miércoles, 7 de junio de 2017

Ultimate fighting: el reino del terror

Asisto con estupor a los combates de ultimate fighting que retransmite por las noches la cadena privada de televisión Gol. Una vez, zapeando, di con el programa, y ya no he podido desengancharme: estoy preso de él, por una suerte de siniestra fascinación, como lo estaba a las ruedas de prensa que daba o a los programas de Tele 5, en la piscina, que protagonizaba Jesús Gil y Gil, a quien Dios tenga en su gloria. El ultimate fighting (algo así como "combate extremo" o "pelea total") es una suma de todas las artes marciales conocidas: el boxeo, el judo, el muay thai, el karate, la capoeira, la lucha grecorromana, el jiu-jitsu (con su terrible modalidad brasileña) y el sambo, entre otras formas menos difundidas de arrancarle la cabeza al contrincante. La brutalidad de los combates espeluzna: se enfrentan dos sujetos, que combaten por peso (hay desde el paja, que no tiene nada que ver con la masturbación, hasta el pesado, para individuos de hasta 120 kg) y que suelen reunir las siguientes características: tienen músculos hasta en las pestañas, están llenos de tatuajes y lucen la expresión de un mandril cuando ve que otro mandril se acerca a su mandrila; en resumen, acojonan. (Algunos, los menos, parecen lejos de sus mejores años: acarrean barrigón cervecero, melenas descontroladas y bíceps fofos. Saben que nunca volverán a ganar un combate, pero se muestran incapaces de renunciar a la perversa diversión de un buen intercambio de tortazos). La mayoría, sobre todo si llevan años en el oficio, exhiben las cicatrices que le son propias: narices aplastadas, orejas como alcachofas, deformaciones craneales y una mirada en la que se junta el odio por los golpes recibidos y un indisimulado deseo de matar. Muchos acompañan estos inquietantes rasgos con aditamentos singulares que aumentan el terror que inspiran: crestas cheroquis, de bonitos colores, cabezas rapadas y tatuajes, muchos tatuajes, que, cuando pueden descifrarse, ponderan su capacidad asesina o proclaman la grandeza de Dios. Porque, curiosamente, muchos de estos peleadores así se les llama en la jerga profesional son fervorosos creyentes y, cuando ganan, manifiestan con gestos o palabras su agradecimiento al Altísimo (cuando pierden, no dicen nada, si aún están inconscientes; si siguen despiertos, es de suponer que le agradecerán también haber sobrevivido a la paliza y que les haya dado la oportunidad de sobreponerse a la derrota: un buen cristiano siempre encuentra razones para darle las gracias al Todopoderoso). En cualquier caso, el precepto judeo-cristiano que no cumplen nunca es el de poner la otra mejilla: no lo hacen jamás, al menos voluntariamente, y, por el contrario, siempre persiguen la mejilla del rival, que, a su vez, no parece dispuesto a prestarla a ninguna manipulación. Contra lo que uno podría creer, a la vista de los encarnizados enfrentamientos que se producen, en el ultimate fighting no vale todo. De hecho, la lista de lo que no puede hacerse es muy larga, aunque también reveladora, a sensu contrario, de las barrabasadas que caben en el octógono. Por ejemplo, no está permitido morder, dar cabezazos, ni presionar los ojos, ni introducir dedos (u otros apéndices, es de suponer) en los orificios del cuerpo del oponente, ni patear, dar rodillazos o pisar la cabeza o el cuello del adversario cuando está en el suelo (aunque se le puede seguir dando puñetazos con toda brutalidad), ni golpear con la punta del codo en sentido descendente (se entiende: la punta del codo es lo más parecido que tiene el cuerpo a una garrocha), ni agarrar del pelo, cuando lo tienen (ni siquiera en los combates de mujeres, que también los hay, y no menos despiadados que los de los hombres), ni lanzar al contrincante fuera de la jaula (lo que podría causarle un estropicio, y también al respetable); tampoco se le puede escupir, ni utilizar un lenguaje ofensivo: no es educado. Llamativamente, ninguna norma impide atacar, con toda la saña que uno quiera, los órganos genitales del rival, y, de hecho, en los combates suelen verse patadas o rodillazos escalofriantes en la entrepierna, que, si no acaban con la víctima en el hospital, con estallido testicular, es gracias a la coquilla, esa bienaventurada protección sin la cual no se deja subir a los peleadores al ring. Dos elementos más ayudan a atemperar el salvajismo de este no sé si llamar deporte: los árbitros y la duración de los combates. Los primeros, a menudo expeleadores, suelen ser tan voluminosos como los propios contendientes. Y deben serlo, porque, de otro modo, peligraría la vida de estos. Cuando uno ha sido derribado y está inconsciente o casi, y el otro se sienta encima de él para triturarle la cabeza a guantazos, la única forma que tiene el árbitro de frenarlo es lanzarse sobre él y apartarlo del caído. Si no pesaran lo que pesan, saldrían rebotados, y el noqueador haría picadillo al noqueado. Los combates, por su parte, no pueden durar más de cinco asaltos, de cinco minutos cada uno, aunque la mayoría sean solo a tres rounds. Se entiende que una duración mayor es rigurosamente inhumana. No obstante, algunos combates apenas duran unos pocos segundos. El récord lo ostenta Mike Garrow, que en 2014 tumbó a un tal Sam, peleador independiente, en un segundo: el árbitro dio la señal de inicio, ambos se acercaron al centro del octógono y Mike, con la naturalidad de quien le tiende la mano a un desconocido, le propinó una patada en la boca que dejó al pobre Sam que, todo hay que decirlo, era un alfeñique tendido en la lona y reclamando urgente atención médica. Pero hay casos más notorios y recientes. Hace poco lucharon el brasileño José Aldo (en Brasil hay una rica tradición de luchadores de todos los estilos) y el irlandés Conor McGregor por el campeonato del peso pluma. Era impresionante ver la concentración de Aldo, que saltó a la arena como un gallo de corral, sin dejar de moverse (ni siquiera cuando, antes del combate, le llenaban la cara de vaselina), golpeando espasmódicamente al aire, y sin levantar la vista del suelo (tampoco cuando el árbitro los llamó a ambos al centro de la jaula para darles las instrucciones antes del combate). Pues bien: sonó el ring, Aldo, impulsado por su insuperable nivel de concentración, se fue a por McGregor, y McGregor lo fulminó con un jab de izquierda. Trece segundos duró la cosa: los necesarios para el derribo y tres o cuatro más que, como Aldo aún no estaba muerto, McGregor aprovechó para martillearle la cabeza en el suelo, hasta que el arbitro lo apartó a empellones del muy concentrado carioca. La imagen del golpe, como de casi todos los golpes definitivos, estremece: las ondas que produce en la cabeza del receptor le recorren la cara, desde la barbilla hasta la raíz del pelo, como el oleaje de un maremoto; toda la estructura craneal retumba como una campana percutida por el badajo; el sudor y, en su caso, la sangre se esparcen en derredor, hasta a veces las primeras filas del público, como una explosión; y, en el cerebro, miles de neuronas son aniquiladas. No es extraño que, con unos cuantos de estos impactos, los peleadores se queden pronto como Perico Fernández. Yo, la verdad, prefiero estos finales inmediatos, pero no por la espectacularidad del KO, sino porque abrevian el sufrimiento. De otro modo, las peleas son una agobiante sucesión de ganchos, puntapiés, codazos, luxaciones, intentos de estrangulamiento y toda suerte de artes destinadas a masacrar al que se tiene delante. Me sobrecoge el peso de la testosterona en el comportamiento de los hombres (y de las mujeres) y la necesidad que sienten algunas personas de darse a la violencia, aunque sea una violencia regulada como esta. En lugar de leer libros, de ir al cine y al teatro, de estudiar, de trabajar honradamente, de amar, muchos jóvenes (y no tan jóvenes) del mundo prefieren dedicarse a dar golpes (y a recibirlos). Es una imbecilidad más, en un mundo en el que abundan las imbecilidades. Pero yo también participo de ella si la sigo o la comento, como estoy haciendo ahora. Valga en mi descargo que, si consigo despertarme de la hipnosis en la que suelo caer, apago siempre el televisor.

2 comentarios:

  1. Una entrada espeluznante nos ofreces hoy, Eduardo. Como siempre que las leo, algo propio se "déclanche" inmediatamente: en este caso me viene la imagen de mi sobrino abducido por un programa de hace años llamado -creo- Pressing Catch, en el que unos luchadores normalmente melenudos fingían masacrarse con todo tipo de golpes y acrobacias ridículas a mis ojos.
    No he visto nunca esa emisión que te hipnotiza pero, por lo que cuentas, en ella no hay fingimiento alguno, cosa que me impediría mirar la pantalla más de lo que duran dos de esos codazos. En cambio, me he divertido (de lo lindo) vicariamente a través de tu descripción minuciosa, hiperbólica -espero- y un pelín masoquista.
    Teniendo en cuenta que no se te escapa detalle en tus retratos de la vida y milagros del mundo, me pregunto si la indumentaria de estos sujetos no tendrá nada de llamativo , pues yo me los imagino ataviados con calzón ceñido en tejido brillante para marcar paquete (coquilla incluida) o maillot multicolor ajustado con tirantes. ¿De veras vestían como deportistas discretos? La duda me consume.

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  2. ¡Qué pasada!Me lo he pasado a lo grande. Aplausos.

    Blanca.

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