El ayuntamiento de Montánchez ha organizado este fin de semana un encuentro literario, al que ha dado el nombre de "Creadores por la paz", y en una de cuyas lecturas poéticas me ha invitado a participar. Es una mesa en la que me honra estar: con Juan Carlos Mestre, María Ángeles Pérez López e Hilario Jiménez Gómez, todos ellos excelentes poetas y excelentes amigos, y, en el caso de Juan Carlos y María Ángeles, desde hace mucho tiempo ya. Hilario forma parte, además, del equipo que ha trabajado con generosidad por que las jornadas puedan realizarse y se estén llevando a cabo con éxito. Cuando llego a la plaza de España, veo a Camino, a la que conocí este verano en Voces del Extremo, en Moguer. Ha venido con dos amigos —Francis Vaz y su mujer— desde Isla Cristina, donde vive, solo para escucharnos. Yo ya sabía —todo el mundo sabe— de la pasión de Camino por la poesía, pero meterse 720 km de coche —360 por cada trayecto— en un mismo día para asistir a una lectura de poemas de una hora y media de duración, excede todo entusiasmo imaginable. Los cuatro nos tomamos un café en un bar cercano y charlamos de su activismo poético. La última iniciativa poética de Camino y su grupo de lirófilos ha sido —está siendo— plantar figuras de cartón —animales, plantas, objetos— con poemas manuscritos de diversos poetas en los parques públicos de Isla Cristina. Allí los dejan, y de allí desaparecen. Pero dan por bien empleada esa sustracción si es para que la gente se lleve versos a casa. Poco antes de iniciarse el acto, nos encontramos a la puerta del ayuntamiento, entre otros, Pepe Cercas, otro de los integrantes del equipo organizador, Eugenio Fuentes, Pilar Galán, Emilia Oliva, Eladio Méndez e Hilario Jiménez, que, al subir a la sala de actos, nos entrega a los participantes varios ejemplares de Nos queda la palabra, la cuidada antología, con una hermosa ilustración de cubierta de Juan Carlos Mestre, que ha preparado para la ocasión, con poemas de muchos de los mejores poetas extremeños actuales y de no pocos amigos y autores admirados. En la lectura, moderada por la también poeta Montse Villar, predominan los poemas extensos de Juan Carlos, María Ángeles y míos; solo Hilario enarbola la bandera del poema breve ("pero intenso", puntualiza Mestre). Todos subrayamos el carácter perturbador, desconcertante, que ha de tener la poesía —debe incomodar; el poeta ha de ser el desobediente, el que desordena, como dejó dicho en un libro memorable Tomás Sánchez Santiago, alguien que moleste, que diga lo que se resiste a ser dicho—, pero también su dimensión salvadora: la poesía ha de rescatarnos, en primer lugar, de nosotros mismos y, luego, de las penurias del mundo: de sus mentiras, su caducidad y su hermetismo. Tras la lectura, me escapo a tomarme una cerveza con Javier Pérez Walias, que también ha querido estar hoy entre el público. Luego asisto al siguiente acto, otra mesa de poetas en la que estaba programado que participara Diego Doncel, pero que no veo entre los asistentes. Qué pena: me habría gustado saludarlo. Entre los presentes hay dos poetas ecuatoguineanos. Uno lleva sombrero y recuerda a los españoles "bandidos" (aunque aclara enseguida que no se refiere a los actuales, sino a los de antes) que fueron a saquear América y a poseer por la fuerza a las indígenas. Pero los españoles que fueron a América, pienso, no eran bandidos ni violadores, sino gente pobre y hambrienta que desafió enormes dificultades para encontrar un lugar mejor donde vivir, y que, en su nueva tierra, no tuvo reparos en mezclarse con los nativos. No obstante, nadie protesta: los españoles de hoy parecen estar de acuerdo con que sus antepasados eran unos bandidos y unos violadores. (Tampoco se han molestado cuando el africano ha cometido la grosería de preguntar a sus compañeros de mesa cómo se llamaba el pueblo en el que se encontraban: "¿Montáñez?"). Otro de los participantes en la mesa, un sedicente poeta de pelo blanco, establece, en una de sus peroratas, la oposición entre el bien y el mal, el yin y el yang, España y Cataluña. Y el público se ríe. Yo, en cambio, encuentro difícil reconciliar su maniquea zafiedad con el objeto del encuentro, que es promover la paz y el entendimiento entre las personas y los pueblos. Y me disgusta, además, porque está impregnada de la lógica independentista: en primer lugar, porque presenta como separadas —y enfrentadas— dos entidades que están unidas; en segundo, porque también Junqueras dice que el bien vencerá al mal, aunque su bien y su mal no coincidan con los del coplero canoso (ni con los de quienes le ríen la gracia); y, en fin, porque los independentistas hablan asimismo de España como un todo, sin personas que la habiten, sin ciudadanos que piensen cada cual a su manera, sin una realidad múltiple, compleja y contradictoria, igual que este personaje se refiere a Cataluña como una totalidad perversa. El segundo ecuatoguineano, que no tiene sombrero pero sí el gracejo tropical de su pueblo, se suma a la fiesta cantando, y acompañándose con un tamborileo muy subsahariano en la mesa, una tonadilla satírica sobre Copito de Nieve, el famoso gorila blanco del zoo de Barcelona, y, de paso, sobre la Generalitat y la ciudad. Es divertidísima. La gente vuelve a troncharse, aunque ni María Ángeles, ni Hilario, ni yo aplaudimos. Acabado el espectáculo, desisto de sumarme a la cena programada para los escritores y el público, no sea que me toque entre el fino analista de la realidad nacional, el evocador del bandidaje hispano y el jacarandoso cantor de gorilas y catalanes.
Copio a continuación uno de los dos poemas que leí en "Creadores por la paz", perteneciente a mi libro Insumisión, que recrea el allanamiento del piso en París del poeta Saint-John Perse, uno de los grandes del siglo pasado, por parte de los nazis. Además de perseguirlo y privarlo de su nacionalidad, destruyeron su patrimonio y quemaron tres libros inéditos, manuscritos, que guardaba en su apartamento.
Copio a continuación uno de los dos poemas que leí en "Creadores por la paz", perteneciente a mi libro Insumisión, que recrea el allanamiento del piso en París del poeta Saint-John Perse, uno de los grandes del siglo pasado, por parte de los nazis. Además de perseguirlo y privarlo de su nacionalidad, destruyeron su patrimonio y quemaron tres libros inéditos, manuscritos, que guardaba en su apartamento.
Lo primero que hicieron al entrar fue descorrer las cortinas, grandes colgaduras de cretona que protegían a ventanas emplomadas. La violencia de los gestos levantó el polvo asentado en los muebles, y, a la luz arrolladora del mediodía, quedó nebulizado, henchido de vacío, brillante como la pirita. También las porcelanas se estremecieron, sobresaltadas por una claridad tan perentoria. [La luz excesiva no lustra las cosas, sino que las entorpece: las ciega de plenitud]. Sacudidas por los groseros rayos de julio y los pasos no menos insultantes de los intrusos, las cosas se acalambraban, huían. Los agresores, no obstante, las atrapaban: primero esparcieron los libros, dispuestos con voluptuosidad abacial en las estanterías, por el suelo. [Hay un placer funesto en destruir, y una propensión singular a destruir, en primer lugar, lo escrito: quien lo hace, siente el lúgubre regocijo de su imperio, aunque acaso no comparta, o ni siquiera conozca, el porqué de la sinrazón]. Luego, derribaron los pictogramas chinos, con sus bosques de turmalina, ingentes de luz; y los risueños tapices de Saint-Léger-les Feuilles, que desplegaban sus gigantescos nenúfares en el agua de los espejos, enturbiada ahora por el reflejo de las luger; y las alfombras mongolas, donde se habían sentado los hombres a beber leche de yak y sangre de yegua. Los libros crujían bajo los pies de los invasores: el papel se encenagaba de huellas; crujían como si sus botas aplastaran a quienes los habían escrito: como si fueran sus gargantas las injuriadas, o sus dedos los rotos. Fuera, los tejados opalinos de París cobijaban el silencio exánime de los derrotados. [La obscenidad de la victoria se traslada al mandato insignificante, al allanamiento de un piso desafecto, al asesinato de alguien, una labor sencilla; quien puede desfilar bajo el Arco del Triunfo, puede pisotear la intimidad de un poeta, y al poeta mismo]. Después, descolgaron las máscaras africanas, que desafiaban con su negritud oblonga la acedía solar de su presencia, y revolvieron los útiles de cocina, en busca de algo que le incriminara. [Consuela verificar la estupidez de los verdugos, aunque sea indeciblemente dañina]. Y, por supuesto, abrieron armarios, gavetas y cajones. Había papeles con el membrete del Ministerio de Asuntos Exteriores. Había cartas con sellos de ultramar y fragancias sutiles, insolentadas ahora por el olor a benceno de los uniformes. [Muchos lo visten sin llevar guerrera: basta su aquiescencia a la uniformidad]. Y había una columna de hojas manuscritas, en las que se desarrollaba una caligrafía indócil, que alternaba lo montuoso con lo cerámico. Los papeles desaparecieron en varias sacas. El piso quedó amoratado, amortajado, con ojeras de lugar despertado por el chirrido de un volquete, con la huella sudorosa de los manotazos en los tafetanes, o en una edición autografiada de Francis Jammes, o en las odas de Píndaro. El piso fue pintarrajeado de sombras a plena luz del día, y siguió expuesto al aire mortuorio de una ciudad donde todas las bibliotecas eran ultrajadas, y todos los hombres, asesinados. Luego, recobró un silencio descoyuntado, en el que aún goteaban las embestidas boreales, las alacenas arrancadas de sus sedes, el corazón carcomido de los colchones, los albornoces sin cuerpo, desmayados en el linóleo, los grifos vacíos, los objetos abofeteados, los gritos, la no palabra de aquellos seres que se abalanzaban sobre la seda y la celulosa gritando, mutilando. Por todas partes quedaron tenedores y estilográficas [algunos desaparecieron también en los bolsillos de los invasores], pajaritas y sombreros, fotografías de personas y fotografías de estepas, en cuyo jade mortecino se enconaba un sol parecido al sol de julio que ahora avivaba el jade balbuceante del terciopelo. En los tejados de París no se movía nada, salvo la luz, que fluctuaba, como un diamante incorpóreo, entre palomas asustadizas y chimeneas. Ninguna humeaba. Pero esa noche, una, la de comisaría de la calle Placard, lo hizo: el humo se alzó hasta un cielo sin sobresaltos, arrastrando palabras de tres libros, de siete extensos poemas cuidadosamente manuscritos, y en esas volutas que se dispersaban por un firmamento deshabitado, extenso como las praderas por las que había cabalgado, quedaron atrapadas para siempre las palabras de esos libros, como si su destino no fuera el enaltecimiento de los hombres, sino la perdición y la ceniza.
Estos eventos literarios no son Santo de mi devoción. Insumisión, Eduardo,me sigue asombrado cada vez que lo leo; me incita a levantar la tapa de mí cerebro y dejar escapar todo lo aprendido. Este poema es demoledor. Como siempre, encantada de leerte.
ResponderEliminarUn abrazo grande.
...un desayuno con diamantes (negros) también es un encuentro con la poesía. Y te rescata de las penurias del mundo.
ResponderEliminarTu poema es una escena cinematográfica en blanco y negro. Estremecedor. Me ha encantado.
Me temo que la tentación de acceder a la gracia cómplice es demasiado fuerte incluso en eventos que tienen la palabra paz en su título. Quizá existiera un déficit en el conocimiento de alguna de sus acepciones por parte de algunos asistentes. No sé.
ResponderEliminarYa bailan las bufandas, aunque aquí en Tarragona reine la eterna primavera.
Un abrazo
PD: En mis debes tengo a Mestre al que me recomiendan leer desde hace tiempo y todavía no he podido tratarlo como se merece. La última oportunidad de empezar a tratarlo fue el pasado viernes en Madrid, pero Aníbal Núñez y su poesía reunida, llamaron mi atención en un anaquel en una librería de Moncloa.