El poeta norteamericano John Ashbery murió el pasado 3 de septiembre, a los 90 años de edad. Unánimemente reconocido como el más importante poeta de los Estados Unidos, las crónicas y artículos que han dado cuenta de su fallecimiento subrayaban su condición de heredero de Whitman, Pound y Eliot. Eduardo Lago, por ejemplo, que firmaba la página entera dedicada a su figura en El País del 4 de septiembre, lo llamaba "La voz de América", una voz que nunca había abjurado del espíritu vanguardista, quebrantador, que eleva a los poetas, a los buenos poetas, de la corrección artesanal y la ramplonería figurativa al estatus de creadores, de descubridores, de videntes. Ashbery había formado parte de la Escuela de Nueva York (esa ciudad a la que estuvo siempre vinculado, como, por cierto, Whitman), en la que militó una buena parte de los mejores poetas de los Estados Unidos de la segunda mitad del siglo pasado, como Frank O'Hara, Kenneth Kock, James Schuyler y Barbara Guest. El expresionismo abstracto, escuela pictórica que influyó a todos, hasta el punto de que quisieron reproducirlo, más aún, traducirlo a poesía –como puede apreciarse con claridad en la obra de Frank O'Hara, cuyos Poemas a la hora de comer traduje para DVD ediciones hace ya, ay, veinte años–, permea los versos de Ashbery, sobre todo en la primera mitad de su producción, aunque nunca deje de taracearla con su dinamismo constructivo, su espesura visual y su ruptura sintáctica. Durante algunos años, leí mucho a Ashbery: me fascinaba la fractura fluida que sabía introducir en sus composiciones, sinuosas, cubistas, entre susurrantes y épicas. Lo leía en inglés, a pesar de las dificultades, pero no desatendía las muchas traducciones que, reconocedoras de su importancia y su ascendiente en la poesía contemporánea, se publicaban en España. La primera versión de su obra en nuestro país, si no estoy equivocado, corrió a cargo de Javier Marías, que tradujo el poema "Autorretrato en espejo convexo" en el número de invierno de la revista Poesía, en 1985, y luego, con pequeñas modificaciones, en la editorial Visor, en 1990. Tras ella llegaron numerosas versiones, aunque no todas plausibles. Es más, alguna –como la de Pirografía, asimismo publicada por Visor, a cargo de Martín Rodríguez-Gaona– es tan abominable que vuelve el libro ilegible. Julián Jiménez Heffernan es el responsable de las dos traducciones de Ashbery que se publicaron en DVD ediciones, Tres poemas (2004) y, de nuevo, Autorretrato en espejo convexo (2006), aunque esta, ahora, de todo el libro así titulado, y no solo del poema homónimo que había dado a conocer Marías, con estudios introductorios, en ambos casos, inigualados en el examen de poesía de Ashbery. Es curioso que esas dos traducciones, que tanto hicieron por difundir y prestigiar la obra del norteamericano en nuestro país, no aparezcan ya recogidas en las informaciones que se ofrecen sobre él. En la "Bibliografía de urgencia" que acompañaba al citado artículo de Eduardo Lago, por ejemplo, no se mencionan, y, lo que es aún más llamativo, en la reseña de Ashbery en Wikipedia, la enciclopedia británica de la posmodernidad, tampoco. Leí con tanta asiduidad a Ashbery que algunos de sus versos –de Autorretrato en espejo convexo, acaso su mejor libro, aunque también me gusta mucho El juramento de la pista de frontón– se incorporaron a mi propia poesía, como estos que transcribo, pertenecientes al poema XXXI de Bajo la piel, los días:
Acuden realidades a las que no he dado representación. [También he pensado en componer un poema enteramente fragmentario (¿enteramente fragmentario?) con retales no utilizados de otros. Pero ¿no es todo poema un remiendo, una sucesión de costurones?]. Los champiñones de hormigón que jalonan los campos de Albania. El barbero que, para mantener la muñeca caliente, le recorta el pelo a un maniquí de plástico, sentado en una butaca de la barbería. El perdigón de vidrio de un vaso roto a muchos metros de distancia, que me impacta en el ojo mientras como en un restaurante [y que me lleva a pensar en lo milagrosa que resulta nuestra indemnidad, entre tantas asechanzas del azar]. El móvil que le suena al que está meando a mi lado, en el lavabo de un antro, y al que responde sin dejar de orinar. Un verso de Ashbery: As Parmigianino did it, the right hand/ Bigger than the head, thrust at the viewer/ And swerving easily away, as though to protect/ What it advertises, que fluye con sincopada nasalidad en la penumbra de una sala, en cuyo vestíbulo se desarrolla un desfile de Mango [cuando salgamos del museo veremos a dos modelos, esquemáticas, meterse en un coche de la organización]. Violet, de la que podría enamorarme. Lara, de la que también podría enamorarme. La conjetura de que merece la pena vivir —de que el sol es sangre, y la sangre, ahora, y el ahora, eternidad—, aunque todo se hunda, con la impaciencia de una ola, en el cráter de la muerte.
Valga esto, y lo que a continuación copio, el poema "Aprensión", de Autorretrato en espejo convexo, como homenaje en memoria del poeta. La traducción es de Julián Jiménez Heffernan:
Una brisa que llega del lago –efectos
de resplador ovalado evitan el contorno fingido
del lugar donde estaríamos si estuviésemos aquí.
Bombeado desde nuestras mentes, creo
que el camino hacia aquí es demasiado angosto,
atestado con brotes de emoción. No puede ser.
El borramiento sucede primero en el centro,
luego por los bordes. Un tipo enorme
con tirantes moliendo a palos a otro más pequeño
que intenta coger un hacha de platino marca excalibur:
hace solo ejercicios. Los obstáculos del día
ya están guardados, pero la noche tiene más significado
en las troneras y aberturas laterales. Siento
como si alguien me acabase de dar una ecuación.
Digo: "No puedo resolverla –sé
que es verdad, créame, por favor,
puedo ver la prueba, majestuosa, invisible,
en el cielo, por encima de los toldos listados. Solo sé
que quiero que continúe, sin
causar daño a nadie, que se reanude el rumor
de pasos que me separa de mi lado de la noche".
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