Tengo una amiga que dice que "odiar mola". A ella le ha servido, según me cuenta, para encontrar la energía suficiente como para superar una muy difícil situación personal. El odio ha sido, pues, en su caso, el combustible que ha propulsado la máquina, por aguas procelosas, hasta su puerto de arribo. Pero yo no estoy tan seguro de que odiar sea agradable o provechoso. De hecho, creo que es un sentimiento pedregoso y estragante, que te deja los adentros como un páramo, aunque recaiga en alguien (o algo) que se lo merezca. El odio es una niebla negra que recubre el mundo interior y, a veces, también el exterior: cegados a la realidad, nos hace atender solo a nuestro retorcido élan, a la realidad contrahecha de las injurias que creemos haber sufrido o a las injusticias que advertimos (o inventamos). No obstante, el odio, para bien o para mal, forma parte de nuestro patrimonio afectivo: es un sentimiento humano ineludible. Y, si está ahí, es porque algún servicio nos presta, o nos ha prestado, para llegar a donde estamos. En el caso de mi amiga, ya lo he dicho, le ha proporcionado el impulso necesario para sobrevivir al naufragio: odiando a los responsables del desastre, de su desastre, y queriendo demostrarles que no la habían derrotado, ha conseguido superarlo. Bien está. Pero también en muchos otros casos el odio obedece a una inclinación positiva. Porque, en realidad, lo que hay que deplorar no es odiar, algo irremediablemente unido en el hipotálamo al deseo y la supervivencia, sino qué se odia. Odiar a alguien por ser —negro, judío, musulmán, mujer, homosexual...— es abominable. Pero odiar algo inventado por los hombres, sus comportamientos e idearios, como el racismo, el antisemitismo, la islamofobia, el machismo o la homofobia, además de buenísimo, es muy necesario. Yo odio a Hitler y al nazismo, a Stalin y al estalinismo, a Mao y al maoísmo, por hablar solo de regímenes políticos, y, aunque me reconozco inflamado de aborrecimiento, no me siento culpable por ello. Odio la brutalidad que practicaron, el sufrimiento que infligieron y las muertes que causaron. Es más, creo que todas las personas decentes lo hacen, o deberían hacerlo. Pero también odio a quienes matan a mujeres, y a quienes insultan, maltratan, encarcelan o incluso ejecutan a homosexuales, y a los que abusan de niños, y a los supremacistas blancos, y a los terroristas del Estado Islámico (y a algunos otros, como Raphael o Cristiano Ronaldo, pero reconozco que a estos no puedo ponerlos a la misma altura que los anteriores: son debilidades mías). La lista es larga, y cada cual puede completarla con los movimientos, personajes o conductas que le parezcan más execrables. Cuando el odio se proyecta así, es personalmente reconstituyente y socialmente saludable. Sin embargo, hay que ser cuidadoso deslindando ambas caras del odio: la que supone una aversión moralmente injustificable, porque no tiene que ver con el hacer o el pensar de los hombres, sino con su mera existencia, y la que constituye una deseable barrera contra esa misma aversión. En la sociedad española, y en otros países occidentales, se han extendido las iniciativas contra el odio, y todo parece estar amenazado de ser una incitación al odio o un delito de odio. La generalización no me parece acertada: que el odio se erija en un criterio de enjuiciamiento de las conductas reprobables —cada vez más frecuente e importante; esperemos que no acabe siendo el único— introduce un elemento resbaladizamente subjetivo (o sentimental) en el debate público y la aplicación del Derecho, como lo es también la apelación a la ofensa que hacen tantos creyentes en una u otra fe, o miembros de determinados grupos de interés, o individuos con una sensibilidad exacerbada, para silenciar o represaliar a quienes los critican. La ley española establece que son delitos de odio aquellos actos de agresión u hostilidad contra una persona, motivados por un prejuicio basado en la discapacidad, la raza, origen étnico o país de procedencia, la religión o las creencias, la orientación e identidad sexual, la situación de exclusión social y cualquier otra circunstancia o condición social o personal (así lo resume el Ministerio del Interior en su página de "Servicios al ciudadano", aunque no habla de "actos de agresión u hostilidad contra una persona", sino de "incidentes que están dirigidos contra una persona": yo pensaba que los incidentes eran cosas que sucedían, sin intervención necesariamente de las personas, o altercados entre estas, pero no acciones deliberadas para denigrar a perjudicar a unos u otros). Yo preferiría que no se englobaran supuestos
y destinatarios tan dispares bajo un concepto tan escurridizo como el
de odio, y que se recondujeran las conductas enjuiciadas, para
determinar qué reproche penal merecen, a su propio y estricto ser: si se
ha insultado a un inmigrante por serlo, júzguese por injurias o
atentado contra el honor; si se ha agredido a un transexual, por
lesiones y daños; si se ha matado a una compañera o excompañera
sentimental, por homicidio o asesinato. Determinar los prejuicios de las
personas, y si estos prejuicios han motivado o no sus actos, es algo
tan indefinible como arriesgado. Todos tenemos prejuicios —aunque algunos
luchemos denodadamente por quitárnoslos de encima— y todos podemos vernos
arrastrados por ellos. Los prejuicios forman parte, en cualquier caso,
del bagaje intelectual —pernicioso, sí, pero bagaje— y de la
configuración de la conciencia de las personas. Y ni el pensamiento ni
los sentimientos delinquen. Además, y esto me parece fundamental, los
delitos de odio, tal como están configurados al menos en la legislación española,
pueden abarcar la crítica racional, por acerba que sea, de ciertas
ideologías o comportamientos derivados de ellas. ¿Reprobar el papel
otorgado a la mujer en las sociedades musulmanas o en los colectivos de
inmigrantes de ese credo puede constituir un prejuicio basado en la
religión y, por lo tanto, un delito de odio? ¿Y censurar las prédicas
intolerantes de algunos imanes? ¿Y reírse —sí, reírse— del misterio de
la Trinidad, o de la inmaculada concepción, o de la resurrección de los
muertos, del cristianismo? ¿Y calificar de burro a quien comparta la
creencia de que la Tierra es plana, o de que el hombre nunca ha llegado a
la Luna, o de que Walt Disney está congelado para que reviva cuando la
ciencia sea capaz de vencer a la muerte, o de que Elvis Presley, John
F. Kennedy y Michael Jackson viven, alegres y rozagantes (y con sus
amantes respectivas), en una isla del Pacífico? ¿Esas creencias también
están protegidas frente al delito de odio? ¿Y el último e indeterminado
inciso de este delito —"cualquier otra circunstancia o condición social o
personal"— significa que, por ejemplo, podríamos ser acusados de
cometerlo si llamamos torturador a alguien que reúna la condición
personal de torturador, o si vituperamos a alguien en quien se dé la
circunstancia de ser un evasor de impuestos, o de haber quebrado
fraudulentamente una empresa, o contaminado por negligencia un río o la costa de una provincia entera? La lista, aquí, de nuevo, es interminable, y no
siempre tranquilizadora. De las religiones, en particular, cabe recordar
que casi todas —y, desde luego, las tres monoteístas— se asientan en
libros sagrados y textos doctrinales, que, como tales, se ofrecen al
escrutinio y la evaluación de las personas, y que la fe de quienes los
consideren la palabra de Dios no puede imposibilitar la crítica de
quienes los tengan solo por obras humanas y los enjuicien en
consecuencia. El odio no es despreciable si se odia lo que merece ser
odiado. Pero el ejercicio racional contra los cuerpos doctrinales y la
crítica justificada a ciertos comportamientos y pautas sociales no puede
ser considerado odio. El odio es un sentimiento humano que puede ser
muy nocivo, pero que, investido de ciertos valores, nos precave contra el
autoritarismo y la crueldad.
Odiar mola. Si. Coincido con tu amiga. Odiar ayuda a reaccionar y a evolucionar. En nuestra cultura se han repudiado las emociones negativas. El odio forma parte de nosotros y como otros sentimientos, hay que conocerlo y educarlo.
ResponderEliminarEstoy de acuerdo contigo y comparto tus mismos odios reconstituyentes y socialmente saludables.
Odia y sé feliz: una cosa no excluye a la otra.
Por primera vez he imaginado la emoción como un combustible (ha sido una imagen realmente didáctica para mis entendederas), me ha hecho ver la gran energía vital que produce el odio y que no puedo disociar del rencor, incluso del deseo de venganza. No sé si su contrario, el amor, podrá competir en intensidad, tenacidad y constancia. En muchos ámbitos de nuestra vida cotidiana se muestra menos el segundo que el primero, mucho más tóxico y contaminante.
ResponderEliminarTampoco sé si el odio mola. Si lo he sentido alguna vez, ha debido de ser de pacotilla porque no lo recuerdo. Estoy de acuerdo contigo en que devasta más que siembra, en que ciega más que ilumina. También estoy de acuerdo en que es imprescindible aborrecer, abominar, sentir aversión y cualquier otro sinónimo a la larga lista de atrocidades que nombras (y las que no), y que tan a la ligera pasan a los libros de historia y desaparecen de nuestro consciente.
Tu reflexión sobre los aspectos jurídicos del asunto me preocupan. He de pensar en ello.