viernes, 1 de septiembre de 2017

En Soria: Expoesía (y II)

En la plazuela donde se han instalado los puestos de las editoriales que participan en la Feria, saludo a Pepo Paz, de Bartleby, viejo amigo ya y uno de mis más antiguos editores, cuya melena es más frondosa cada vez que lo veo; a María Fuentes, responsable de la oficina en España de Vaso Roto, donde han aparecido mis dos últimos poemarios, Insumisión y Muerte y amapolas en Alexandra Avenue; y también a otros editores con los que mantengo relaciones cordiales, como  Chema de la Quintana, de Amargord, donde publiqué hace tres años El corazón, la nada (antología poética 1994-2014), y al que le compro la poesía completa del boliviano Jaime Sáenz, o Agustín Sánchez Antequera, de El Sastre de Apollinaire, un sello reciente y audaz. Me asomo, asimismo, al stand de Huerga & Fierro y a varios de sellos públicos, sorianos y castellanos, trufados de libros interesantes de autores y asuntos locales (aunque escasos de información: cuando le pregunto a la señorita que atiende uno de ellos de qué administración depende, no sabe responderme). Uno de mis principales placeres, cuando visito una capital de provincia o alguna localidad pequeña, es husmear en esas colecciones municipales, que apenas se distribuyen y que solo un milagro puede hacer que lleguen a los lugares donde uno vive. Suelen contener títulos fascinantes, y algunas de las mejores joyas de mi biblioteca han salido de estos plúteos apartados y normalmente cubiertos de polvo. Aunque en estos festivales, donde se amalgaman los descubrimientos literarios y las servidumbres comerciales, uno también encuentra disparates como el que veo en uno de los tableros: un libro de Elvira Sastre una de esas adolescentes que han expelidos ripios de adolescencia en las redes sociales, ahora transmutada en poeta de papel, publicado por Visor, con prólogo de Joan Margarit y una faja publicitaria en la que Benjamín Prado grita: "La poeta que la literatura española llevaba tiempo reclamando a gritos". Visor, Margarit, Prado: una tríada escalofriante, pero muy representativa. Tras el repaso de los puestos, me he citado con Antonio Reseco e Hilario Jiménez a la entrada de la Dehesa, y allí voy a encontrarme con ellos. Ambos son extremeños, pero Hilario está casado con una soriana y pasa largas temporadas en la ciudad, y Antonio y su familia, viejos amigos suyos, suelen acompañarlos algunos días en vacaciones. Ahora, guiados por el magisterio de Hilario, hacemos todos juntos un recorrido por la ciudad. En la iglesia de Santo Domingo, románica, muy cerca del Instituto Antonio Machado en el que Hilario me señala la ventana de la clase donde profesaba el poeta, se entierran los miembros de la familia Marichalar, y muy cerca también se encuentra el palacio de la familia, donde residen cuando están vivos. Este es, pues, territorio de Jaime, aquel apolíneo aristócrata, caballero Divisero Hijodalgo del Ilustre Solar de Tejada, entre muchos otros títulos nobiliarios igual de enigmáticos, que dado dos hijos a la familia real española, Froilán y Federica, y muchas horas de solaz al pueblo español, gracias a su preclara inteligencia, la sobriedad de sus hábitos y su estilismo rompedor. En Soria abundan las iglesias. Otra muy destacada, y hermosísima, es la de San Juan de Rabanera, del s. XII, a la que se adosó, a principios del XX, la portada de la iglesia de San Nicolás, también situada en la ciudad, que amenazaba ruina. Un tercer templo, de mucho interés para los letraheridos, es Nuestra Señora del Espino, en cuya plaza se alza el olmo seco al que cantara Machado o, al menos, eso asegura Hilario y, un poco más allá, el cementerio en el que descansa Leonor, la adolescente con la que se casó y que murió, solo tres años después, de tuberculosis. El olmo, ciertamente, está sequísimo; tanto que ha habido que apuntalarlo con fibra de vidrio, cuyos gruesos grumos taracean el tronco y las ramas, con resultado ambivalente: de naturaleza atravesada, travestida; de formas vegetales pero también pétreas, como un fósil o una instalación conceptual. Junto al árbol, como era de esperar, el poema de Machado:  "Al olmo viejo, hendido por el rayo / y en su mitad podrido, / con las lluvias de abril y el sol de mayo / algunas hojas verdes le han salido. // ¡El olmo centenario en la colina / que lame el Duero! Un musgo amarillento / le mancha la corteza blanquecina / al tronco carcomido y polvoriento...". (Machado siempre me ha parecido un poeta polvoriento, pero es un gran poeta polvoriento). De regreso al centro, pasamos por delante de la librería Las Heras, que conserva aún algunas leyendas y parte del escaparate tal como eran en tiempos de Machado y Gerardo Diego, y encima de la cual tiene un piso Fernando Sánchez Dragó, otro escritor estrechamente vinculado a la ciudad (y que, pese a su mucho postureo y mojiganga, sigue siendo el autor del fastuoso Gárgoris y Habidis, por el que siempre merecerá admiración). Muy cerca, Hilario nos señala la pensión en la que se alojaban Gustavo Adolfo Bécquer y su hermano, y otro piso de escritor, este perteneciente a Javier Marías, que, no obstante, decidió abandonar hace cinco años la ciudad. La razón fue, según expuso el propio Marías en un artículo publicado en El País Semanal, el ruido insoportable que se había enseñoreado de Soria: obras interminables, festejos no menos interminables, estruendo de bares y terrazas... Comparto la detestación de Marías por el ruido, pero me llama la atención que lo critique por las mismas razones por las que a otros el tabaco nos resulta insoportable porque invade nuestro espacio sin nuestro consentimiento, y nos perjudica-, pero que, en cambio, no las considere aplicables al tabaco, más aún, que defienda tanto el derecho a llenar de humo a los demás como a que no lo llenen de ruido a él. Debajo de ese piso desocupado, y probablemente en una de las terrazas que odiaba el autor de Todas las almas, The Red Lion, charlamos (pero bajito) Antonio, Hilario y yo hasta las dos de la madrugada: de literatura, claro; de la Editora Regional de Extremadura y los muchos problemas a los que se enfrenta; de lo que escriben las mujeres; de las rarezas y las conductas incomprensibles de algunos escritores que conocemos; de cómo algunos libros que nos marcaron hace años, se nos caen de las manos cuando volvemos a ellos; y hasta de la independencia de Cataluña. Vuelvo al hotel agotado pero feliz. Reparo en que mi habitación se llama "Noche castellana" en este hostal todos los cuartos están bautizados y rezo con fervor por que no sea toledana: me hago mayor, y la alteración de los hábitos del sueño trasnoches, alcohol, controversias me afecta cada vez más. Por fortuna, no lo es. A la mañana siguiente, quiero aprovechar las horas de que dispongo antes de la lectura de poemas al mediodía, para ver lo que aún no conozco de la ciudad. Enfilo, pues, la calle de la Zapatería y contemplo, sucesivamente, en una verdadera orgía monástica, el convento del Carmen, fundado en 1581 por Santa Teresa de Jesús; la iglesia de San Nicolás, esa de la que se rescató la portada para instalarla en la de San Juan de Rabanera, y que, en efecto, acabó desplomándose (por una vez, las autoridades fueron previsoras); la concatedral de San Pedro, del s. XII, con su bella portada plateresca; y el convento agustino de Nuestra Señora de Gracia, también en ruinas, en la margen derecha del Duero, en el que residió seis meses, como lector de Gramática, fray Luis de León. Los grandes escritores siguen acumulándose en la historia de esta pequeña ciudad. Por desgracia, no puedo visitar el monasterio que más me apetecía conocer: el de San Juan de Duero, en la margen izquierda, fundado por la Orden militar de los Hospitalarios de San Juan de Jerusalén, o caballeros sanjuanistas, en la primera mitad del siglo XI, con su claustro de esquinas achaflanadas, basamentos corridos, columnas de doble o cuádruple fuste y arcos túmidos, y sin techumbre, dejado a una intemperie luminosamente azul. Es lunes y el monasterio está cerrado. Maldigo el descanso semanal, y a continuación me maldigo por maldecirlo: el descanso semanal es de todos. Por ambas riberas del río, y por las calles que conducen hasta él, me cruzo con corredores y gente que camina deprisa, como Rajoy. De vuelta en la plaza Mayor, considero que aún tengo tiempo para visitar la exposición sobre el exilio literario español en la revista Papeles de Son Armadans, una de las mejores aportaciones de Camilo José Cela a la literatura española del s. XX, que alberga el antiguo Palacio de la Audiencia, que también fue cárcel, pero que hoy se ha redimido en forma de centro cultural. Sin embargo, la exposición no abre al público hasta el mediodía, cuando mi lectura es a las 12.30 h. Otra cosa, pues, de la que no puedo disfrutar. (La campana de este edificio, por cierto, aparece en el hermoso poema "Soria fría, Soria pura", de Campos de Castilla: "¡Soria fría! La campana / de la Audiencia da la una. / Soria, ciudad castellana / ¡tan bella! bajo la luna"). Me precede en la lectura en la Dehesa Isla Correyero, autora del estupendo Diario de una enfermera y de la no menos interesante antología Feroces, publicada por DVD ediciones, a la que traté bastante hace años, y a la que llegué a acoger en mi casa en alguna ocasión, pero con la que, por causas que ya no recuerdo (y que seguramente no valga la pena recordar), perdí el contacto. Hoy ni me habla ni me mira. La lectura que doy resulta accidentada: me suena el móvil cuando estoy leyendo (porque se me ha olvidado apagarlo; si lo hubiera apagado, no me habría llamado nadie); me acometen varias moscas pertinaces, empeñadas en que me aturulle; y se cae el panel publicitario de Vaso Roto que María ha desplegado a mi espalda, por suerte no encima de mí. Me esfuerzo por que los versos salgan incólumes de tanto percance. Si la poesía no es lo suficientemente impura, es decir, porosa, flexible, humana, como para resistir a estos pequeños contratiempos, no la tengo por poesía. Luego de la lectura, Antonio, Hilario y yo hacemos el aperitivo en una de las terrazas de la plaza de San Clemente. Llevamos un buen rato hablando cuando una mujer, que ha estado sentada en la mesa vecina, se levanta y se dirige a mí. Como ha oído que somos escritores, quiere que le recomiende editoriales donde publicar poesía y que lea un poema suyo, que escribió dice cuando era adolescente, y le dé mi opinión. Me sobrepongo al estupor que me anega, cojo el papel manuscrito (Hilario me dirá luego que de escrito en la adolescencia, nada: él la ha visto garabatearlo; claro: ¿quién va a llevar en el bolso, hasta los cuarenta años, un poema pergeñado a los quince?), compruebo que es una bazofia y se lo devuelvo con una vaga sonrisa y una no menos vaga observación sobre su originalidad y la necesidad de seguir trabajando. No sé si contenta porque haya leído una muestra de su obra inmortal, o disgustada por lo que le he dicho, la mujer se disculpa por la intromisión y desaparece. Y Antonio, Hilario y yo nos maravillamos de que la vanidad humana, esto es, la necesidad de que nos aplaudan y reconozcan, para resarcirnos de nuestras carencias y nuestra insignificancia, sea tan poderosa como para asaltar a un grupo de desconocidos y pedirles que sacrifiquen su tiempo y su atención para que nuestra fatuidad se vea recompensada. Pero el destino siempre acaba equilibrando las cosas: al día siguiente, el taxista que me devuelve a Madrid pone todo el viaje música clásica. No es Cristóbal, claro.

5 comentarios:

  1. Un paseo y un fin de noche muy agradable. Además, una feliz coincidencia el que pudiéramos encontrarnos allí. A mí Soria me pareció una ciudad muy tranquila, aunque no cartuja. Pero, bueno, ya que Marías no estaba en la plaza aquel día, pudimos hablar de letras, letraheridos y letrahirientes hasta horas de las que, supongo, mi hijo se reirá dentro de poco pero que, también para mí, fueron altas.

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  2. Lo primero que viene a mi cabeza son las caras atentas y ojipláticas de los alumnos al conocer la relación amorosa entre el poeta y Leonor. Después, el silencio en el aula cuando leemos el poema del olmo o el que dirige a su amigo para que lleve flores al Espino en primavera ("Con los primeros lirios/y las primeras rosas de las huertas,/ en una tarde azul, sube al Espino,/al alto Espino donde está su tierra...").

    "Polvoriento" habla de tristeza y grisura pero también del camino y su sedimento; se me parece este adjetivo a ese árbol apuntalado con fibra de vidrio: muerto y, sin embargo, contumaz en dejar rastro.

    A Javier Marías yo le perdono casi cualquier cosa, también a la aprendiz de poeta; a saber cuántos años habrá pasado armándose de valor para arrimarse a la mesa, cuántas veces se habrá frustrado ese intento, en cuántas ocasiones la inseguridad la habrá achicado, la de vueltas en su cabeza que habrá dado a esa vaga sonrisa...

    P. D. Una palabra nueva.

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    1. Lo que más me ha impactado es tu reflexión sobre la poesía.Y, es que es así;sabe mezclarse en nuestro mundo, y aún así, salir airosa.Otra cosa: Cristóbal, tenía su gracia.

      Un abrazo grande.

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  3. Flaco favor el que hacen Prado, Visor y cía (entiéndase como editoriales, "expertos literatos", medios de comunicación...) con E.S a la poesía con el globo mediático que han montado no ya con ella, sino con una camarilla de poetas o neopoetas (sic) que han convertido sus versos en un bosque que solapa una mediocridad un tanto astringente. La cruz, con Cristóbal.

    Salut.

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  4. Curiosamente el poema reproducido en placa ante el olmo seco gana una sílaba en el verso 10. El olmo mengua y el verso crece, podría decirse, mostrando un impropio dodecasílabo donde el maestro polvoriento, humilde, contara modestamente once. No sé si se lo han hecho saber al Ayuntamiento. Saludos.

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