En mi última visita a Madrid fui de librerías, como casi siempre hago, pero mi fracaso fue total: buscaba un libro del peruano Loayza, otro del norteamericano Perelman, otro del brasileño Rubem Braga y, en fin, la última entrega de Reino de Redonda, una historia de los papas escrita por John Julius Norwich, uno de esos ensayistas ingleses dotados de una lucidez admirable, una prosa perfecta y la ironía que les es consustancial, siendo ingleses. Solo encontré a Norwich, aunque el único ejemplar que había estaba dañado —con una esquina arrugada como un acordeón— y La Central no me lo rebajaba más que un 5%. Los demás títulos faltaban, se habían agotado o incluso se dudaba de que existieran. Descarté el Norwich: no me gusta pagar a precio de novedad, o casi, libros maltratados. Con las manos vacías y un humor de perros, ya me iba, cuando la vista cayó —supongo que por el atractivo inconsciente de una cubierta negra, amarilla y azul— en un título sorprendente: Diccionario de la estupidez (Malpaso, 2017, traducción de Elena Martínez Nuño), de un autor italiano desconocido para mí, Piergiorgio Odifreddi, profesor universitario de lógica matemática, ensayista y —y esto es lo que más me gustaba— ateo, y no solo ateo privado o particular, sino ateo presidente de honor de la Unión de los Ateos y de los Agnósticos Racionalistas, nada menos. El asunto de la estupidez me preocupa cada vez más, junto con el de la soledad: quizá sean los dos temas sobre los que más he reflexionado en estos últimos meses, acaso porque se ciernen fatalmente sobre mi vida. No puedo evitar sentirme rodeado, más aún, anegado por la estupidez, que está, o que me parece que está, por todas partes: solo he de encender la televisión, leer los periódicos, escuchar a los parroquianos de cualquier bar o a los contertulios de cualquier tertulia, o asomarme a las redes sociales para percatarme de su predominio absoluto, de su presencia ineludible, también dentro de mí: la estupidez no solo nos impregna, sino que se infiltra en nosotros, nos coloniza, proclives como somos a la idiocia, la sinrazón y la vaciedad. Diccionario de la estupidez, que se acoge al famoso dictum de Einstein: "Hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana, pero sobre el universo aún tengo dudas", es, propiamente, un diccionario, estructurado en entradas ordenadas alfabéticamente, desde la primera, "Abraham", hasta la última, "Zichichi (Antonino)". Me gustan los diccionarios: esa sensación de orden que inspiran, ese racionalidad formal, esa pautada erudición. Algunos diccionarios han sido fundamentales en mi vida: el Diccionario del diablo, de Ambrose Bierce, un prodigio de inteligencia, con el que este de Odifreddi presenta más de una semejanza; el Diccionario de símbolos, de Juan-Eduardo Cirlot, otro alarde de agudeza, empapado de lirismo y de sapiencia épica; el Diccionario etimológico de la lengua castellana, de Joan Corominas, una lectura insólitamente fascinante y uno de los libros que más ha contribuido a mi formación como filólogo y como escritor. (Por cierto, y aunque esté mal que yo lo diga, el también titulado Diccionario de símbolos, de Jesús Aguado, que acaba de publicar la Editora Regional de Extremadura, constituye una aportación singular a esta relación de repertorios imprescindibles). El Diccionario de la estupidez mantiene una forma inflexible: ninguna entrada tiene más de tres párrafos. La deliberada estrechez de las definiciones obliga a un constante ejercicio de síntesis, que exige una cuidadosa elección de los argumentos y una lectura indesmayablemente atenta. Odifreddi revela algunas obsesiones y, en consecuencia, algunas dianas predilectas, asuntos donde la estupidez parece concentrarse con especial ahínco, como las religiones y las demás formas del pensamiento mágico, en las que brillan hechiceros, oráculos, exorcistas, homeópatas, cienciólogos, numerólogos, astrólogos y lectores de horóscopos, negacionistas, creacionistas, antivacunas, creyentes en extraterrestres y fenómenos paranormales, conspiranoicos, chamanes, charlatanes y toda suerte de embaucadores. Tampoco le gustan los notarios, las olimpiadas ni Oriana Fallaci. Sus microensayos —porque eso es lo que son las entradas de este lexicón— reúnen sarcasmo y rigor. Odifreddi no teme vapulear a quien convenga, así sea el papa de Roma, o sobre todo si es el papa de Roma —"si he olvidado insultar a alguien, le pido disculpas", una frase pronunciada por Johannes Brahms al salir de una fiesta, es el epígrafe del libro—, pero no olvida consignar las razones del vapuleo. Dialécticamente impecable, el racionalismo de Odifreddi destruye cualquier manifestación de dualismo, idealismo, trascendentalismo o retraso mental. Así define las religiones: "Schopenhauer dijo que el médico ve al hombre en toda su debilidad, el abogado en toda su maldad y el sacerdote en toda su estupidez. En otra ocasión, habló de las religiones como hijas de la ignorancia que no sobreviven mucho tiempo a la madre, añadiendo que el califa Omar hizo incendiar la biblioteca de Alejandría porque los libros que concuerdan con el Corán son inútiles y los que no concuerdan son dañinos. La estupidez religiosa asigna causas animadas a fenómenos inanimados, como hacen los perros cuando ladran a algo que se mueve porque creen que es alguien. Las antiguas divinidades eran justamente hipóstasis de eventos naturales, personificaciones como Júpiter Pluvio, Tonante o Fulminante para la lluvia, los truenos y los rayos. Hoy en día, a Júpiter se le llama Dios Padre, 'creador del cielo y de la tierra', pero no por eso se ha hecho más listo. La ignorancia religiosa prescinde, por un lado, de las causas naturales de los fenómenos, como cuando toma por milagros las curaciones espontáneas, el efecto placebo o los tratamientos médicos. Y, por otro, considera que debe buscar explicaciones incluso cuando no tiene sentido hacerlo: por ejemplo, cuando nos pregunta cuál es el 'sentido de las cosas' o el 'sentido de la vida', sin saber que solo tiene sentido preguntarse cuál es el 'sentido de las oraciones'". (Lo del "sentido de la vida" me recuerda aquel chiste de Woody Allen, otro racionalista que apela al humor: "Fui a mi rabino a que me revelara el sentido de la vida, y mi rabino me lo reveló. Pero lo hizo en hebreo. Luego me pidió 600 dólares por enseñarme hebreo"). Pero la corrosión de Odifreddi no solo recae en los asuntos espirituales, sino también en los más prosaicos y cercanos. Así describe a los políticos: "Napoleón decía que en política la estupidez no es una desventaja. El motivo es que los políticos han de gustar a la gente, que en su mayoría es estúpida: por lo tanto, un político que no sea estúpido debe fingir serlo. Pero como interpretar, a menos que uno sea un gran actor, es siempre menos convincente que actuar de modo natural, en política sería una desventaja no ser estúpidos. La estupidez del político se manifiesta de forma banal en decir o hacer cosas estúpidas. Pero se sublima en aquello que se llama 'politiquear', es decir, el arte de hablar sin decir nada. (...) Winston Churchill decía que el mejor argumento contra la democracia son cinco minutos de conversación con un político o un elector, precisamente a causa de su estupidez. Bertrand Russell precisaba que los elegidos no pueden nunca ser más estúpidos que sus electores. Y George Bernard Shaw concluía que el advenimiento de la democracia había sustituido el nombramiento de unos pocos corruptos por la elección de muchos incompetentes" (aunque muchos de los nombrados hoy son corruptos e incompetentes). Pese a la inquina argumentada y sabiamente administrada contra muchas personas, teologías y pseudo o anticiencias que se la merecen, Odifreddi también critica cosas que cuesta tener por estúpidas: por ejemplo, el bachillerato de humanidades, en el que considera especialmente deplorable que se enseñen lenguas muertas (aunque es una crítica desfasada: en España, al menos, el latín ya casi ha desaparecido, y el griego lo hizo hace mucho); el psicoanálisis, que define, siguiendo a Nabokov, como una forma moderna de terapia vudú; o el existencialismo, que no causa estragos si se limita a los escritos de los filósofos de la banda —Kierkegaard, Nietzsche, Jaspers y Heidegger—, pero que puede resultar devastador si se expande a las novelas de escritores como Dostoievski, Moravia, Camus y Sartre, que "llegan a las manos de un público indefenso al que inoculan una generosa dosis de estupidez a fin de ayudarle a alcanzar la indiferencia, el tedio o la náusea". Las antipatías de Odifreddi alcanzan a tareas o gestos tan aparentemente inocuos como llevar corbata, beber agua mineral o leer el periódico (salvo que el periódico sea La Razón). Incluso denuesta grandes e indudables avances de la Humanidad, como el aire acondicionado (con respecto al cual yo mantengo la misma actitud que, de nuevo, Woody Allen: "Entre Dios y el aire acondicionado, prefiero el aire acondicionado"). En general, el italiano demuestra poca sensibilidad por las manifestaciones artísticas que no sean el ensayo o la filosofía de la ciencia, y se manifiesta especialmente refractario al pensamiento analógico, y a menudo irracional, de los poetas. En todas estas objeciones, Odifreddi se revela un poco estúpido también, como él mismo anticipa en la nota introductoria del volumen: "Antes o después todos pensamos, decimos o hacemos alguna estupidez; solo queda determinar cuántas. El autor sabe que ha cometido alguna, espera haber escrito muchas y se excusa por no haber pensado muchas más". También se constata, en Diccionario de la estupidez, alguna omisión, achacable al tiempo transcurrido desde su composición: se echa de menos, por ejemplo, una entrada sobre Donald Trump, probablemente el mayor estúpido del planeta. En lo que respecta a los presidentes estadounidenses, Odifreddi dedica su atención a George W. Bush, el más estúpido de la historia norteamericana —y eso que ha tenido mucha competencia— hasta el advenimiento de Trump, que ha hecho que pareciera Aristóteles. Sin embargo, el mayor defecto de Diccionario de la estupidez, frente a sus muchas virtudes, es cierto integrismo cientifista, cierto racionalismo abrumador: a veces, Odifreddi tiene demasiada razón, y eso socava su propio discurso, que se agrieta, y hasta desmorona, corroido por los mismos ácidos que segrega. El libro, no obstante, rezuma inteligencia, con la que defiende principios crecientemente pisoteados por los imbéciles del mundo: la duda y el escepticismo metódicos, la sensatez inteligente, el laicismo, los valores de la ciencia. Y lo hace con espíritu irreprochablemente crítico, irreverencia e ironía y una pluma afilada, como debería ser siempre.
Me gustan los diccionarios, mucho, aunque no es el orden y la racionalidad lo que más me atrae de ellos, sino cómo consiguen atraparnos más allá de aquello que buscábamos esclarecer, aclarar o verificar. Caminamos despacito por una entrada y acabamos precipitándonos por pasadizos y puertas secretas que acaban en otra entrada, de otra letra, 70 páginas más allá. Así voy yo por los monolingües, no digamos ya por los bilingües, que son como esas tiendas de chocolate, donde una entra a comprar una cajita y acaba identificando innumerables texturas, grosor, intensidades y rellenos mareantes al imaginar su contacto con las papilas.
ResponderEliminarTodo esto me pasa, claro, con los diccionarios en papel, malheridos por el uso y la querencia; los digitales son otra cosa, no invitan al paseo; los visito con asepsia y rapidez.
He frecuentado otros, aunque con menos placer y ahínco, para aprender muchísimas cosas (de mitología y de iconografía cristiana, especialmente).
Este inventario de estupideces que nos presentas se me antoja una tarea menos sublime que la del lexicógrafo. Este deberá dejar constancia del significado de palabras que permitan a Odifreddi (curioso apellido, por cierto) describir realidades estúpidas, pero no se acercará a la estupidez más que en lo abstracto, no se manchará con ella. Aunque, como bien señaláis ambos, todos hacemos y decimos estupideces. Peor aún, callamos y dejamos de hacer estúpidamente.
P. D. Soy consciente de que me gano el premio "comentarista pesada" en tu blog. Besos de disculpa.
Comentarista pesada no, Gema; comentarista inteligente.
ResponderEliminarComo curiosidad, ya que te preguntas por el apellido: si no voy mal, debe ser una variante del patronímico correspondiente a Alfredo: Aldefredus > Audefredus > Odifredus.
Saludos.