martes, 13 de febrero de 2018

En Italia (I): Milán

Milán es una ciudad compuesta por un montón de vías layetanas: por calles de mucho tráfico, ceñidas por edificios pretenciosos, amazacotados y grises. Que haya llovido durante casi toda nuestra estancia no ha ayudado: la sensación de grisura, incluso de lobreguez, ha sido aún mayor. No obstante, Milán cuenta con algunas cosas no solo dignas de visitar, sino, probablemente, sin igual en el mundo, como el conjunto formado por la catedral el Duomo—, la plaza de la catedral y la galería Víctor Manuel II, que la conecta con el teatro de La Scala. La primera cuya construcción ha durado casi seis siglos; se acabó, oficialmente, en 1965 es un fastuoso templo gótico, en el que caben 40.000 personas, enteramente revestido de mármol y adornado con centenares de estatuas, tanto dentro como fuera, todas distintas y todas perfectas. En las terrazas, a las que se puede subir, se siente uno perdido en un bosque de pináculos, gárgolas, chapiteles y cresterías. Ángeles no lo disfruta, porque tiene vértigo. Yo respiro un aire de piedra, mezclado con los miasmas del catarro que inevitablemente cojo cuando salgo de viaje. Al interior se accede tras pagar un congo y ser cacheado por soldados del ejército, vestidos de camuflaje y con el arma terciada. Las vidrieras, descomunales, vuelcan en las naves una luz incendiada de colores. La estatua de San Bartolomé, de Marco da Agrate, saluda a los fieles y visitantes con serenidad, lo que resulta notable, teniendo en cuenta que el santo fue despellejado vivo por orden de Astiages, rey de Armenia, que lo conminó infructuosamente, quod erat demonstrandum a abjurar de su fe. Su cuerpo se alza con los músculos y tendones a la vista, y su rostro no expresa dolor alguno. Más aún: toda su actitud es de sosegada aceptación, y hasta de complacencia, como demuestra que se cubra, como si fuera una toga, con la piel que le ha sido arrancada. A su espalda queda la de la cabeza, con barba y todo. La indiferencia ante el dolor infligido por los enemigos de la fe era una constante en la representación de los santos, y del propio Jesucristo, por parte de los artistas cristianos. Con ella significaban la fortaleza sobrehumana que les infundía su credo, que volvía baladí la tortura física. Por eso el oscense Lorenzo, puesto a freír en una parrilla, fue capaz de espetarles a sus verdugos: "Dadme la vuelta, que de este lado ya estoy hecho" (aunque el hecho de que fuera maño quizá explique su virtuoso desplante mejor que la intensidad de su devoción); o el narbonense Sebastián parece estar tomando el sol, con aire que ha fascinado siempre, comprensiblemente, a los gays, cuando las flechas de los soldados de Diocleciano lo convierten en un alfiletero. Ante la efigie milanesa de Bartolomé, Ángeles siente una doble exaltación: como patóloga, admira la representación anatómica del santo, hecha con precisión de autopsia; como católica, se complace en la entronización de la fe que encarna, y nunca mejor dicho, el santo.

En Milán, como en casi todas las ciudades italianas, pervive la arquitectura fascista. Benito Mussolini, el autócrata de opereta, pero no por ello menos sanguinario, al que parodió Chaplin en El gran dictador, quiso recuperar la grandeza de la Roma imperial con una arquitectura de corte racionalista, que subrayara la solemnidad de su régimen con la armonía y la gravidez de sus construcciones. La monstruosa estación central de tren es obra de Mussolini (aunque despojada de las dos desmesuradas águilas fascistas que la presidían); también el no menos colosal palacio de justicia (donde la justicia poética ha querido que se juzgara y condenara a Silvio Berlusconi, discípulo suyo). Cerca de la primera se encuentra la plaza Loreto, donde, a finales de abril de 1945, se sometieron a todo tipo de ultrajes y se acabaron colgando boca abajo los cadáveres del dictador y de su amante, Clara Petacci, fusilados un día antes. Otro ejemplo de (horrible) justicia poética: en ese mismo lugar, algunos meses atrás, los funcionarios de Mussolini habían colgado los cuerpos de 15 partisanos antifascistas. El racionalismo fascista, valga el oxímoron, aunque solo a efectos arquitectónicos, sobrevive también en algunos lugares más amables, como la villa Necchi Campiglio, la maravillosa residencia de la familia homónima, diseñada por el arquitecto Piero Portaluppi, autor también del pabellón de Italia en la Exposición Universal de Barcelona de 1929. Los camisas negras hicieron de ella su sede en la Segunda Guerra Mundial. Pero también, una vez liberada la ciudad, los británicos. A todos les gustaba, y todos se esforzaron por preservarla. En el interior, vemos una fotografía de Juan Carlos I dedicada, en 1986, a Gigina Necchi, la última propietaria del edificio, en el que murió casi centenaria. Y también una agenda de teléfonos, de cuando aún había agendas de teléfono, al lado de un teléfono de pasta. Está abierta por la página en la que consta anotado el número de Simeón, aquel rey de Bulgaria al que Franco ofreció asilo en España. Pero no creo que conteste si lo llamo.

Milán, con toda su grisura, es una ciudad riquísima, aunque, nos aseguran, también tiene barrios pobres. Pero nosotros no los vemos. Lo que vemos son tiendas innumerables, todas exquisitas, todas decoradas con un gusto superior, y todas muy caras. Y, por todas partes, unos precios londinenses: en Taveggia, un antiguo y hermoso café art nouveau, me cobran ocho euros por un té. Lo repito, porque aún no he salido del estupor: ocho euros por un té. En las calles Montenapoleone y La Spiga, paralelas, se concentran las tiendas internacionales más exclusivas. Ambas constituyen las grandes construcciones del capitalismo moderno, que ya no son estaciones de ferrocarril, ni palacios de justicia, ni siquiera suntuosas villas familiares. Estas son las divinidades del sistema, todas cortadas por el mismo patrón: una decoración espectacular, que constituye una obra de arte en sí misma; unos productos solo al alcance de la élite económica; unos porteros con cuerpos de atleta, vestidos con trajes a la medida, muchos de ellos negros (los porteros, no los trajes: la negritud subraya la impresión de servidumbre que las marcas desean transmitir a sus clientes); unos guardias por la calle con chalecos antibalas y subfusiles de asalto; y unos mendigos, también por la calle (pero no patrullándola, sino tirados en las aceras), que sobreviven, con riesgo de sus vidas, al difícil invierno lombardo. Mientras paseamos, asediados por un lujo inalcanzable, nos cruzamos con un hipster multimillonario que luce borsalino, barba trapezoidal, traje y chaleco a cuadros, leontina de oro y zapatos stefano berner. Y también con unos cuantos deportivos de colores chillones, que pasan conteniendo el rugido. Esta es, me dicen, la calle preferida de Cristiano Ronaldo en Milán. A mí, en cambio, el lujo siempre me ha parecido una gilipollez.

Milán es una de las capitales mundiales de la moda, y eso es algo que también está siempre presente en las calles. Las mujeres, en particular, exhiben un estilo delicado y al mismo tiempo ostentoso, que remarca un fenotipo delgado, tal vez demasiado escurrido para mi gusto. Y casi todas visten de negro: el negro es el color más elegante, y además adelgaza. Pero no solo en el vestuario se refleja la finezza que caracteriza a los italianos (y cuya ausencia caracteriza a los españoles, como recordó Giulio Andreotti, aquel finísimo mafioso), sino en todo: en el mobiliario de los bares, en el alumbrado público, en las tiendas de flores, en la forma de moverse y hablar. La exquisitez de las personas y las cosas impregna el ambiente: lo esculpe. Hasta tal punto que lo disonante chirría con una estridencia singular. Cuando paseamos por la galería Víctor Manuel II, que es lo que en Londres se llama una arcade, pero a lo bestia, nos cruzamos con dos especímenes de cierta mulier hispanica: muy gordas, despeinadas, con prendas de chándal, baratas y ceñidas, que subrayan el desparramarse de las carnes; y las dos fuman y hablan a voces (en catalán). Son el paradigma del turismo pueblerino, del descuido y la torpeza, del desaliño y la fealdad. Y compatriotas nuestras.

1 comentario:

  1. Hay un San Bartolomé de Ribera en la colegiata de Osuna que estremece: el brazo en carne viva, los claroscuros, los blancos de las telas...Casi todas las escenas de martirio (que conozco) me sobrecogen; una de las pocas que no lo ha hecho es la Santa Lucía de Juan de Borgoña, su candidez se sobrepone a todo lo demás.
    El lujo, ya sabemos, es el tiempo; ese otro que describes, con su elegancia y exquisitez, recuerdan a las casas sin vida de las revistas, a gente que maquilla su fatiga o que nunca se chupa los dedos comiendo algo rico, a escenario de película y a frío. Muchas de las cosas que más (me) gustan cansan, despeinan, "desempingorotan", pringan, gotean, salpican, embadurnan y (me) gustan, también, por eso. Lo mismo es cosa de los fenotipos: el escurrido elegante, el desbordado escandaloso, el "meimportauncarajoelfenotipo"...
    Lástima que el tiempo no os haya acompañado.

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