Mudarse —una actividad que yo ya no imaginaba volver a realizar, tras quince años de residencia bajo un mismo techo, pero que los azares de la vida (aunque nunca hay azares, sino siempre decisiones) han querido que practique otra vez, ¡ay!, con insistencia y deliberación— es como divorciarse: te separas de un cuerpo conocido para acceder a otro cuyas inclinaciones, debilidades y recovecos te son aún ignorados, pero que empiezan a insinuarse desde el contacto inaugural. Escribo esto mientras oigo la batahola de la cabalgata de los Reyes Magos que, como todos los años en Mérida, empieza en mi calle, y que mezcla todos los estilos musicales, en un alegre zurriburri de flamenco, noches de paz, noches de amor, bandas sonoras de películas de Walt Disney y grandes éxitos de Raphael. Y esta es una primera y principal característica de mi nuevo piso: es menos silencioso que el anterior, lo cual me perturba y hasta me enfurece. Ayer mismo descubrí también el origen de un extraño ruido, parecido al tableteo de una ametralladora, que me salpica todas las tardes, y que me impide echar una siesta imprescindible mientras me aturdo en el sofá con las gansadas de Zapeando: es una picadora mecánica de piedra que despedaza las rocas que asoman en el solar de una obra cercana. Lo mejor del descubrimiento es que el ruido no proviene del propio inmueble; lo peor es que las obras tienen, por el tamaño del terreno, toda la pinta de que van a ser las de El Escorial: largas en el tiempo e insufribles en los decibelios. El silencio me es vital para leer, escribir y descansar, para, en suma, estar en paz conmigo mismo, y mi nuevo piso apunta a una inaceptable tolerancia con el ruido. Cuando decidí alquilarlo, no lo sabía, claro: no podía saberlo. Debería estar regulado por ley que los candidatos a inquilinos, en lugar de ser urgidos a firmar el contrato de arrendamiento como si fuesen a contraer la lepra de no hacerlo, pudieran permanecer en el piso, sin coste alguno, el tiempo suficiente para conocer sus condiciones y características, entre ellas su insonorización (o su falta de ella) y los hábitos, de educación e higiene, de los vecinos. Es muy desagradable, cuando ya se ha constituido la fianza, pagado un mes por adelantado y la comisión de la agencia inmobiliaria, y hecho la mudanza, esa otra bienaventurada tarea de los cambios de residencia, descubrir que los tabiques son tan delgados que no nos impiden oír los ronquidos o las flatulencias del morador paredaño, o que el ocupante del piso de arriba está aprendiendo a tocar la batería, o que los del tercero segunda tienen un perro abominable que se mea en los descansillos, o que algún listo aparca en nuestra plaza de aparcamiento cuando nuestro coche no está, entre una lista casi infinita de posibles agravios comunales. Que se nos revelen estos hechos infaustos no es la única adversidad que debemos afrontar cuando nos instalamos en otra vivienda. Porque, dentro, las cosas pueden ser aún peores. Uno de los atractivos de mi nuevo piso es el jardín, que, por fortuna, no lo es de hierba natural —me he jurado a mí mismo no ocuparme jamás de ninguna tarea agropecuaria—, aunque algunos hierbajos silvestres estén brotando ya en las junturas y crezcan con preocupante rapidez, sino de césped artificial. El jardín, amplio, cubierto, recogido, con dos tumbonas de mimbre que auguran felices tardes de sol, lectura, gin-tonic y baños en la piscina adyacente, y que lucía limpio y esplendoroso cuando lo visité, escoltado por una solícita agente inmobiliaria, se ha revelado, tras apenas algunos días de estancia, un andurrial ominoso, plagado de peligros. Una mañana, tras una noche de ventarrón, apareció cubierto por una lona, grande como para cubrir un camión, que había llegado volando y que nadie ha reclamado. Otra, una parte del recubrimiento de la reja estaba arrancado, quiero pensar que también por el aquilón y no por la malignidad de los vecinos. Cuando llueve, el agua se acumula en la superficie hundida de la mesa de plástico en la que yo soñaba con organizar amenas comidas veraniegas, y que ahora ya solo veo como el lugar de cría del mosquito tigre. Y casi siempre encuentro por el suelo objetos adustos y abandonados —una bombilla rota, un trozo de manguera, una braga vieja—, entre los que temo que se cuente algún día un preservativo usado, además de las bolsas vacías de patatas fritas, entre otros desperdicios, que me regala con prodigalidad el viento. En otras ocasiones, un detalle se convierte en un infierno. Así, por ejemplo, cuando me estaba duchando por primera vez en el nuevo piso, y enjabonado hasta la coronilla, me quedé con el pitorro del grifo de la bañera que hace que el chorro del agua salga por el teléfono de la ducha y no por el propio grifo en la mano. Lo más inquietante era que, con el artefacto desenganchado, no había manera de que el agua volviera a salir por el teléfono, lo que me enfrentaba a una disyuntiva diabólica: secarme con una toalla o llenar la bañera y enjuagarme en ella. Opté por lo primero, no sin soltar algunos juramentos irreproducibles, porque hacía un frío que ríete tú del que pasó Shackleton (aún no había aprendido a encender la calefacción) y esperar a que la bañera estuviese llena me habría dejado como a Jack Nicholson en el laberinto de El resplandor, además de hacerme llegar tarde al trabajo. Lo de encender la calefacción, que he mencionado en passant, tiene también su aquel. De hecho, es imposible hacerlo sin una formación previa en ingeniería eléctrica y dinámica de fluidos o una intervención divina. Lograrlo con la mera lectura del manual de instrucciones está descartado, porque la lectura de los manuales de instrucciones de los electrodomésticos nunca es mera, sino un ejercicio demoníaco que convoca al espíritu de Tristan Tzara y nuestros más soterrados instintos homicidas. Así que uno solo puede confiar en que la Providencia nos ilumine o en un cuñado que, excepcionalmente, sepa de lo que habla. Yo lo conseguí, arrebujado en mantas, por un golpe de suerte: venciendo la tiritona de los dedos, que dificultaba la manipulación del termostato de la calefacción (antes había tomado por él al mando del aire acondicionado, con lo que logré que la temperatura de la casa bajara de cero), y cuando ya estaba a punto de salir a El Corte Pekín a comprar varias estufas de rueditas, di con el indicador de la regulación manual que me permitió establecer la temperatura adecuada. Oí el clic de la puesta en marcha de la caldera y el gorgoteo de los radiadores, que entraban asimismo en funcionamiento, como quien oye chirriar los goznes celestiales y abrirse las puertas del paraíso. Excluidos el horno y la vitrocerámica, que no pienso utilizar, ahora ya solo me falta enfrentarme al lavavajillas y a la lavadora. Ambos me miran, desafiantes, desde su impasibilidad blanca. Ayer me tomé la sopa en el frutero, porque ya he ensuciado todos los platos. Y solo me queda un calzoncillo limpio. No voy a poder demorarlo más.
Ese piso promete, Eduardo. Parece un pelín rebelde, indisciplinado, ruidoso... pero dale tiempo y encontrarás en él huecos estupendos para guardar tus cosas; llegará la primavera y quitarás los yerbajos (te molestará lo que entorpece el agrado); colocarás alguna maceta (¿un cactus, por ejemplo, que requiere poco andamiaje agropecuario?) en la mesa hoy encharcada; tomarás una ensalada bien colorida al anochecer; charlarás, reirás, hasta puede que bailes o cantes sin acordarte de los vecinos (incluso molestándolos con tu feliz ruido). Y no será la Providencia o la bienaventuranza, ni se convertirá en el paraíso (se ve que el paso de sus majestades se infiltró en el léxico), será que lo reconociste ya, después de intuido, como tu casa.
ResponderEliminarP.D. Pediré a Los Reyes que te traigan loza y calzoncillos.
¡Ánimo!
ResponderEliminar¡Que no "panda el cúnico"! Tranquilidad. Si los lápices están en su sitio, todo está bien.
ResponderEliminarJajajajajaja, ¡cómo me has hecho reír! Gema es una Crack haciendo comentarios.
ResponderEliminar¿Tus libros bien? Eso es lo más importante.
Como dice Andreu Navarro: ánimos.
Un abrazo grande.