Asisto hoy, con mi amiga Teresa Morcillo, a la proyección del documental Príncipe de la Paz. Ascenso y caída de Manuel Godoy en el teatro López de Ayala de Badajoz. Aparco en la plaza de San Atón, justo debajo de la estatua del prócer. Como llego temprano, Teresa tiene interés en que vea el museo del Carnaval, en el que nunca he estado (es decir, ni en el museo ni en el Carnaval). Recorremos la galería que lo constituye admirando el derroche de imaginación (y de costura) que año tras año le echan los pacenses a las carnestolendas. Yo no soy muy amante de los festejos populares —me incomodan las muchedumbres y el ruido, pero aún más el torbellino que suponen, brotado de las profundidades de una conciencia colectiva que no necesariamente comparto: el arrastramiento y la anulación de la individualidad a que obligan—, pero reconozco el cautivador desafuero de estos atavíos inconcebibles. Después, hacemos una parada en un "chino bueno", como dice Teresa, aunque yo le hago notar que eso es un oxímoron: necesito comprar una caja para mis lápices y otros utensilios de oficina. Resuelto el trámite, nos tomamos un té en otro chino, aunque no lo parezca: el local se llama "El taller" y tiene un aspecto cabalmente occidental, aunque se trata de una franquicia fundada por un empresario oriental. Los chinos compran tierras en África e Hispanoamérica y abren cafeterías en Badajoz: se están apoderando del mundo. Llegamos al López de Ayala con alguna antelación, pensando que eso bastará para conseguir unos buenos sitios. Pero ya a la puerta nos encontramos un gentío. Saludo a Miriam, mi jefa; a Miguel Murillo, dramaturgo y predecesor mío en la Editora Regional; y a Chano Fernández, asesor del presidente. Veo también (aunque no lo saludo: no nos han presentado) a José Antonio Monago, cuya delgadez me sorprende. Pero es una delgadez fibrosa, de alguien que se cuida mucho y hace mucho deporte. El teatro está abarrotado y Teresa y yo ya solo podemos refugiarnos en el gallinero. Allí nos acomodamos en los estrechísimos asientos, más apretados que los de los aviones, que procuramos queden lejos de los abrasadores chorros de aire caliente con los que, con buena intención pero escasa sensatez, se pretende calefactarnos. El documental, con guion y dirección de Santiago Mazarro, aspira a reivindicar la figura de Manuel Godoy, en consonancia con la historiografía más reciente, que trabaja por recuperar la figura de un hombre de las Luces sepultado por capas y capas de leyenda negra, elaborada y difundida por sus muchísimos enemigos. Godoy ha sido, ciertamente, el extremeño que ha ostentado más poder en la historia: con 25 años ya era primer ministro (aunque en otras latitudes habían superado esa marca: el británico William Pitt lo fue con 23) y, a lo largo de su vida, recibió todos los títulos imaginables (y algunos que ni siquiera lo eran): generalísimo y almirante general de España e Indias, capitán general del Ejército, Grande de España, duque de un montón de ducados, señor de un montón de señoríos, caballero del Toisón de Oro, superintendente general de Correos y Caminos, Alteza Serenísima y, en fin, príncipe de la Paz, este último, el más conocido de los suyos, por haber rubricado el tratado de Basilea, que ponía fin a la guerra de la Convención. Resulta paradójico, no obstante, que se le otorgara un título tan encumbrado por concluir una guerra que había empezado él y en la que España había sido derrotada. Por el tratado de Basilea, Francia devolvió a España los territorios que le había arrebatado allende los Pirineos, pero España hubo de entregarle su territorio en la isla de la Española, amén de concederle ventajas comerciales; es decir, España se quedaba como estaba, pero Francia aumentaba sus posesiones con Santo Domingo. Que el hijo de una familia hidalga de provincias (de una provincia muy remota, como era entonces Badajoz), sin estudios universitarios ni otras prendas intelectuales, se convirtiese en el valido dilectísimo del rey y ostentara un poder casi omnímodo en España durante 16 años, no deja de ser un misterio, que el documental no despeja. Se dice que tenía don de gentes, que era un buen jinete y esgrimista, que era guapo, que hablaba idiomas, y que gracias a todo eso se ganó primero la confianza y luego el amor de los monarcas. Pero supongo que muchos otros guardias de corps y caballeros de la Corte eran tan gallardos o más que él. Sin embargo, el elegido fue Godoy. Surge aquí, inevitablemente, la cuestión de sus amores con la reina, María Luisa de Parma, que sus contemporáneos daban por descontados (y que circularon en todos los mentideros y en innumerables sátiras de la época: "Una vieja insolente / lo elevó desde el cieno, / burlándose del bueno, / del esposo que es harto complaciente", reza una entre cientos), pero que él niega elegantemente en sus memorias (muy bien escritas, por cierto) y que los historiadores actuales tienden asimismo a poner en duda. La verdad es que María Luisa tenía fama de lujuriosa y que, pese a una fealdad de guacamayo, que Goya, en sus retratos de la familia real, no se preocupó de disimular, tuvo 23 embarazos en su vida, y no se está seguro de que todos fuesen de su esposo. La buena estrella que acompañó a Godoy en palacio, fuese o no por los favores prestados a la reina, le granjeó un odio africano por parte de casi todos cuantos lo rodeaban y, en particular, de los nobles, encabezados por los condes de Aranda y Floridablanca, que habían sido secretarios de Estado antes que él y que veían en Godoy a un advenedizo sin méritos ni derechos; de la Iglesia, resentida con sus medidas contra sus privilegios y quejosa de su moral disoluta (además de ser amante de la reina y de Josefina Tudó, a la que tuvo por querida durante su matrimonio con María Teresa de Borbón y Vallabriga, prima de Carlos IV, Godoy era dueño de un "gabinete erótico" en el que se solazaba contemplando La maja desnuda, que Goya había pintado por encargo suyo y cuya modelo fue, probablemente, la propia Josefina); y, sobre todo, Fernando, el futuro Fernando VII, hijo de los reyes y poseedor tanto de un pene excepcional como de un cerebro corrompido, que hizo todo lo que pudo por derribarlo, aunque fuese a costa de ensuciar el nombre de sus padres, es más, ensuciándolo con deliberación y perseverancia (él era un cornudo; ella, una puta), porque también a ellos quería derrocarlos, para ocupar cuanto antes su lugar. Fernando, como tantos en la historia, quería ser califa en lugar del califa, y a ese deseo irrefrenable consagró sus augustos esfuerzos. Con él se concertaron todos aquellos a los que la presencia de Godoy ofendía, rebajaba o humillaba, que eran legión, para desbaratar su figura y su poder. Fueron en eso muy españoles y mucho españoles, y razonaron —es un decir— como se sigue haciendo en nuestro país: el recién llegado que no es de los nuestros no tiene derecho a usurpar nuestra posición ni a disfrutar de nuestras prebendas. La oposición a Godoy culminó en 1808 con el motín de Aranjuez, instigado por el propio Fernando: el populacho asaltó el palacio del valido, le echó el guante a Godoy, que se había escondido debajo de una estera, y le dio una somanta de palos que habría acabado en linchamiento de no haberlo frenado el Deseado: como ya había conseguido lo que quería, la abdicación de su padre y la destitución de Godoy, un asesinato a manos de la turba resultaba innecesario. En el relato de esta asonada se produce uno de los pocos patinazos del documental: los exaltados que se dirigen a por la cabeza del príncipe de la Paz, vestidos de época y enarbolando antorchas, irrumpen en su casa y lo apresan; y entonces, para simbolizar su caída, tiran por el balcón a un muñeco que representa a Godoy. Pero el muñeco cae en un paso de cebra. Otro desliz, acaso más sutil, se produce cuando su adorada Josefina Tudó lee una carta de Manuel: la caligrafía de la misiva no es de los primeros años del siglo XIX, picuda, a pluma y con reglas ortográficas hoy inexistentes, sino la del ayudante de producción del documental, con buena letra, al que se le ha pedido que la copie. En fin, la película concluye con una imagen de la modesta tumba de Godoy en el cementerio de Père-Lachaise —vivió exiliado en París desde 1832 hasta su muerte, en 1851— cubierta por una bandera española: una patriótica metáfora visual de la necesidad de recuperar, en la España moderna y constitucional de hoy, al prohombre vilipendiado y olvidado. En el documental han participado varios especialistas en la figura de Manuel Godoy (José Luis Gil Soto, Enrique Rúspoli, Emilio la Parra, Luis Alfonso Limpo) y también Carmen Posadas, y en el coloquio que sigue a la proyección lo hacen tres de ellos —Gil Soto, La Parra y Limpo—, más Alberto González, cronista de la ciudad de Badajoz. Gil Soto, que ejerce de moderador, pregunta qué se podría hacer para rescatar la figura de Godoy, a lo que Alberto González responde que traer sus restos de París y depositarlos en un catafalco en la catedral de Badajoz. Yo discrepo: la reivindicación de un personaje histórico se consigue conociéndolo y dándolo a conocer: estableciendo sus méritos y sus deméritos, difundiendo su legado, si es que lo hay, desnudándolo de adherencias y manipulaciones, algo que parece especialmente necesario en el caso de Godoy, cuya vida y memoria han sido trituradas por sus enemigos, para esclarecer logros y fracasos, y no, desde luego, practicando ese lúgubre acarreo funerario, al que tan proclives somos los españoles, que consiste en remover huesos y erigir catafalcos. Dejemos que cada cual descanse donde la vida y la muerte decidieron que lo hiciera (y asumamos que esa es nuestra historia: la de los conflictos fratricidas, la de los reyes ineptos o inicuos, la del exilio) y dediquémonos a aprender la verdad de su existencia y su labor.
Me gusta tu forma tan cercana de narrar hechos históricos, siempre con rigor y algún toque de humor. Qué bien le viene a Fernando VII lo de "querer ser califa en lugar del califa". Iznogud nos marcó y delata (más o menos) nuestra edad.
ResponderEliminarSeguro que las partes del documental que chirrían, han pasado desapercibidas para gran parte del público asistente. Lo del paso de cebra es total.
Coincido contigo en la manera de reivindicar a personajes históricos y en no remover huesos ni erigir catafalcos.
Pocas luces y muchas sombras hay en Godoy, o al menos eso es lo que se ha vendido de él durante bastantes años. Su fama de aprovechado e inepto para según qué asuntos -sin duda, no los de alcoba- le perseguirá.
ResponderEliminarDejemos al bueno de Manuel descansar en París. Qué narices pintará en la Catedral de Badajoz por muy badajocense/pacense que fuera...
Me alegro de que haya disfrutado de la visita al museo/galería Carnaval de Badajoz. Con la "modernización" del mismo llegó también su declive y sinsentido. Ahora parece más una sombra de lo que fue con el reclamo de dos macrobotellones para gente disfrazada en el centro. Lo que fue y en lo que lo han convertido algunos encorbatados...
Salut!
Merece la pena que hayas visitado el museo para que podamos leer "el cautivador desafuero de estos atavíos inconcebibles", es maravilloso que encuentres esa forma de decirlo, porque descubre una forma de mirar/decir que no está a mi alcance y de la que me apropio con alevosía.
ResponderEliminarLa reivindicación de figuras históricas suele pecar de sufijo, en este caso parece que es cosa de la extremeñ-idad. El señor Godoy debió de manejarse bien, jugar sus cartas y, por lo que se ve, disfrutar de lo lindo. Entre tanto guardia de corps cachas y guaperas debió de currárselo mucho: yo me alegro por él pero,sobre todo, por la reina.
P.D. Qué susto debe de dar que a uno lo llamen Su Alteza Serenísima, sea lo que sea.
Cada vez es mayor el nivel de los comentarios que te dejan. Me conformo con leerte y leerlos.
ResponderEliminarUn abrazo grande .