Vuelo hoy a la segunda de las ferias del libro que he de visitar estos días, la de Madrid. El embarque en el avión de TAP, en Lisboa, es caótico: un tumulto de pasajeros ansiosos por ocupar sus asientos y acabar con una incómoda espera. El retraso que acumularemos, por el mal proceder de la compañía, será de casi una hora. Para más inri, me encuentro, ya en la aeronave, con una situación que me produce escalofríos: a mi compañero de asiento le sobran varias docenas de kilos, y ha decidido acomodar muchos de ellos en mi butaca. Si el espacio para los pasajeros ya es exiguo, y más para gente alta como yo, con acompañantes como este uno queda planchado como un boquerón. Durante el viaje, mi mantecoso vecino se embucha un tremendo bocadillo de algo que me malicio butifarra. Pero luego, cuando ya se ha sacudido todas las migas de la pechera, se pone a leer El arte de la guerra, de Sun Tzu. Y es evidente que ya ha asimilado las maniobras zen del ilustre estratega chino: aplasta al enemigo con su sola presencia. Llegado a Madrid, he de correr a la Feria. Apenas tengo tiempo para dejar los trastos en el hotel y devorar un sándwich momificado en la cafetería. El taxi me deja muy cerca del pabellón de Portugal, una carpa situada en el centro del paseo de Fernán Núñez, en el Retiro, a lo largo del cual se disponen las más de trescientas casetas de la Feria. Allí me espera ya Miriam, que acaba de llegar de Mérida para asistir al primer acto en el que participo, la presentación de las novedades portuguesas de la Editora, y que, como el pabellón aún está cerrado, se ha refugiado del calor sahariano debajo de un árbol, como una gacela a la sombra de una acacia. Al dirigirnos ya a la carpa, nos cruzamos con un sesentón con coleta y camisa desmadejada —un hippy de geriátrico— que baja por el paseo recitando algo. "Esto está lleno de friquis", se asombra el chófer, que nos acompaña. Le doy la razón. En el acto intervenimos Luis María Marina, traductor de El país de los otros, del mozambiqueño Rui Knopfli, que acaba de ganar el premio Giovanni Pontiero de traducción, otorgado por mis paisanos de la Universidad Autónoma de Barcelona, el ministro-consejero de la Embajada de Portugal y yo, que doy cuenta de la reciente aparición de Sentada frente al precipicio, una antología de una magnífica poeta portuguesa, aún inédita en España, Fátima Maldonado, traducida por José Ángel Cilleruelo. Cuando ya me felicitaba por casi haber acabado el acto sin romper nada, me quedo con el micrófono de mesa en la mano: al ir a acercármelo para una última intervención, lo he descuajaringado, para pasmo del técnico de sonido y del público en general. A la salida me entrevista, en portugués, un reportero de la radio pública portuguesa, que, como todos los reporteros radiofónicos del mundo, ahueca la voz (y, por fortuna, sostiene él el micrófono). Solo se equivoca dos veces en el nombre de la Editora: es un gran profesional. Acabadas las obligaciones oficiales, acompaño a Miriam hasta el coche. Saludamos a César Antonio Molina, Antonio Sáez, Paloma Morcillo —concejala de Cultura del Ayuntamiento de Badajoz, que también ha venido a la Feria— y Yolanda Regidor, que está firmando ejemplares de su última novela, La espina del gato. Luego, me escapo a saludar a Pepo Paz, viejo amigo y editor de Bartleby, pero no está en la caseta. En su lugar, el encargado me hace notar que, en efecto, Pepo no está, pero que sí se encuentra allí una poeta buenísima, galardonada el año pasado con dos premios muy gordos. La poeta, que tiene el aspecto de un sarcófago egipcio, me mira con un brillo felino en los ojos, mezcla de acecho y esperanza, que conozco bien, porque es también el mío cuando estoy en su lugar. Pero le doy esquinazo: su poesía es un horror. A la mañana siguiente, lo primero que hago es cortarme el pelo en una barbería, de esas que aún tienen a la entrada un rodillo de listas rojas y blancas que gira sin parar, cerca de la casa de mis suegros. Ahí voy siempre que puedo. Los peluqueros son como los curas o los psicólogos: hay que establecer con ellos una relación de confianza, y yo llevo ya muchos años encomendándome a su discreción y su templanza. Sé de su corte austero y viril, rematado con unas siempre vigorizantes gotas de Floïd. Eso sí: he de pagar algunos peajes. Los periódicos a disposición de los clientes son El Mundo, ABC y La Razón, si es que a este último se le puede llamar periódico. El peluquero que hoy me ha tocado en suerte luce en la muñeca una maraña de pulseritas, entre las que brilla con luz propia una con los colores de la bandera española, y se cubre la calva a lo Anasagasti: cuatro pelos parietales, largos como los tentáculos de una medusa, y plastificados por varios centímetros cúbicos de laca, van ignominiosamente de un lado a otro de la cabeza. Y justo cuando me estoy acomodando en el sillón, veo que ya se va un cura joven, muy alto, muy guapo, con alzacuellos y clergyman, que dice algo sobre que nos toman el pelo a todos los españoles. Debo reconocer que, cuando salgo de la peluquería, siento cierto alivio, tanto por el pelo que me han quitado como por el ambiente. Esta vez, en la calle, me cruzo con una anoréxica: parece huida de un campo de concentración. Pese a que se le marcan en la piel todos los huesos del cuerpo —y, en particular, los anillos de la espina dorsal, que le recorren la espalda como una cremallera—, lleva al hombro un bolso enorme. Antes de meterme en el metro para ir de nuevo al Retiro, compro El Mundo, porque Agustín Fernández Mallo me ha dicho que hoy habla de mi último poemario, Muerte y amapolas en Alexandra Avenue, en su columna de "El Cultural". Y así es: la leo mientras espero el suburbano en un banco en el que alguien ha dejado un folleto de una sociedad evangélica: la Biblia jamás se contradice y sus profecías siempre se cumplen, afirma imbécilmente el opúsculo. Pero en otro alegato tiene razón: "Todo lo que está escrito en la Biblia es el mensaje de Dios (2 Timoteo, 3:16). Así es: la destrucción de Sodoma y Gomorra, las siete plagas de Egipto, la masacre de los araditas, de los amonitas, de Jericó y de las sesentas ciudades, entre muchas otras matanzas, mutilaciones y genocidios (y de asesinatos individuales, más modestos pero no menos significativos, como el del pobre Onán por meneársela), fueron obra de Dios y son palabra de Dios. El día de hoy en la Feria empieza con un desayuno con Mercedés Cebrián en unos soportales junto a una de las entradas del Retiro, que tienen, en su opinión, un aire a rincón de ciudad de provincias. "Sí: palentino", preciso yo, que nunca he estado en Palencia. Luego he de afrontar uno de los momentos duros del fin de semana: la firma de ejemplares de Muerte y amapolas en Alexandra Avenue en la caseta de Vaso Roto. Y es duro porque exponerse, en una calurosa pecera, a que todo el público de la Feria pase por delante de uno, no ya sin comprar ni un solo ejemplar, sino sin reparar siquiera en que uno está allí, y que respira, requiere mucha entereza de ánimo. Pero la vanidad de aparecer como el autor de un libro inmortal nos impulsa a sobrellevar el trance. También está el peligro de los vecinos. Si a tu lado te toca, por ejemplo, Ibáñez, el dibujante de Mortadelo, o Belén Esteban, que presenta su aclamada biografía, habrás de convivir con colas ingentes de admiradores que te harán dolorosamente consciente de tu insignificancia y hasta de tu invisibilidad. Por suerte, esta vez no hay vecinos mediáticos y las encargadas de la caseta, Maria y Joana, encantadoras, me hacen muy llevadera la hora que paso con ellas. También me ayuda la media docena de personas que compran el libro, y a quienes se lo dedico con entusiasmo, entre ellos Javier Pérez Walias, viejo amigo; su sobrino, el joven Francisco Fuentes, también poeta; y Juan Antonio Cardete, director de La Sombra del Membrillo, una excelente revista de poesía, ya clausurada. Pero, con agradecérselo a todos, aquellos compradores por los que sentimos más alegría son los que no conocemos de nada, como uno que se lleva el poemario diciendo simplemente: "No lo conozco, pero, si lo ha publicado Vaso Roto, estará bien". Acabada la obligación, me reúno para comer con Jordi Doce y Marta Agudo, que también han firmado sus libros, a la misma hora, en la caseta de su distribuidor. Al grupo se unen Julio Más Alcaraz y Carmen, su mujer, y Javier Pérez Walias. Juntos, despachamos ensalada, pescado y muchas risas en un restaurante próximo. Tras el conversado ágape, continúa para mí la agridulce actividad de las firmas en la Feria. A las seis y media estoy convocado en la caseta del distribuidor de Varasek Ediciones, donde he publicado la última entrega de mis diarios, Corónicas de Ingalaterra. Una visión crítica de Londres. Allí me reúno, porque así lo han dispuesto los editores, con Alberto Letona, autor de otro libro sobre el Reino Unido publicado por Varasek, Hijos e hijas de la Gran Bretaña. Por suerte, el stand se encuentra en el lado umbrío del paseo. El otro queda a pleno sol, que a estas horas es inclemente. No es raro, pues, que casi todo el mundo se apiñe en aquel. A pesar de la sombra que proporciona, mucha gente pase abanicándose, o bebiendo agua, o bebiendo granizado, o las tres cosas. Antes de estabularme donde me corresponde, sorteo una cola larguísima de adolescentes. Están esperando a que les firme su ejemplar alguien que, según el cartel hollywoodianamente desplegado en la caseta, atiende por Kronno Zomber, que, por lo que alcanzo a ver, parece Igor, de El jovencito Frankenstein, rejuvenecido. El pollo firma con muñequera: será para prevenir esguinces, como hacen los tenistas. Averiguo en Google que Kronno Zomber es un cantante español de hip hop y rap. Ignoraba que el hip hop o el rap fuesen géneros literarios, pero se conoce que ya han alcanzado ese privilegiado estatus. Antes también de ver pasar mirones impecunes durante una hora y media, me da dos besos mi sobrina Laura, sonriente y con toda la belleza de una adolescencia dorada, que ha venido a escudriñar libros con unas amigas, y me estrecha la mano Víctor M. Díez, el excelente poeta leonés, cuya trayectoria literaria sigo desde antes de que, en 2004, lo antologara en Poesía pasión. Doce jóvenes poetas españoles. Víctor también ha dado a la luz su último poemario en Varasek, esa insólita editorial que publica libros de viaje y libros de poesía. El rato con Alberto, pese a la escasez de compradores, es agradable. Hablamos, claro, de Inglaterra. Su visión es más amable que la mía, aunque reconoce que el país ha cambiado mucho —a peor: ahora es más áspero y más mercantilista, aunque mercantilista lo ha sido siempre: "Un país de tenderos", decía Napoleón— desde que él lo conociera, en los primeros 70. Nos despedimos por fin y, antes de volver al hotel a recuperarme de la excitación/pesadumbre del día, vuelvo a acercarme a la caseta de Bartleby, con la esperanza de saludar a Pepo. Allí está hoy, en efecto, pero tan atareado vendiendo libros a varias clientas que apenas podemos intercambiar unas palabras. Lo dejo enfrascado en la labor, y me retiro a descansar. A la mañana siguiente, ya solo me queda presentar el núm. 7 de la revista Suroeste, que coeditan la Editora Regional de Extremadura y la Fundación Godofredo Ortega Muñoz. Llego al Retiro hacia las 11, sobrado de tiempo, y decido esperar hasta la hora del acto en una agradable terraza cubierta, de aire colonial, con ventiladores lentos en el techo, que, además, está fastuosamente vacía. Pido una cerveza y desenfundo el libro que estoy leyendo, pero, antes de que pueda siquiera empezar a disfrutar de ambos, el lugar se transforma: en apenas diez minutos, todas las mesas se ocupan, hasta la que está pegada a la mía, en la que me piden permiso para sentarse dos mujeres que, en cuanto lo hacen, prorrumpen en una charla inacabable, de cuyos detalles, por nimios que sean, no puedo evitar enterarme. Por si la batahola vecinal no fuera suficiente, en varias meses se han puesto a fumar. Le pregunto a la camarera —una joven que riñe a la gente por entrar en la terraza por donde no debe y por pedir consumiciones que lleva diciendo meses que no se sirven: tics descorteses de los establecimientos masificados y sin competencia— si alĺí está permitido fumar, y me contesta secamente que sí. Pongo de inmediato pies en polvorosa y acudo ya, de nuevo, al pabellón de Portugal, a donde no tardan en llegar Antonio Sáez, director de Suroeste, y Javier Rioyo, director del Instituto Cervantes de Lisboa, que participarán conmigo en la presentación. Esta vez, ante el numeroso público presente —entre el que reconozco a Javier Pérez Walias, Pureza Canelo y Javier Lostalé—, no descuajo ningún micrófono, pero Javier Rioyo me llama "tocayo".
Cuánta energía verbal, Eduardo, tus dedos debían de golpear fuerte las teclas o la tinta salir con derroche mientras escribías. Y qué enfadado, qué malhumor, qué infierno todo cuando el calor no es soportable...Pero qué risas cómplices de malicia con las caricaturas de la gente(el mantecoso, la anoréxica, el sarcófago, el pollo). ¡Qué carcajadas con las "cosas vivas" (los pelos, el bolso, el micrófono, la muñequera).
ResponderEliminarEstá claro que lo de firmar libros es una prueba que muchos escritores vivís con inquietud (no sé si es la palabra adecuada), sobre todo en una feria tan inhóspita para la poesía como debe de ser la de Madrid (debe de serlo tanto como el aeropuerto de tu poema). "Muerte y amapolas en Alexandra Avenue"es un libro maravilloso para maravillosos lectores, que leen en lugares recónditos y no necesitan firma que rescate su lectura del anonimato: autor y lector se conocen y reconocen en las palabras compartidas (suena muy ñoño y muy qué sé yo pero se parece a algo así).
Abrazos.
Ufff, me dejas desasosegada. Qué derroche de situaciones, personajes, sensaciones.Tus entradas siempre son un reto. Un placer leerte, como siempre.
ResponderEliminarAbrazo grande.
Aunque ahora que lo pienso y me distancio de mi papel de lectora, el encuentro luminoso entre el lector y la palabra enviada no es reversible para el escritor si no es por la noticia de esa luz. Llegue de un modo u otro, en feria inhóspita u hospitalaria, será un gesto que exonerará (fugazmente),ahora sí, a ambos de la nada. Qué pesada me pongo...
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