Frente a una concepción laxa, improvisada –fluyente o ramificante–, de la creación poética –esa que lleva a muchos autores a escribir poemas en diferentes momentos y situaciones de la vida, tal como se les aparecen, y a agavillarlos luego, con algo de la pesantez recolectora del vendimiador, en un objeto llamado libro–, otra forma de pensar –y de hacer– la poesía pasa por espolearla a partir de un motivo: por forzarse a elucubrar, líricamente, sobre una realidad sentida o imaginada, sobre un eje que dé sentido y organización al temblor de nuestra conciencia. Esa violencia ejercida sobre la propia sensibilidad no desvirtúa el poema: lo alienta, lo empuja, lo moldea, como en un alumbramiento. Más aún: lo ilumina con un plus de inteligencia. El impulso teleológico lo cartografía con minucia, lo muscula con una entereza sistemática, y lo arroja a la contemplación del mundo signado por un emblema o una obsesión. El de Fiebre y compasión de los metales, el sexto poemario de Mª Ángeles Pérez López (Valladolid, 1967), son esos metales inclementes del título, que representan la violencia y el dolor de la realidad, pero que, en un proceso de proyección o transubstanciación, mudan en carne, en ser; esos objetos inanimados que, dañando la vida, desembocan en la vida; esas superficies tajantes que se acoplan, hendiéndolo o acorazándolo, al cuerpo fragilísimo de los hombres y le inspiran un nuevo dinamismo, una andadura más honda o menos pesarosa. Por eso, quizá, abundan las personificaciones, que insuflan latido a lo carente de corazón: las tijeras sueñan y lloran, las raíces se remojan los tobillos, nada el sol. En los metales de esta fiebre y compasión se funden lo orgánico y lo inorgánico, lo que hiere y lo que restaña, y el resultado es una nueva percepción de lo que ocurre alrededor –y dentro– de nosotros, una comprensión distinta de la ferocidad y la apacibilidad inextricables del mundo. El bisturí, por ejemplo, nos conduce al “corte limpísimo [en el que] florece / el polen que envenenan las avispas” y “recorta el corazón / de la página blanca del poema, / la sábana que tapa el cuerpo del enfermo”. El acoplamiento de violencia y sanación –la forma que adopta la redención en la Tierra– es permanente en los poemas, metáfora de las dolientes paradojas que asaltan el desempeño moral de los hombres, como paradójicas son muchas de las imágenes –“sangrar oscuridad”– con las que se intenta reproducir ese disenso. Constante es también la trabazón de realidad y palabra, de poesía y ser: su mutua fecundación es otro símbolo de la concordia perseguida. El lenguaje se interpone, se aparea con los metales: el vínculo entre el espíritu y estos, protagonistas de su transformación o su muerte, aparece tamizado por las palabras que los dicen, por los versos que fotografían sus estocadas y sus laceraciones. Ambos ejes vuelven a confluir en “El yunque”, donde “golpea su herradura / la pata dolorida del caballo / como golpea el martillo en las palabras”; y en “Canción de acero”: “El hacha silba su canción de acero / y amputa la memoria, el silabario, / la mano en que se escriben las palabras. / Caen los dedos como vocales de aire…”. Por eso, frente al proceder inmisericorde de los metales, la poeta reclama compasión. Así lo hace, explícitamente, en la última estrofa de “Correas”, y así se desprende de muchos otros pasajes de sus poemas: una piedad que es la esencia misma de lo humano; una clemencia que supone una jaculatoria ética frente a la miseria que nos rodea.
El dolor comparece obsesivamente en Fiebre y compasión de los metales, un dolor que es símbolo del malestar, la enfermedad y la muerte. Sabemos del insomnio, de las heridas, de las cicatrices y las llagas, del “enfisema que es vivir”, de las agujas y “los guantes quirúrgicos de látex”, de la asfixia y el óxido. El lenguaje, transportado por su propia fruición descriptiva, y adentrándose en el terreno de las jergas científicas para capturar el significante menos impreciso, más corporal, se vuelve bioquímico, y entonces leemos que “combustiona el anhídrido carbónico”, o que estalla la testosterona en el amor, o que la morfina viaja en las lágrimas, o que el orín y el amoníaco son emanaciones de la muerte, entre muchas otras especificaciones técnicas.
El dolor comparece obsesivamente en Fiebre y compasión de los metales, un dolor que es símbolo del malestar, la enfermedad y la muerte. Sabemos del insomnio, de las heridas, de las cicatrices y las llagas, del “enfisema que es vivir”, de las agujas y “los guantes quirúrgicos de látex”, de la asfixia y el óxido. El lenguaje, transportado por su propia fruición descriptiva, y adentrándose en el terreno de las jergas científicas para capturar el significante menos impreciso, más corporal, se vuelve bioquímico, y entonces leemos que “combustiona el anhídrido carbónico”, o que estalla la testosterona en el amor, o que la morfina viaja en las lágrimas, o que el orín y el amoníaco son emanaciones de la muerte, entre muchas otras especificaciones técnicas.
Pero los metales no solo aluden a los conflictos existenciales del individuo. Obedeciendo a la preocupación social de la autora, acreditada en sus poemarios y plaquettes anteriores, también alegorizan las quebraduras colectivas, las injusticias que rebasan lo interior de las personas, para configurarse en cilicios de todos, en cortapisas que empequeñecen a la tribu. María Ángeles Pérez López habla con naturalidad y pasión de las tijeras que han rapado a los huérfanos, de los mendigos que rebuscan un lacónico condumio entre los despojos, de la valla levantada en Melilla para proteger a los españoles de la negritud impecune y cuyas cuchillas siegan dedos y fracturan falanges, del asesinato de los ríos (“el agua envenenada de mercurio / baja también como si fuera un cuerpo, / una arteria agostada en su toxina…”) y de las piedras con la que los palestinos defienden su dignidad ante los merkava israelíes: “Hay en su corazón un alto pájaro…”.
La reivindicación de causas justas –poética, no ideológica– se alía, en Fiebre y compasión de los metales, con una simultánea reivindicación de la cotidianidad. Los objetos pequeños y en apariencia insignificantes concurren con los motivos trascendentes para la configuración de los poemas. Se trata de otro de los rasgos singulares de la poesía de María Ángeles Pérez López, siempre atenta a esa epopeya de las pequeñas cosas en la que se plasma una mirada meticulosa y perseverante, preocupada por que la grandeza –y la emoción– surjan del detalle veraz y no de la elocuencia, tan próxima de continuo a la impostación. Y esas pequeñas cosas son desde un alfiler hasta las escaleras mecánicas de una estación de metro, en las que se distinguen “pegotones / de chicle (…) [y] emoticonos”, aunque la suya no sea una poesía exclusivamente urbana, sino también imbuida de un sentido totalizante, que incluye la imagen agrícola y el espacio natural. La plasticidad con que retrata los sucesos diarios los redime de la banalidad y la chatura. Los objetos de los poemas son siempre objetos dolorosamente visibles, próximos al altorrelieve, pero también algo más que objetos: son arquetipos de la materia, ideas a las que se ha prestado cuerpo. Esa corporalidad tan propia de la poesía de María Ángeles Pérez López –que le otorgan la espesura sensual y la reciedumbre sonora de sus opciones semánticas y su aliento rítmico– se refleja en todo el poemario, pero se adensa en pasajes señalados, como la estrofa inicial de “Ronquera”: “Descascarilla el día su ronquera. / Quien masticara estopa desgarrada, / papel de estraza en que se envuelve el día / como se envuelve en lana el animal, / conoce las palabras en penumbra, / los huesos desgajados del sonido”. A ella contribuyen también algunos recursos retóricos que fomentan el hervor y la música, como la sinestesia –“el bullicio de la luz”, “los huesos del sonido”–; la aliteración, presente, entre otros poemas, en “El yunque”: “las crines del caballo (…) / son raudo remolino encabritado. / Las palabras (…) piden ser viento / que arrase los paisajes de la usura, / (…) respingo que celebra en su osadía / la roja ceremonia de vivir”; o las enumeraciones, que se aprietan, borgiana o nerudianamente, para dar amplitud y prisa al discurso: “Hay en ella arrecifes, elefantes, / caminos y escaleras, soliloquios, / las circunvoluciones, el destino, / el álgebra, la luz de las estrellas, / el abrazo de Abel y de Caín”. La luz baña el conjunto, en una persecución porfiada de una claridad que atenúe las asperezas de lo narrado: de lo denunciado. En ese afán por lo diáfano, que acaba convirtiéndose en omnipresencia, se reconoce el ascendiente de Claudio Rodríguez, uno de los poetas tutelares de la poeta, al que dedica dos poemas de los veintisiete que componen este no muy extenso libro: la claridad toca todos los cuerpos, o camina a su estallido, o la beben las garzas blancas, y uno no puede dejar de recordar el prodigioso inicio de Don de la ebriedad, tan lleno de luz como este Fiebre y compasión de los metales: “Siempre la claridad viene del cielo; / es un don…”. Todo el poemario es, de hecho, un diálogo con otros poetas, que se refleja en los homenajes y las complicidades que lo recorren, y que la propia María Ángeles Pérez López reconoce en el epílogo, “Por el lado sin filo”. En él aparecen, entre muchos otros, el citado Claudio Rodríguez junto a San Juan de la Cruz, Alejandra Pizarnik, Agustín Fernández Mallo, Tomás Sánchez Santiago o Juan Carlos Mestre, autor, además, del prólogo del volumen: autores todos (incluido Juan de Yepes) de estirpe imaginativa o experimental, vanguardista o antifigurativa –o, al menos, contraria al figurativismo monolítico con el que se ha querido domeñar la palabra y homogeneizar, es decir, desactivar, el pensamiento.
Importa subrayar que el empuje inquisitivo e hímnico de María Ángeles Pérez López encuentra el cauce acostumbrado del endecasílabo blanco. Y digo “acostumbrado”, porque ya lo ha empleado con frecuencia en sus entregas precedentes. La soltura y, a la vez, la enjundia con que maneja este verso clásico, fundamental en la historia de nuestra literatura, tiene escaso o ningún parangón entre los autores de su generación. Predomina el endecasílabo melódico; el sáfico, en cambio, es infrecuente. Los encabalgamientos, constantes, empujan la dicción hasta su remate, que no suele revestirse de la dureza del epifonema, sino de la suavidad de los finales abiertos, aptos para la evocación, el vagabundeo y el eco.
La reivindicación de causas justas –poética, no ideológica– se alía, en Fiebre y compasión de los metales, con una simultánea reivindicación de la cotidianidad. Los objetos pequeños y en apariencia insignificantes concurren con los motivos trascendentes para la configuración de los poemas. Se trata de otro de los rasgos singulares de la poesía de María Ángeles Pérez López, siempre atenta a esa epopeya de las pequeñas cosas en la que se plasma una mirada meticulosa y perseverante, preocupada por que la grandeza –y la emoción– surjan del detalle veraz y no de la elocuencia, tan próxima de continuo a la impostación. Y esas pequeñas cosas son desde un alfiler hasta las escaleras mecánicas de una estación de metro, en las que se distinguen “pegotones / de chicle (…) [y] emoticonos”, aunque la suya no sea una poesía exclusivamente urbana, sino también imbuida de un sentido totalizante, que incluye la imagen agrícola y el espacio natural. La plasticidad con que retrata los sucesos diarios los redime de la banalidad y la chatura. Los objetos de los poemas son siempre objetos dolorosamente visibles, próximos al altorrelieve, pero también algo más que objetos: son arquetipos de la materia, ideas a las que se ha prestado cuerpo. Esa corporalidad tan propia de la poesía de María Ángeles Pérez López –que le otorgan la espesura sensual y la reciedumbre sonora de sus opciones semánticas y su aliento rítmico– se refleja en todo el poemario, pero se adensa en pasajes señalados, como la estrofa inicial de “Ronquera”: “Descascarilla el día su ronquera. / Quien masticara estopa desgarrada, / papel de estraza en que se envuelve el día / como se envuelve en lana el animal, / conoce las palabras en penumbra, / los huesos desgajados del sonido”. A ella contribuyen también algunos recursos retóricos que fomentan el hervor y la música, como la sinestesia –“el bullicio de la luz”, “los huesos del sonido”–; la aliteración, presente, entre otros poemas, en “El yunque”: “las crines del caballo (…) / son raudo remolino encabritado. / Las palabras (…) piden ser viento / que arrase los paisajes de la usura, / (…) respingo que celebra en su osadía / la roja ceremonia de vivir”; o las enumeraciones, que se aprietan, borgiana o nerudianamente, para dar amplitud y prisa al discurso: “Hay en ella arrecifes, elefantes, / caminos y escaleras, soliloquios, / las circunvoluciones, el destino, / el álgebra, la luz de las estrellas, / el abrazo de Abel y de Caín”. La luz baña el conjunto, en una persecución porfiada de una claridad que atenúe las asperezas de lo narrado: de lo denunciado. En ese afán por lo diáfano, que acaba convirtiéndose en omnipresencia, se reconoce el ascendiente de Claudio Rodríguez, uno de los poetas tutelares de la poeta, al que dedica dos poemas de los veintisiete que componen este no muy extenso libro: la claridad toca todos los cuerpos, o camina a su estallido, o la beben las garzas blancas, y uno no puede dejar de recordar el prodigioso inicio de Don de la ebriedad, tan lleno de luz como este Fiebre y compasión de los metales: “Siempre la claridad viene del cielo; / es un don…”. Todo el poemario es, de hecho, un diálogo con otros poetas, que se refleja en los homenajes y las complicidades que lo recorren, y que la propia María Ángeles Pérez López reconoce en el epílogo, “Por el lado sin filo”. En él aparecen, entre muchos otros, el citado Claudio Rodríguez junto a San Juan de la Cruz, Alejandra Pizarnik, Agustín Fernández Mallo, Tomás Sánchez Santiago o Juan Carlos Mestre, autor, además, del prólogo del volumen: autores todos (incluido Juan de Yepes) de estirpe imaginativa o experimental, vanguardista o antifigurativa –o, al menos, contraria al figurativismo monolítico con el que se ha querido domeñar la palabra y homogeneizar, es decir, desactivar, el pensamiento.
Importa subrayar que el empuje inquisitivo e hímnico de María Ángeles Pérez López encuentra el cauce acostumbrado del endecasílabo blanco. Y digo “acostumbrado”, porque ya lo ha empleado con frecuencia en sus entregas precedentes. La soltura y, a la vez, la enjundia con que maneja este verso clásico, fundamental en la historia de nuestra literatura, tiene escaso o ningún parangón entre los autores de su generación. Predomina el endecasílabo melódico; el sáfico, en cambio, es infrecuente. Los encabalgamientos, constantes, empujan la dicción hasta su remate, que no suele revestirse de la dureza del epifonema, sino de la suavidad de los finales abiertos, aptos para la evocación, el vagabundeo y el eco.
[Reseña publicada en Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 805-806, julio-agosto de 2017, pp. 227-230]
Esta es de las mías. Me lo apunto.
ResponderEliminarGracias, Eduardo.
Un abrazo grande.
"[...]Esa violencia ejercida sobre la propia sensibilidad no desvirtúa el poema: lo alienta, lo empuja, lo moldea, como en un alumbramiento. Más aún: lo ilumina con un plus de inteligencia[...]".
ResponderEliminarCito parte de su introducción, que es muy discutible. Y es por tanto saludable que alguien, desde el respeto, se la discuta. Parece querer tachar de poco rigurosos a los poetas que escriben poemas (que también escriben libros) frente a los que escriben libros (que también escriben poemas), porque ud. mismo se cuenta entre estos últimos. Bien. Si no es así, discúlpeme: ha dado esa impresión. Yo soy de los que escriben poemas, pero al mismo tiempo quisiera ser imparcial. Y le comento que el poema se crea a partir de un impulso sin intención por parte del autor. Este impulso puede manifestarse como una idea vaga, como un primer o último verso, o como un poema de principio a fin. A partir de ahí, nuestro trabajo es delicado. No es fácil distinguir si hay que meter o no la pezuña en el poema, y, si hay que hacerlo, cuánto y de qué modo para no estropearlo. En ese punto es donde el poeta trabaja con la inteligencia. No es que deje siempre el poema tal cual se le aparece. Es decir, el proceso de escritura del poema es un movimiento desde la inconsciencia, o desde un rincón oscuro de la consciencia, a la consciencia. De ahí a que los poetas que escriben poemas tengan una concepción laxa de la creación poética hay un trecho. En el fondo, creo que si hay el impulso originario -que podemos entenderlo también como "necesidad"- no hay tanta diferencia entre ambas maneras de proceder. Pero la poesía memorable suele venir de "fuera".
Un saludo.
Estimado anónimo:
ResponderEliminarGracias por su comentario. Le confieso que sigue sorprendiéndome el hecho de que, aun formulando un comentario razonado y respetuoso como el suyo, los comentaristas sigan presentándose como anónimos, es decir, ocultando su identidad. No veo de qué manera podría perjudicarles que se supiera quiénes son, cuando sus respuestas son solo una muestra de reflexión crítica personal y de debate civilizado. ¿Tanto se desconfía de la ecuanimidad de los demás como para pensar que, incluso en estos casos, tomen represalias contra uno, o lo incluyan en una lista negra?
Pero vayamos a su objeción, que es lo interesante, me parece. Que lo que digo es discutible, es evidente. Todo lo que decimos, salvo que seamos, o que nos creamos, oráculos divinos, es discutible. Y está bien que sea así. Hace Ud., pues, muy santamente en discutirlo. Y lo hace por lo mismo por lo que lo hago yo: porque Ud. se cuenta entre quienes escriben poesía de un modo determinado, y aspira a defender esa práctica tan individual como legítima. Estoy sustancialmente de acuerdo con Ud. en el proceso de creación de un poema, aunque el punto de discrepancia se encuentra en ese "impulso sin intención por parte del autor". ¿Por qué "sin intención"? ¿Por qué no puede haber una "intención" que promueva o estimule ese impulso de la conciencia? ¿Por qué, además del poema brotado, no puede haber un poema incitado, o sugerido, o suscitado? En mi entrada yo hablaba, precisamente, y justo antes del fragmento que Ud. cita, de "elucubrar, líricamente, (...), sobre un eje que dé sentido y organización al temblor de nuestra conciencia". Ese eje de los oscuros movimientos de nuestro interior los orienta y encauza, da un asidero al caos, y alumbra -si el poema es bueno; si funciona- una suerte de techo, un espacio articulado, en el que cada pieza es lo que es, pero, además, se enriquece y amplía con el significado global: con lo que las demás partes del todo le proyectan de este todo, con sus ecos y reverberaciones. Al menos, esa es mi experiencia como autor y también, y aun principalmente, como lector: me gustan los libros orgánicos, los que responden a un proyecto conjunto, porque me parecen más inteligentes, más eficaces: mejor dirigidos a un fin; más corporales. Con ello no pretendo afirmar que los poemarios que no sigan este sistema carezcan de inteligencia, o que no contengan buenos poemas, o que no sean incluso buenos libros. Simplemente, me parecen -eso decía en mi entrada, y repito ahora- algo menos enterizos, más casuales y dispersos; más laxos, sí. Cada poeta debe encontrar el método de escritura que le resulte más adecuado y cómodo: que se adapte mejor a su talante creador y a su perfil caracterológico. El mío parte siempre de un proyecto suprapoemático, porque he comprobado que, en mi percepción, por más que la inteligencia haya trabajado cada poema -algo que nunca he negado; al contrario: tengo incluso escrito que la poesía, aun la más irracional, es siempre un ejercicio radical de inteligencia-, su incardinación en un todo con un propósito, y con voluntad de serlo, le otorga un "plus" de sentido, es decir, de valor.
Le reitero mi agradecimiento. Reciba un saludo muy cordial.
Le escribo desde el anonimato porque es una opción que permite su blog y porque a mí me gusta pasar desapercibido.
ResponderEliminarMe ha gustado su comentario, pero tengo que hacerle otra puntualización. Si yo defiendo algo de este asunto -que no creo estar defendiendo nada-, no es más que lo que Ud. mismo comenta maravillosamente en su respuesta: "Cada poeta debe encontrar el método de escritura que le resulte más adecuado y cómodo: que se adapte mejor a su talante creador y a su perfil caracterológico". Dicho lo cual, se sobreentiende que no hay método infalible, sino manos hábiles y no tan hábiles. Porque seguro que los dos hemos leído poemarios, tanto de los llamados orgánicos como de los otros, que no nos dicen gran cosa. Y todo tiene sus dos caras: si el poeta que escribe poemas asume el riesgo de cierta, inevitable, natural irregularidad (que no es necesariamente falta de armonía o de tensión, que puede ser un acoger altos y bajos), el poeta que escribe con el libro en la cabeza asume el riesgo de que los poemas sólo funcionen como partes dependientes las unas de las otras. En ambos casos, los dos poetas forcejean con el poema, salvo cuando el poema se le entrega con una claridad pasmosa.
En cuanto a lo de la intención, hablo desde mi experiencia personal, pues no puedo hacerlo desde otro sitio. Y hay una explicación muy sencilla: cuando me hago la autocrítica, me doy cuenta de que los mejores poemas que escribo vienen sin yo querer que vengan, cuando estoy distraído, o atento, no lo sé, pero sin ninguna pretensión para con el lenguaje, sin recordar que soy poeta. Este hecho puede conducir a un error de actitud muy divertido, pero también muy tonto: el de sentarse a no esperar la poesía. En fin, que todo esto debe ser más complicado de lo que parece, y a la vez más sencillo.
Otro saludo, igual de cordial.
Mis preferidos: "Amanece", "La imaginación del cereal" y "Una naranja". El prólogo no me gustó.
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