martes, 16 de enero de 2018

Adiós a Pablo García Baena

El poeta Pablo García Baena murió el 14 de enero. En 2008 publicó su poesía completa en la editorial Visor. Fue, a la postre, su último libro de versos. Yo lo reseñé en Revista de Libros (nº 153, septiembre de 2009, pág. 38). Reproduzco hoy aquí esa crítica, titulada «El lujo de la palabra», en homenaje suyo:

Pablo García Baena (Córdoba, 1923) practica una poesía exquisita. Lo ha hecho siempre, desde sus inicios en el grupo Cántico —que mantuvo viva la llama del esteticismo en la lúgubre España de posguerra— hasta hoy mismo: su último poemario publicado, Los campos elíseos, data de 2006. El amor es el principal motor de su obra: un sentimiento de entrega y frenesí, que combina, no obstante, repechos de éxtasis con vaguadas de dolor. El amor es, a menudo, desengaño, olvido, deseo insatisfecho, ruptura o retorno a la soledad; casi nunca plenitud. Y no solo el amor: la vida comparte, para García Baena, esa condición bifronte de pasión y melancolía, de elevación y declive. El tópico barroco de las ruinas —que son, como escribió el también cordobés Lucano, lo único que queda del tiempo— menudea en los versos de García Baena, y se erige en metáfora del conflicto, o de la síntesis, entre el esplendor y la decadencia. A lo largo de toda su obra, amor y muerte —el binomio existencial por antonomasia— se reflejan e interpenetran: «dora de rosa tu carne funeral, ¡oh cadáver de dicha, / nupcial materia pútrida! / Entrégame en tus labios, amor, muerte, tu edén», escribe para rematar su poema «Narciso», con el que concluye Junio (1957). El versículo, al que recurre a menudo, apuntala, gracias a la amplitud y sinuosidad de sus cláusulas, la dimensión meditativa y elegíaca de su palabra.   
          El canto al amor que es la poesía de García Baena se materializa en imágenes sensuales y exaltadas, de frecuente deriva erótica. El cuerpo joven asoma en muchas páginas, a veces transubstanciado en ángel, que es también demonio: una figura rilkeana que sugiere la fusión entre lo terrenal y lo espiritual, entre lo eterno y lo perecedero. Recorren esta Poesía completa (1940-2008) sutiles relieves homoeróticos, que se hacen más explícitos en su tramo final, como la serie «Tres voces del verano», de Fieles guirnaldas fugitivas (1990), en la que se invoca a tres figuras masculinas de la mitología, el arte y la más anónima cotidianidad: Helios, David y Bobby, que se despojaba del «pequeño taparrabos celeste, / la camiseta como broquel de un pecho / sin defensa (…) / tal un dios de tobillos alados…».
          A la sensualidad de la aventura erótica corresponden la delicadeza de la imaginería, la suntuosidad metafórica y la exacerbación léxica. La poesía de García Baena es selvática: aparece tapizada de plantas, flores, frutos, arroyos, pájaros; de epifanías de la primavera, la estación sanguínea. Sus aires rurales se radicalizan, a veces, en efusiones bucólicas, con pastores y locus amœnus y figuras mitológicas. Sus poemas celebratorios, rezumantes de pulpas y savias, saturados de aromas y colores —que se potencian mediante sinestesias—, se constituyen en breves dioramas estivales, incesantemente barrocos. García Baena también practica el orientalismo, como sus antecesores modernistas cultivaron la japonesería. Muchas de sus composiciones se parecen a cuadros de Fortuny o de los románticos del s. XIX, con escenas asiáticas o bíblicas, plagadas de sedas, pedrería y árboles exóticos. La poesía de García Baena no es solo visual, sino pictórica: una sostenida eclosión de pigmentos y geometrías. Uno de sus poemarios se titula Óleo (1958). En «Agatha 2», de Antes que el tiempo acabe (1978), incluye un bodegón: «la jerarquía del ópalo y su brillo funesto, / la anestesia fugaz del heliotropo,/ el ajenjo de paso silencioso./ Frutas de cera roja como remordimientos,/ palomas como alados pechos níveos». Y los colores —cuyo repujado cabe considerar parnasiano— lo invaden todo.
          Pero esta Poesía completa es también lingüística, radicalmente lingüística: su dimensión léxica prevalece sobre cualquier otra. Su singularidad no radica en la sintaxis, siempre ordenada —no hay delirio en García Baena; tampoco visiones—, ni en los tropos, con ser relampagueantes, ni en los temas, que prolongan la tradición barroca y acogen ecos decadentistas y juanramonianos, sino en el vocabulario, jugoso y carnal, culto e infinito, que genera unos ritmos opulentos y una melodiosa ininteligibilidad. García Baena gusta de recurrir al arcaísmo y a los lenguajes específicos, y de subrayar, mediante múltiples artificios, como la similicadencia o la aliteración, la dimensión material del verso. Góngora, su mejor maestro, le suministra el andamiaje acentual y la complejidad compositiva: zeugmas, hipérbatos, quiasmos. Sin embargo, en esto mismo se sitúa la incomodidad que puede producir la poesía de García Baena. Su naturaleza esdrújula —tanto por su énfasis como por su proparoxitonía—, su adjetivación incansable —y a veces adiposa— y su encarnizamiento léxico hacen que, en ocasiones, el mero dictado sonoro se imponga a la vibración espiritual: que la técnica, o lo tecnificado, ahogue a la emoción. A veces, el poeta fuerza tanto la expresión que resulta cursi: «Desfallecía la voz como un alhelí cárdeno en la tarde de estío», leemos en «Llanto de la hija de Jephté», de Mientras cantan los pájaros (1948). En otras, se acerca a lo incomprensible: «El unicornio, el jimio, los pavones, la alcándara, / los mitrados turbantes, gabanes cibelinos, / el bezoar y el ópalo (…), / así nos retrataron al oro de las fimbrias», dice «El tapiz de los reyes de Oriente», de Fieles guirnaldas fugitivas. En estos casos, es difícil no recordar a aquel lector que del alejandrino rubeniano «que púberes canéforas te ofrenden el acanto» decía haber entendido solo el «que». Tampoco resulta simpático el empeño de García Baena en cultivar la poesía religiosa, anacrónica donde las haya, con loores a la virgen y embelesos litúrgicos, aunque a veces no sea sino un pretexto para articular escenas suntuosas. Más interesante resulta considerar otro ámbito de su producción, embebido en el torrente exquisito de su poesía, pero suficientemente reconocible, que podríamos denominar social, y que abarca tanto la descripción de su Córdoba natal como la incorporación al poema de la realidad cotidiana, de lo que envuelve prosaicamente al poeta, más frecuente, de nuevo, en sus últimos libros. La primera comprende desde una calleja insignificante hasta el mito del Sur —un espacio dorado e inalcanzable, al que también han apelado otros grandes poetas cordobeses de su tiempo, como Manuel Álvarez Ortega—; la segunda permite un discurso menos profuso y más derechamente encaminado a la emoción.
          Poesía completa (1940-2008) acredita, en cualquier caso, una de las trayectorias poéticas más meritorias de la poesía española de la segunda mitad del siglo pasado, por su singularidad, su brillantez formal y su coherencia estética.

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