martes, 14 de noviembre de 2017

Tendencias del lenguaje

Trabajar en algo que te obliga a leer muchos libros y manuscritos permite comprobar el nacimiento, progreso y, en ocasiones, consolidación de ciertas tendencias lingüísticas, es decir, de ciertas tendencias de los hablantes, que son los amos del lenguaje. Hoy quiero señalar cuatro que llevo constatando mucho tiempo. En algún caso, es una corriente creciente, con visos de definitiva (aunque en el lenguaje, considerado con la suficiente perspectiva, no haya nada definitivo); en otros, es una pugna derivada de un cambio normativo, cuya resolución, incierta, aún se hará esperar. 

El primer caso es el de la sustitución del verbo "oír" por "escuchar" y, en consecuencia, la práctica desaparición del primero. Ya nadie oye: todo el mundo escucha. El otro día, en la tele (yo soy ya lo bastante provecto como para seguir viendo la televisión, algo que ningún joven hace ya en el mundo), oí y nunca mejor dicho a un sordo que se quejaba de que había ido a un ambulatorio a que lo atendieran de una dolencia, pero, como las llamadas al público se hacían por megafonía, y no por otros medios, como la lengua de signos o los mensajes escritos, él no había escuchado nada "yo eso no lo escucho, no lo escucho...", repetía, amargamente y se había pasado esperando un montón de horas, con el malestar correspondiente y el agravamiento del problema que lo había llevado al dispensario. En realidad, el pobre sordo sí escuchaba, pero, por desgracia, no oía. La gente escucha cosas inescuchables, como un trueno, un disparo, el teléfono o el despertador. Y son inescuchables porque no permiten la audición consciente: el sonido se produce de repente, por lo general, de forma instantánea, y alcanza nuestros oídos con independencia de nuestra voluntad, que es lo que caracteriza a la escucha: la intención de oír y de aprehender lo oído, la atención a lo dicho o emitido. Supongo que el motivo de esta sustitución no es otro que un hecho tan nimio como que "escuchar" tiene cinco letras y una sílaba más que "oír", porque ya se sabe la importancia que los hablantes sobre todo, aquellos para los que es fundamental que el lenguaje afiance su posición de poder ante los auditorios, como los políticos o los colectivos profesionales de prestigio: médicos, juristas, altos funcionarios otorgan a las palabras largas: una palabra larga derrotará siempre, en el uso actual del idioma, a una palabra corta, cuya cortedad se asocia con la irrelevancia y la plebeyez. Una palabra corta no tiene nada que hacer ante un rotundo, prestante, prolongado, jerigónzico y casi siempre innecesario polísílabo. Y así le va al pobre "oír", del que ya casi nadie se acuerda. Su desaparición supone la desaparición de un matiz, de un trazo singular en el multifacetado lienzo del lenguaje, de una delicada decantación de la relación del ser humano con los estímulos del mundo. (Los matices se desvanecen sin cesar: otro que está haciendo mutis por el foro es la diferencia entre "deber", que indica obligación, y "deber de", que señala probabilidad: casi nadie la respeta; diría incluso que casi nadie la conoce ya). Y eso, aunque parezca muy poca cosa, debería preocuparnos: todo cuanto elimine las diferencias y homogeneice el discurso, privándonos de una relación más rica con el entorno y con nosotros mismos, es negativo. 

El segundo fenómeno que quiero consignar es la progresiva sustitución de los artículos por los adjetivos posesivos. Aunque compruebo la realidad de esta tendencia en casi todos los manuscritos a los que me asomo, recurro de nuevo a la televisión, esa vieja amiga, y a los periodistas deportivos, siempre tan imaginativos con el lenguaje, para ilustrar el caso. Lo normal es oír, en la sección de deportes, que tal o cual jugador "se ha lesionado en su pierna izquierda" o que "ha recibido un golpe en su pómulo derecho". En otros contextos leemos u oímos: "Saqué mi bolígrafo de mi bolsillo", "ponte tu abrigo" o "meted vuestras manos en las cajas y sacad vuestros regalos", entre una infinidad de ejemplos parecidos. Por ceñirme al caso de los futbolistas lesionados, me pregunto en qué otra pierna pueden lesionarse que no sea la suya. ¿Por qué, entonces, se utiliza un posesivo cuando el sencillo artículo basta para transmitir correctamente la información: el jugador "se ha lesionado en la pierna izquierda" o "ha recibido un golpe en el pómulo derecho?". La economía y la precisión en el lenguaje son fundamentales para eso, una adecuada transmisión de la información, y ambas se quiebran con la grosera usurpación de las funciones del artículo por el posesivo. Este solo está indicado cuando sea necesario especificar a quién corresponde o pertenece aquello de lo que se habla. Si no hay ninguna duda sobre esta pertenencia, los probos y sencillos artículos determinados bastan para comunicarlo, y lo hacen, además, respetando los genes del idioma: su lógica profunda, lo que resulta esencial para garantizar su pertinencia y su elegancia. Aquí sospecho que la razón de la sustitución es la influencia del inglés, cuyos genes son distintos, y que reclama el uso de los posesivos en los supuestos indicados. (No es el caso de oír/escuchar, porque en inglés se diferencia sin duda ni confusión entre hear, 'oír', y listen to, 'escuchar'). Y esa influencia llega, cómo no, a través de los medios de comunicación de masas. Donde un guion inglés o norteamericano dice: He broke his arm, el traductor, subtitulador o intérprete, seducido por las perversas solicitaciones de la literalidad, o quizá cansado de un trabajo difícil y mal pagado, no se rompe los cascos y dice: "Se rompió su brazo". Y los oyentes o lectores se adhieren con inconsciencia y entusiasmo a esa fórmula en apariencia sintética, pero deforme en realidad, que vulnera el espíritu y la estructura íntima del castellano. (Esperemos que no lo hagan también con otras deposiciones del inglés que ya empiezan a oírse, como el aberrante "estoy esperando por el autobús", transposición directa de wait for; el no menos disparatado "te agradezco por tu paciencia", calco de thank for; o el inverosímil "he ordenado unos fetuccini con gulas", trasunto del order, 'pedir', cuando se refiere a un producto o consumición, salvo que el hablante quiera significar que ha pedido los fetuccini con apostura marcial. Pero basta de dar ideas).

El tercer fenómeno al que quiero referirme, y al que ya he hecho alusión en alguna entrada anterior, es la contumacia en la acentuación del adverbio "solo" (y de los pronombres demostrativos: "este", "ese", "aquel", etc.), una vez que la Academia ha dictaminado que, salvo cuando haya ambigüedad con el adjetivo "solo", el adverbio es una palabra llana acabada en vocal y, por lo tanto, de acuerdo con las normas generales de acentuación del castellano, no debe llevar tilde. El criterio de la Academia es irreprochable y persigue un fin plausible: eliminar excepciones y, por lo tanto, facilitar el uso del idioma a todos. Pese a la claridad y razonabilidad de su enunciado, en infinidad de manuscritos, libros y medios escritos de comunicación se sigue encontrando la pertinaz tilde. Y sigue estando ahí porque la ortografía, el código de circulación del idioma escrito, es, antes que una cuestión intelectual, una cuestión visual. Nos habituamos desde que empezamos a manejarlo a ver las palabras de una determinada manera (bueno, no todos: antes había también los incapaces de acentuar nada, los ciegos a la condición física del vocabulario y a las normas gráficas que lo regulan; esos no acentuaban ni "camión") y ya somos incapaces de manejarla con otro revestimiento, con otra apariencia. Así sucedió con la decimonónica tilde de la preposición "a": pese a que la Academia la eliminó, por innecesaria, muchos siguieron utilizándola muchos años (hoy nos parecería risible encontrárnosla, pero, durante ese tiempo, los partidarios de usarla la defendían con el mismo ardor que los que hoy apadrinan la tilde del adverbio "solo"). Y así sucede todavía con todos esos signos de los que es correcto prescindir, pero que no pocos mantienen contra viento y marea: "obscuro", "consciencia", "psicólogo", "psiquiatra"...). A quien ama el lenguaje, y lo utiliza con deliberación, como proyección de su ser, le es, lo admito, muy difícil erradicar esos hábitos perceptivos. Pero la consideración racional debe prevalecer: las razones por las que ese adverbio y los demostrativos ya no requieren tilde son atendibles y, mientras sigamos otorgando a la Academia la autoridad para regular la ortografía castellana, han de ser respetadas, al menos editorialmente. Yo, desde luego, pienso respetarlas y no incurrir en dislates atrabiliarios, por desacatarlas, como poner fin a una amistad, como hizo conmigo cierto eximio escritor porque yo suprimía la dichosa tilde de su libro (aunque creo que, para entonces, esa amistad ya estaba muy perjudicada). Cuando le pregunté al eximio escritor por qué defendía hasta ese punto una insignificancia como aquella (porque, no nos engañemos, este asunto es una insignificancia), simplemente me respondió que porque "le gustaba" la tilde, que es algo así como defender que se escriba "bentana" porque a uno le gusta la b

La última consideración que quiero hacer hoy se refiere a la puntuación, esa maravilla de la ortografía que ordena el pensamiento, ritma la sintaxis y permite respirar al texto (y al lector). La puntuación ha sufrido, está sufriendo, una decadencia imparable: hoy casi nadie parece saber puntuar. Si los planes de educación y la sensibilidad de la comunidad hablante no lo remedian, la puntuación pronto será un saber arcano, accesible solo a unos pocos iniciados, como pocos e iniciados eran los monjes medievales, que conocían artes ignoradas por el vulgo, que era casi todo el mundo: el latín, el griego o la iluminación de manuscritos. La relación de desastres que se cometen, en este aspecto, en los originales (y en muchos libros ya publicados) que leo, es descorazonadora: nadie separa ya los vocativos en las frases (la Academia tuvo que recordarle hace poco al PP, por ejemplo, que uno de sus lemas de campaña, "España adelante" había de ser "España, adelante"; y también que debería ir entre signos de exclamación, pero de esto no hicieron caso); ni se acuerda de que entre sujeto y verbo o entre verbo y objeto directo, salvo cuando se trate de una frase excepcionalmente larga o medien aposiciones, nunca debe ir una coma; ni considera higiénico, para una lectura más fluida y comprensible, introducir las clásulas causales, adversativas y concesivas con comas (u otros signos de separación); ni sabe para qué sirve el punto y coma, ese signo impenetrable. La puntuación ausente o deficiente revela que el pensamiento que intenta articular también lo es, y que uno ni siquiera se entiende a sí mismo. La puntuación incorrecta vuelve un engrudo lo escrito: lo emborrona, lo afea, lo desjerarquiza. La puntuación es, para una intelección y un goce estético óptimos, más necesaria que el vocabulario o las habilidades retóricas: un léxico o un bagaje expresivo escuetos no perjudican necesariamente al texto; una puntuación imperita lo enturbia hasta, a veces, volverlo ilegible.

7 comentarios:

  1. Me siento una absoluta analfabeta. Siempre tengo que recurrir al diccionario, y a tutoriales sobre ortografía.Leo, me gusta muchísimo leer, bien lo sabes tú, pero la memoria fotográfica la debo tener atrofiado.Creo que algo debe influir padecer dislexia, no lo sé. Ahora bien, tienes toda la razón: he leído textos de personas muy cultivadas, con unas faltas de ortografía típicas de primero de básica. Toda una lección de buenos hábitos lingüísticos y ortográficos en esta entrada.

    Pd.
    Ten piedad conmigo.😂😂😂

    Un abrazo grande.

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  2. Qué viva es una lengua y (como en la vida misma) qué penita dan estas pérdidas, con lo grato que es encontrar un punto y coma brillando en un texto (¡mis alumnos saben lo bien que los pago!).

    El ruido se ha convertido en música de fondo, no existe el silencio, de ahí que el oído ya no se altere involuntariamente por casi nada. Los semas de "oír" han pasado a "escuchar" y los de este (sin tilde) se perdieron con la escucha que, como bien dices, es una actividad en decadencia. Tampoco los textos escritos son escuchados con la calma que un punto y coma necesita para decir su pausa. Los signos de puntuación escriben magia: anuncian, aceleran, pausan, callan, sugieren, aclaran, anticipan, concluyen...Hablan tanto como el diccionario, pero, ay, qué pequeñitos y flaquitos son.

    Por Tutatis que enfadarse por una tilde son ganas de enfadarse, y mira que quiero yo a esa tilde (que en absoluto responde a la categoría de signo diacrítico que muchos esgrimen). Lo lamentable es que siendo la lengua una herramienta para conocernos, explicarnos y entendernos nos empeñemos en convertirla en pretexto para distanciarnos y enemistarnos.

    No, no des más ideas con el inglés, Eduardo.

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  3. No entiendo que se pueda escribir un texto sentando cátedra y demostrando estar por encima del mundo y no repasar las tildes en el texto. Solo no debe acentuarse, cierto, pero a polisílabo con una tilde le basta.

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    1. Lo que no se entiende es que haya gente, como tú, tan cobarde como para firmar una crítica escondido tras un anónimo. Aunque, si se considera con detenimiento, sí se entiende: ¿quién querría ser reconocido como el autor de un rebuzno como el que profieres, que no solo revela tus limitaciones intelectuales, sino, sobre todo, la mezquindad y pequeñez que te animan? En cuanto a la doble tilde que denuncias, la dejaré así, en tu honor.

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  4. "Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo". Ludwig Wittgenstein.

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  5. Me maravilla que alguien que se interesa por leer una entrada extensa como esta, cuyo tema es la alteración del lenguaje por el uso que los hablantes hacemos de el, se moleste en escribir un comentario que ni añade, ni discute, ni aporta, ni divierte, ni irrita, ni ná de ná. ¿Es usted humano o una especie de "rastreator" de erratas? ¿De veras no ha brotado nada más en su intelecto tras una lectura tan jugosa? Anímese, hombre. No desespere, relea; dará ud. con hallazgos mucho más sabrosos.

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  6. Gema, te felicito, no lo podrías haber contestado mejor. Un saludo cariñoso.

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