miércoles, 10 de enero de 2018

Del Tábula Calda al parque de la Isla

Hoy, 6 de enero, me regalo a mí mismo un menú de Reyes en el Tabula Calda, uno de los restaurantes de Mérida que me son más simpáticos. Fue el primero que descubrí al llegar a la ciudad, y me sedujeron tanto su aspecto, agradablemente cavernario, como la simpatía de Manolo, uno de sus dueños. Manolo rezumaba cordialidad, subrayaba que las verduras que servían eran de su propia huerta y me daba unas palmadas en la espalda que me descolocaban los órganos internos. Me llamaba "el catalán" y, cuando se enteró de que tenía problemas plantares, me recomendó con entusiasmo al podólogo que le había resuelto a él los suyos. Por desgracia, los achaques de Manolo no desaparecieron con la intervención del callista: hace meses dejó de atender el restaurante y ya solo lo he visto una vez, por la calle, con una muleta o un bastón. También Libertad, su encantadora sobrina, que se ocupaba de nosotros con esmero (y que estaba escribiendo una tesis doctoral sobre el conflicto palestino-israelí, dirigida por Shlomo Ben Ami, el elegante exembajador de Israel en España), ha dejado el local. Pero, pese a bajas tan sensibles, todavía me gusta comer en el Tabula Calda, que mantiene, mezcladas con los motivos romanos, las tradiciones hebraicas que lo distinguen. Así, el entrante es siempre una ensalada de naranja, granos de granada o pasas y aceite de oliva, que está de rechupete (Manolo nunca se olvidaba de decirme que lo mejor era mojar el pan en el aceite y el juguillo de la naranja). Y hoy sirven, entre los platos principales, un bacalao con salsa sefardí tan fino como contundente. También la música acompaña: las canticas que no dejan de sonar, con instrumentos deliciosamente periclitados cítaras, vihuelas, bandurrias—, me recuerdan a las tonadas de Las locas aventuras del rabbi Jacob, de Louis de Funes. El local está lleno. La gente celebra la Epifanía del Señor ante los Reyes Magos con un ágape familiar, otro más de los que se suceden, como las vallas del derby de Epsom, en estas señaladas fechas. En la mesa vecina, ocupada por media docena de personas, distingo a una joven muy hermosa, y muy ataviada para la ocasión, que, lamentablemente, mastica con la boca abierta. No sé si quien parece ser su novio o acompañante, que me da la espalda, la imita en esa desdichada costumbre, pero sí advierto, cuando se levanta para ir al baño, que es muy feo. Yo concluyo el menú y la lectura de El País, y salgo a dar un paseo por la ciudad: necesito estirar las piernas, acartonadas después de muchas horas de lectura y escritura, y estimular la digestión, que, tras las patatas panaderas, el bacalao y la tarta de queso, se anuncia pesada. Me dirijo al puente romano y al parque de la Isla. Suelo recorrerlo cuando necesito caminar: nunca hay mucha gente, y hoy luce un sol enérgico, que contrarresta al frío. El sol también hace que el azul del cielo y el del río que discurre con sosiego, solo perturbado por algún pato de irisaciones eléctricas sean muy azules, y el verde de la vegetación isleña, muy verde, aunque tapizado de flores muy amarillas, que, desorientadas por la templanza del invierno, se han adelantado a la primavera. Pienso en el principio de Don de la ebriedad, de Claudio Rodríguez, el prodigioso poema que escribió con 17 años, andando por su Zamora natal y las orillas del Duero "Siempre la claridad viene del cielo; / es un don...". Recorro la isla de un extremo a otro. En muchos árboles palmeras, pinos, cedros, plátanos se concentran bandadas de pájaros, que hacen que las copas suenen como carracas monstruosas. Paso por debajo de todos los puentes que la cruzan, incluso el del ferrocarril, en el extremo norte, y llego hasta donde empieza a ensancharse el embalse de Montijo. Creo distinguir allí, en la ribera, una garcilla cangrejera, uno de esos pájaros que parecen encogidos, un buruño de plumas, pero que, cuando cazan, precedidos por el arpón del pico, despliegan un aerodinamismo y una agresividad encomiables. Los gansos y ocas con los que me cruzo, en cambio, demuestran no tener ningún miedo a las personas, es más, las achuchan para que les den algún alimento. Un grupo ruidosísimo, a veces desbaratado por la incursión de algún niño, ocupa un recodo entero. En el siguiente, lo que abunda son los gatos. Una manada (si es que hay manadas de gatos, unos animales individualistas por naturaleza) remolonea entre la maleza: algunos dormitan, otros se desplazan unos pocos metros sin propósito aparente, los más me observan con indiferencia. Me admira esta convivencia de ánades y felinos, de presas y depredadores: unos y otros, a pocos metros de distancia, viven y dejan vivir, como deberíamos hacer los humanos. Claro que los territorios están claramente diferenciados, y que es muy posible que los gatos, alimentados también por los paseantes, no tengan hambre, y que los pájaros echan a volar a la menor amenaza, pero dos o tres detalles de la realidad no van a estropearme un pensamiento elevado. De regreso ya al puente romano, cruzo una pasarela y avanzo por el paseo habilitado a los pies de la alcazaba. Pasan parejas de la mano, otros solitarios, como yo, que disfrutan de la caminata y el sol, algunos ciclistas y gente en chándal o zapatillas de deporte que camina rápido, aunque no tanto como Rajoy. Supero a un grupo de jóvenes que aúna todo cuanto parece caracterizar a los grupos de jóvenes: cascos de motos, tatuajes, piercings y tachuelas, loros con música a todo trapo y móviles, muchísimos móviles. Un subgrupo, de hecho, ha formado un corro en el centro del paseo y bebe de las imágenes de los teléfonos que sus integrantes han juntado como quien participa de un acto iniciático (yo pensaba que se estaban liando unos porros, pero no: lo estupefaciente es Internet). Sigo la ruta a casa, pero esta vez no por la calle de Santa Eulalia, sino por la de Almendralejo, donde antaño tuviera su sede la Editora Regional de Extremadura. Veo una agencia inmobiliaria que se anuncia como una "inmobiliaria de confianza": es un oxímoron. Lo único de lo que puedes estar confiado, cuando tratas con una inmobiliaria, es de que te va a desplumar. Más allá, cerca del hornito, frente al que pasa un señor que se persigna (aquí siempre hay gente santiguándose o rezando: los emeritenses le tienen mucha devoción a a Santa Eulalia), oigo el llanto desgarrador de una niña. Va en una bicicleta de la que se quiere bajar. El padre la arranca del sillín, y la madre, que lleva a otro bebé en brazos, le grita: "¡Pues ahora te montas, coño! ¿Para qué te la hemos regalado si no quieres subir? (el "te la hemos regalado", en un día como hoy, puede ser un desliz causado por la ira, o quizá sea esta una familia adelantada en decir a sus hijos todo lo que tienen que saber) ¡Vamos a la plaza y aprendes! ¡Tienes que aprender! ¡Pues anda que la señorita no quiere ahora ir en bici...!". No siempre los Reyes nos traen los regalos que esperábamos, o  no siempre son como los esperábamos. Aún recuerdo el chasco que me dieron cuando, de niño, no me trajeron la escopeta de balines que había pedido. Sus majestades sospechaban, con razón, que la utilizaría para demediar la manada de gatos (sí, sí las hay) que vivía en el patio interior de nuestra manzana y que, desde el balcón de casa, constituía un estimulante blanco móvil. Pero también recuerdo la expresión de alegría de mi madre cuando me contó que un año, en el pueblo, en los años cuarenta, los Reyes le trajeron una onza de chocolate. Una onza de chocolate. Mi primera bici, en cambio, no me la mandaron los Magos de Oriente, sino que fue un regalo de cumpleaños. Y aprendí a ir en ella en una era. Me caí muchas veces, como es natural, pero me reponía comiendo el chocolate que mi madre había traído en una cesta, mientras ella me limpiaba las rozaduras y me acariciaba el pelo.

2 comentarios:

  1. Como los gatos de tu manada los imaginaba grandotes y voluminosos, me puse a husmear en el diccionario y (¡tachán!) descubrí que existe "gatería", aunque también me quedo más tranquila con una colonia de mininos.
    Los regalos mágicos, vengan en Reyes o en cualquier otra época, son casi siempre los que no se pidieron (o no se pronunciaron). Llegan y se quedan para siempre. Los que se piden con insistencia, sin sosiego ni tregua, si tardan o llegan a destiempo, se desbaratan de magia.
    Esto dice Muñoz Molina: “Lo que tarda tanto en llegar es igual que si no hubiera llegado, peor incluso, porque el cumplimiento a destiempo de lo que tanto se deseó acaba teniendo un reverso de sarcasmo.”
    La alegría de tu madre niña con su chocolate es calorcito para el corazón.
    Un beso.

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  2. Emocionas, Eduardo, emocionas.

    Un abrazo grande.

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