácea y bífida, compuesta por un millón y medio de árboles. Aunque no es monolítica: con ella se entremezclan robledales, castañares, olivares, naranjales y monte bajo. La paleta de colores que despliega el Jerte es abrumadora: el blanco y gris, según, de los cerezos; el verde entre luminoso y oscuro de las florestas; el naranja puntillista de las naranjas; el amarillo de la retama y las margaritas; el rojo feroz de las amapolas; el negro de los canchos, que espejea, bruñido por las aguas del deshielo; el azul de un cielo sin nubes, marino; y, de nuevo, el blanco llameante de las cumbres que siguen nevadas. De ellas llega un viento helado –aún es temprano por la mañana- que arranca pétalos de las flores y nos hace recogernos deprisa en el coche. Volvemos a parar algo más adelante, para disfrutar de un paseo por entre los cerezos. Hay también naranjos, y chorros de agua, que crean charcos transparentes al pie de los árboles. En muchos flotan naranjas, que nadie parece tener interés en recoger. Nosotros sí: robamos unas cuantas de uno de los naranjos del bancal, con la que nos prepararemos el zumo del desayuno de manaña. Yo me avanzo y chupo una: es dulcísima, y está llena de agua. Pero, mientras nosotros nos hacemos con la exquisita fruta, Teresa, que ya iba con un pie malo, a resultas de una operación, tropieza en una irregularidad del terreno (claro, esto es un huerto) y se tuerce el tobillo del otro. Se queda, dolorida, en el suelo, aunque pronto comprobamos que lo puede mover: no esta roto; será, seguramente, un esguince, molesto pero remediable. Lo peor es que ahora tiene los dos pies malos; lo mejor, dice Javier, es que ha equilibrado la cojera: renquea por igual de ambos. Seguimos camino –por la carreterita vemos a una señora en bata que coge agua de la montaña, de un caño hecho con teja, en una botella de plástico, y varias cascadas de los neveros, que salpican el asfalto– y llegamos a Navaconcejo, el pueblo natal de la poeta Irene Sánchez Carrón (que, en el reciente acto con el que celebramos el Día Mundial de la Poesía, inició su intervención invitando a todos a visitar el Jerte. Comprendo el orgullo y el interés de los extremeños por que se conozca su tierra, pero yo no los comparto: yo prefiero la deliciosa soledad de lo inhollado; estoy harto de muchedumbres, grandes infraestructuras y visitas obligadas). A una de las calles del pueblo se le ha puesto su nombre, o parte de su nombre: "Irene Sánchez". Nada la identifica como poeta. Si acaso, que es paralela a otra llamada "Miguel Hernández". En Navaconcejo hay el embotellamiento de coches que ya nos imaginábamos, con los aditamentos típicos de estas aglomeraciones: a una maniobra inofensiva de Javier, otro automovilista grita: "¡Gilipollas!", con peineta y grandes aspavientos insultantes incluidos. Parece que estemos en Barcelona. O en Londres. Un puesto de quesos –hay una especie de mercadillo hoy en el pueblo: los comerciantes quieren aprovechar la afluencia de público– lo llena todo de olor a torta del Casar y a otros productos de aromas no menos virulentos. Cerca, se anuncia un cross fighting club, uno de esos lugares en que enseñan a los jóvenes a arrancarles la cabeza a otros jóvenes, aunque, eso sí, con espíritu deportivo e intenciones pedagógicas. Paramos en una farmacia para darle algún alivio a Teresa: Ángeles le pone en el tobillo una crema antiinflamatoria (natural: con ipérico y árnica; el árnica también deben de necesitarla en el cross fighting club) y se lo envuelve con una venda compresiva. Seguimos viaje hacia Valdastillas, en cuyas inmediaciones nos apetece ver la cascada del Caozo, también llamada La Chorrera Alta, como ya hicimos Javier y yo hace tres años. Pero lo mismo que nosotros han decidido hacer varios cientos más de personas. Queremos acercarnos todo lo que podamos a la caída de agua, pero ni Teresa, por razones obvias, ni Ángeles, que lleva unas sandalias monísimas, pero muy poco adecuadas para los caminos de cabras, están en condiciones de acompañarnos. Así que ellas se quedan disfrutando de la compañía de media población de Cáceres y nosotros subimos el no muy largo camino que conduce hasta lo alto de la Chorrera y que, por la afluencia de gente (y de animales: muchos se han traído a sus perros; un pastor alemán pasa junto a nosotros con una pata envuelta en una especie de funda o venda: también él ha sufrido un esguince), se convierte en una gincana campestre. La senda acaba en un balcón metálico (cuyas barandas son barras de hierro que se nos antojan un peligro: podría uno empalarse en ellas) sobre la cascada, tan transitado hoy como el metro de Madrid: renunciamos a llegar hasta el extremo y volvemos con las chicas. El lugar es muy hermoso, pero la masiva presencia humana lo desvirtúa: lo empeora. Salimos con una cierta sensación de alivio, y continuamos disfrutando del paisaje de regreso a El Torno, donde hemos reservado para comer. Circulamos entre cerezos, canchos y robledales. Las bolas de flores de los cerezos forman a veces doseles sobre la carretera y no es difícil tocarlos sacando la mano por la ventanilla. A veces, hay tantas en las ramas que los árboles parecen muñecos de Michelín. Cuando los bosques de frutales, dispuestos en bancales aterrazados, se recortan contra las cimas nevadas y el azul transparente del cielo, a uno no le sorprendería que apareciera una geisha. El gris metálico de los troncos de los cerezos despide reflejos irisados, y la hiedra ciñe los de los robles. Los salientes y miradores permiten la contemplación del valle en casi toda su extensión: su inmensa cicatriz recorre la tierra con una áspera amabilidad, como si quisiera regalar, a un tiempo, dureza y sustento, agua y piedra, ligereza y dolor. Cerca ya, otra vez, de El Torno, admiramos las cuatro figuras humanas desnudas que componen el grupo escultórico dedicado "a los olvidados de la Guerra Civil y la dictadura", de Francisco Cedenilla Carrasco, erigido en 2008. Se encuentran en el Mirador de la Memoria (o, con nombre más preciso y propio de la tierra, Mirador del Cancho Rajao), desde el que se disfruta de unas vistas privilegiadas sobre el valle. Las esculturas, figurativas, son respetuosas con el entorno, y concitan el interés de los curiosos. Todos aplaudimos la presencia de este recordatorio de nuestro mayor drama contemporáneo, sin nombres, sin rostros reconocibles: una celebración de las primeras víctimas de toda guerra: la gente llana, anónima, que sufre los horrores del conflicto con la paciencia desesperada de los que no tienen escapatoria ni remisión. En El Torno ya, nos abandonamos al placer de un cervezón en la terraza del bar de Aurelio, aunque a punto hemos estado de sufrir una nueva desgracia al entrar: Javier, en una maniobra mucho menos inofensiva que la que antes le ha merecido los cariñosos apóstrofes de otro automovilista, casi nos atropella a Teresa, a la que llevaba yo del brazo, y a mí. A mí, de hecho, ha llegado a golpearme, aunque, como dicen los comentaristas deportivos, sin consecuencias. (No contento con ello, un poco más adelante golpea con la parte de trasera del coche una valla de la calle: hoy, decididamente, no es su día). Comemos en un restaurante del pueblo en el que hemos encontrado mesa porque, según han informado a Javier por teléfono, "les había fallado un autocar de chinos". Pero se conoce que les han encontrado sustituto: muy pronto, en lugar de los chinos, llega un autocar (o dos) de españoles, que ocupan el amplio comedor como una colonia de hormigas. Nosotros, en un rincón, sobrevivimos al pifostio con unas croquetas con boletus, una excelente torta del Casar, una ensalada de ventresca de atún con pimientos y cebolla caramelizada, y dos solomillos de cerdo con salsa de, cómo no, cereza (Teresa y Ángeles se conforman con los primeros; Javier y yo, en cambio, afilamos el canino: él aplaca con la comida el nerviosismo de los casi atropellos y el percance de Teresa; yo no necesito ninguna razón especial para comer en abundancia). Un buen tinto extremeño y un postre de queso con salsa de, otra vez, cereza completan un ágape que nos deja satisfechos, aunque algo ensordecidos. Culminamos la tarde en casa de Luis y María José, unos amigos de Javier y Teresa que viven en Plasencia, pero tienen una casa espectacular en El Torno. En un salón con amplias vistas al valle, tomamos té y gloria, un licor de la tierra que hace honor a su nombre, y que complemento con vodka ruso. (Javier prefiere Ron Brugal, que se sirve de una botellita de 1,75 litros). ¿Por qué vodka ruso? No lo sé. Solo que me lo ofrecen y yo lo acepto: a mí me gustan casi todos los alcoholes. El sol ha hecho ya casi todo su camino, pero aún laca el valle con un barniz de oro, que dulcifica los roquedales e incendia la hierba. En el jardín, uno de los dos perros de nuestros anfitriones me mira, ansioso, con un palo en la boca. Quiere que se lo lance, como he hecho antes de entrar.
Sublime,Eduardo,sublime. Gracias por esta y tantas publicaciones como esta.
ResponderEliminarUn abrazo grande.
Blanca.
La muchedumbre te persigue. Las amapolas, afortunadamente, también.
ResponderEliminarHabía estado ya en el valle del Jerte, pero esta vez,ha sido con más detalle.
ResponderEliminarUn saludo.
No hay que viajar a Japón para disfrutar del hanami.
ResponderEliminarLas nubes de flores
no saben hacia dónde caen,
si al este o al oeste.