sábado, 16 de septiembre de 2017

La estupidez (bis)

Hace algunos meses escribí una entrada en este blog titulada "La estupidez". Todo cuanto se escribe en un diario (en realidad, todo cuanto se escribe, sin más) tiene algo de exorcismo, y con esa entrada con el mero acto de decir lo que dije, como si la palabra fuera una objetivación ahuyentadora pretendí alejar de mí el fantasma de la imbecilidad, siquiera temporalmente. Sabía bien que uno no puede librarse de algo tan extendido y, a la vez, ¡ay!, tan íntimo (Einstein decía que había dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana, aunque no estaba seguro de la primera) con un acto tan precario e intrascendente, pero escribir aquellas reflexiones me ayudó a sobrellevar la constancia abrumadora de lo idiota que resulta todo. (Para empezar, vivir: nacer, morir y sufrir, entre ambos momentos, una sucesión de afanes, conflictos y desgracias que son muy importantes para nosotros, pero que no son más que una molécula en la infinitud del universo y que se perderán en el océano indescriptible de la eternidad, es, decididamente, una tontería). Por desgracia, los efectos terapéuticos de mi disertación duraron poco y la conciencia de la estupidez circundante y ejerciente ha vuelto a abrumarme. De hecho, de unos meses acá quizá coincidiendo con los de verano, siempre más proclives a las efusiones majaderas me siento asediado por la estulticia. Como pertenezco a una generación provecta, aún hago cosas que los antiguos hacían y los jóvenes ya no, como leer el periódico (en papel) y ver la televisión. Y ver las noticias en la caja tonta resulta devastador. Primero suele aparecer Donald Trump, cuyo cretinismo filofascista me hace vomitar. Luego, el chino como le llama un chófer estupendo que tenemos en la Secretaría, aunque sea norcoreano (el chino, no el chófer), hermoso como él solo, siempre ante tableros militares, con botones de colores que desencadenan el lanzamiento de misiles nucleares, y rodeado de enanos sonrientes y saltarines, tocados por gorras de plato más grandes que un plato de ducha. Por fin, Nicolás Maduro, que, cuando no está escuchando lo que le pía el difunto Hugo Chávez transustanciado en pájaro o arengando a las vacas (y ha creado escuela: su corresponsal en España, Pablo Iglesias, le habla a un leño), suelta las barbaridades propias de un conductor de autobús vuelto caudillo castrista. Eso, entre muchas otras cosas, en el apartado internacional. Pero la sección nacional no se queda corta. En los medios de comunicación resuena un permanente estruendo de idiocia, al que contribuyen con singular ahínco los tertulianos que envenenan las ondas y los cerebros menos articulados con barrabasadas cataclísmicas (¡ah, el respetuoso Marhuenda!; ¡ah, el sutil Inda!; ¡ah, la refinada San Sebastián!) y los políticos que repiten como máquinas tragaperras el soniquete hueco de los argumentarios y los lugares comunes que colonizan el debate público para sofocar el pensamiento verdadero, que es siempre crítico, disconforme, inquisitivo. Luego tenemos noticia de los muchos, de los innumerables festejos veraniegos, por lo general coincidentes con las fiestas patronales de la localidad, en los que el homo hispanicus practica cualquiera de las muchas borricadas que amenizan sus días en el terruño: verbenas terroríficas, para las que los participantes han de vestirse como astronautas, y que, pese a ello, suelen redundar en dedos amputados y quemaduras atroces; o lanzamiento de tomates, de agua, de leche, de cualquier producto agropecuario, en general, y hasta de huesos de aceituna: en un pueblo de Murcia, se celebra un campeonato de esta afamada modalidad deportiva, consistente en que los mozos (y también las mozas, que han luchado esforzadamente por la igualdad) compiten en lanzar el pipo lo más lejos posible, como otros arrojan jabalinas, martillos, pesos o discos. Y, como en estos casos, también en su concurso hay jueces que miden escrupulosamente la distancia cubierta por el huesecillo y determinan el vencedor, que resulta aclamado por los enfervorizados lugareños y también por algunos turistas, que ya han empezado a llegar al pueblo, atraídos por el marchamo de espectáculo de interés turístico que la administración pública se ha apresurado a darle y por el indiscutible interés antropológico del fenómeno. A las batallas con hortalizas se suman las batallas con animales, que son mucho menos risibles, porque no son patochadas, sino ejercicios de crueldad. Hace poco se ha vuelto a celebrar en Tordesillas (el pueblo célebre por el Tratado homónimo, que, contra lo que suele creerse, fue un tratado de paz, un extraordinario ejercicio de diplomacia internacional, que evitó una terrible guerra planetaria entre los dos grandes poderes de la época, España y Portugal) el ignominioso Toro de la Vega, aunque esta vez sin matar al animal, gracias a un decreto de la Junta de Castilla y León que proscribe el maltrato y la muerte del rumiante. No obstante, los indígenas están en pie de guerra, indignados con unas autoridades tan civilizadas, reclamando su derecho medieval a perseguirlo, alancearlo y, en resumen, hacerlo picadillo, y luego cortarle los testículos y entregárselos como trofeo sanguinolento al caballista que le haya administrado la lanzada definitiva. Pero hay que admitir que no todo es imbécil en el mundo taurino: una noticia digna de aplauso ha sido la reciente desaparición del bombero torero, ese espectáculo exquisito, y tan español, que ha entretenido a generaciones enteras de espectadores de ferias y charlotadas. No obstante, en el reportaje en el que se informaba de su jubilación, uno de los enanos de su cuadrilla (porque el bombero torero solo se rodeaba de acondroplásicos para ejecutar sus faenas) afirmaba, muy serio, y dolido por la injusticia de acabar: "Nosotros somos artistas...". Tras las noticias sobre las delicadezas de la tauromaquia, en cualquiera de sus grotescas o inclementes formas, se nos instruye sobre la última pasarela internacional, por la que desfilan osamentas animadas con trapos encima que desafiarían al mejor dadá, ante la mirada entusiasta de aristócratas desteñidos y estrellas (enanas) de la televisión. Por fin, y apoteósicamente, llega el fútbol, al que suelen dedicarse diez o quince minutos del noticiero, de una hora de duración. En esta sección, encontramos un desfile asombroso de inteligencias sin par. El hecho de que estos cráneos privilegiados sean casi siempre también defraudadores fiscales no impide a los aficionados, contribuyentes de las mismas arcas a las que los futbolistas sustraen sus millones, jalearlos y adorarlos como si fueran Hércules reencarnados. Y todo ello se nos proporciona porque los periodistas del medio correspondiente, gente con muchas licenciaturas y hasta algún máster, y muchos años de profesión, han decidido que esas son las realidades que hay que compartir, que ese es el mundo que nos interesa y nos constituye, que eso es lo que somos o lo que queremos ser. Suelo recordar, con añoranza, la máxima de Manuel Azaña, uno de los mejores intelectuales españoles del s. XX: "Si cada español hablara solo de lo que sabe, se haría un gran silencio nacional que podríamos aprovechar para estudiar". Y también aquella otra de don Antonio Machado, otro pensador por el que deberíamos dar gracias cada día al Todopoderoso: "En España, de cada diez cabezas, nueve embisten y una piensa". La estupidez nos cerca, pero me da pereza correr. Me voy a quedar aquí, defendiéndome a papirotazos, rodeándome de un dique de libros, de Albinoni y Thelonius Monk, de amigos inteligentes y buenas películas, intentando que no me invada. Aunque la infiltración es inevitable: la estupidez penetra en nosotros por boquetes ínfimos e intersticios apenas perceptibles, y nos impregna. Hay que estar muy atento para detectarla y expulsarla, algo que solo se consigue manteniendo una disposición permanentemente crítica, una desconfianza activa por todo lo acomodado, evidente o unánime. Pero la estupidez es untuosa, y tiende a sedimentarse en las fosas de la inteligencia, donde cohabita con los instintos reptilianos, los prejuicios que la familia y la educación nos han inoculado desde el nacimiento (o que nosotros hemos ido construyendo sin saberlo) y la basura del inconsciente. Me temo que nos va a acompañar siempre.

3 comentarios:

  1. "Una sucesión de afanes, conflictos y desgracias". ¿Y por qué no una sucesión de proyectos, encuentros y alegrías? "¡El poder de Cristo te obliga!"(padre Karras dixit), recítalo como un mantra salpicándote con vino o cerveza.

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  2. Tienes toda la razón. A mí me gusta muchísimo una máxima que apoya, creo, esta entrada:
    " Nadie está libre de decir estupideces, lo malo es decirlas con énfasis ".
    Un abrazo grande.

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  3. Lo malo de las estupideces es repetirlas y hacer patria de ellas. Hay nacionalistas de la estupidez que nacen viven y mueren por ella. Por eso es difícil el obtener el silencio del ignorante, porque le profesa (a la ignorancia)el amor que se tiene a la patria chica. Pero ojo que hay idiotas contumaces y con mala leche. Hablas de Tordesillas, bueno no fue un tratado de Paz exactamente, el acuerdo se hizo en la casa propiedad del pastelero de Fernando el Católico. algo que ya debería haber mosqueado a los Lusos. Y con alevosía Maquiavelo Fernando y Cristobal Colón les dieron a los portugueses un imperio de agua. Porque Colón Llull y pocos más sabían que 370 leguas. En los mapas náuticos, que emplea Colón dice que un grado son 14 1/6 leguas. 26,11º que sumados a la longitud de Cabo Verde da 48º 15' oeste es decir AGUA.
    Esto me lo explicaron en Tordesillas hace un par de años. Pero volviendo a tu escrito, el problema ya no es de estupidez. Simplemente es un problema de mapas. Y es que Mariano R, Carlos P, Maduro, Inda, Iglesias y hasta Oriol Junqueras, trabajan cada uno con su propio mapa.

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