Como es una pequeña ciudad italiana, de no más de 80.000 habitantes, situada a la orilla del lago del mismo nombre, en la que, como dice mi amigo José Ángel Cilleruelo, resultan difíciles las metáforas. Llegamos en tren desde la cercana Milán. Está nublado y eso le resta esplendor al paisaje alpino que la rodea, pero al menos no llueve, como ayer en Milán. No obstante, el cielo encapotado le da un aire misterioso, como si un cendal de humedad velara las aristas de las cosas y entenebreciera lo evidente; y siempre es bueno que lo evidente lo sea algo menos. Iniciamos el descubrimiento de la ciudad por la passeggiata Gelpi (tuve un buen amigo en el colegio que se apellidaba así, Gelpi; se murió con poco más de cuarenta años), donde se suceden las villas neoclásicas, construidas entre los siglos XVII y XIX y rodeadas de fastuosos jardines, aunque en alguno deshaga la paz el estruendo insufrible de los sopladores de hojas, esas máquinas de Satanás con las que la desventura ha sembrado el mundo. En la villa Saporiti, cuya verja se interrumpe para no dañar a un árbol centenario y continúa al otro lado del tronco, se alojó Napoleón en 1797. Las residencias siguen, unas a otras —Scacchi, Carminati, Gallia (la más antigua, de 1615), Parravicini-Revel, la elegantísima Volonté—, hasta la famosa Villa Olmo, la única visitable, pero hoy cerrada por obras. En el paseo nos cruzamos con un hombre que está verde, como me señala Ángeles: debe de tener algún problema hepático. No sé si me gusta tener que enterarme siempre de las enfermedades de la gente, pero no puedo evitarlo: Ángeles me informa de todo con diligencia de galeno entregado. También nos cruzamos con el gato más grande y peludo que hayamos visto en nuestra vida: parece un pastor alemán. Un caballero lo pasea sujeto con una correa. Dos turistas se han parado a elogiar al bicho, que nos mira con la legendaria indiferencia de los felinos. Parece mucho más interesado en las palomas que se han posado en un pretil de piedra cercano. Pero la correa, y el hecho indiscutible de que su amo no le hace pasar hambre, le impiden saltar a por ellas. El zoo que parece ser esta parte de la ciudad se completa con los cisnes y las pollas de agua que se acercan discretamente a la orilla con la esperanza de que les demos de almorzar. Pero harían bien en no aproximarse demasiado: el hercúleo gato ya no mira a las palomas, sino a ellos. Nos dirigimos a continuación al centro histórico de la ciudad, donde destaca la catedral, cuya fachada presiden sendas imágenes de los Plinios, el viejo y el joven: ambos nacieron aquí (otro hijo ilustre de Como es Alejandro Volta, el inventor de la pila eléctrica; lo recuerda un templo voltiano, junto al agua). Se puede entrar sin pagar, algo cada vez más infrecuente en los países turísticos, pero dentro no dejamos de encontrarnos con rótulos que dicen Stop tourists e impiden el paso a una u otra parte de las naves. Casi preferiría pagar. El templo es también de mármol, como el Duomo milanés, pero, tras haber visto este, todas las iglesias nos parecen insignificantes. (Nos pasa, mutatis mutandis, como al gran Pepe Rubianes, al que una vez Andreu Buenafuente le hizo una entrevista en la televisión catalana que duró toda una noche. Al acabar la siguiente en la que participó, que solo había durado 25 minutos, Rubianes exclamó: "¿Ya está? ¡Pues vaya mierda de entrevista!"). El paseo por las callejas medievales nos conduce hasta el Antica Riva, un restaurante del puerto donde decidimos comer. Sufro ahí una de las consecuencias del conocimiento insuficiente (o más bien de la ignorancia total) del idioma: pido una zuppa, creyendo, como creería cualquier español, que es una sopa, y me sirven un potaje de garbanzos con tocino que casi acaba conmigo. Por suerte, el vino blanco, un Ferghettina Custefranca de 2016, me tonifica lo suficiente como para volver a la paseata. Pasamos por delante de la inquietante Casa del Fascio, la sede del partido de los camisas negras construida en 1936, un cubo enjambrado de ventanas, ejemplo supremo del racionalismo mussoliniano, al que también se adscribe el monumento a los caídos, cercano a la passeggiata Gelpi, y que Ángeles ha tomado por el típico monstruo de cemento descerebradamente construido en el lugar más inoportuno. Yo le he aclarado que es un memorial de guerra levantado en 1930, y que los memoriales de guerra levantados en 1930 en Italia eran así. Subimos luego a Brunate, el pueblo que corona la colina septentrional de la ciudad. El funicular está lleno de chinos. En Brunate disfrutamos de las vistas de Como, a pesar de la persistente bruma, y recorremos calles que serpentean entre villas, no tan espectaculares como las del paseo lacustre, pero más alpinas (alguna, completamente de madera, parece la casa de Heidi) y también hermosas. Entre dos de ellas han construido un minifunicular que permite salvar el desnivel que las separa. Ignoramos si también se llena de chinos. El día acaba con un melancólico paseo en ferri por los pueblos a la orilla del lago —Tavernola, Cernobbio, Torno—, desde donde divisamos más y más cumbres nevadas, y más bosques espesos, y más residencias de lujo, aunque ninguna sea Villa Oleandra, la casa palaciega del s. XVIII que George Clooney se compró en Laglio, un pueblecito al que este transbordador, por desgracia, no llega.
Bérgamo, que visitamos al día siguiente, es, en realidad, dos ciudades: la baja, moderna y prescindible para el turista, y la alta, la vieja urbe medieval, admirablemente conservada, a la que también se puede llegar por funicular, que viene funcionando desde 1887. Así lo hacemos nosotros. En este no hay chinos. Bérgamo es la ciudad de Gaetano Donizetti, el compositor que nació, vivió y murió aquí, y cuyo recuerdo cultivan numerosas placas en la ciudad: hay una en la casa en la que nació, otra en cada una de las casas en las que vivió, otra en la que murió, y así sucesivamente. Donizetti está enterrado en la basílica de Santa María la Mayor, y la placa correspondiente lo califica de trovatore fecondo di sacre e profane melodie, lo que no parece mala cosa. En el exterior de la basílica, destaca el nártex del transepto izquierdo (signifique esto lo que signifique), sustentado por columnas que, a su vez, descansan en sendos leones de mármol. En el interior deslumbran los tapices y frescos que la cubren por completo. Ángeles y yo los contemplamos con la boca abierta, como buenos provincianos. En la capilla de San Vincenzo, de la vecina catedral, se conservan reliquias del santo papa Juan XXIII, quizá el pontífice que mejor me caiga de toda la historia de la cristiandad (acabo de comprarme Los papas. Una historia, de John Julius Norwich, publicado por Reino de Redonda, la editorial de Javier Marías, que es toda una garantía de placer [la editorial, digo, no Javier Marías]: estoy deseando conocer los entresijos de esa preclara institución que es el papado, dedicada sin excepción a promover el entendimiento y la paz entre los hombres, y a hacer el bien). Allí vemos, entre otros objetos personales (es decir, todo lo personales que pueden ser los objetos de un papa), su tiara y el ataúd en el que descansó de 1963 a 2000, junto a una gran estatua que lo representa, con ese aspecto cansado que siempre tienen los sucesores de Pedro. Comemos en una vinería, en la que coincidimos con un banquete nupcial. Pero este banquete nupcial no tiene nada que ver con los españoles, que suelen organizarse en hangares junto a carreteras secundarias y reunir a varios centenares de invitados deseosos de cortarle la corbata al novio y de atarse la suya a la frente como apaches. Este es discreto y morigerado. Los comensales no pegan risotadas, ni aúllan, ni se suben a la mesa a bailar un zapateado (o lo que quiera que se baile en Lombardía en estas circunstancias). Hablan con recato, como si estuvieran intercambiando información sobre las últimas publicaciones del Instituto de Geología. Se suceden los regalos, eso sí, pero hasta los regalos son comedidos (e incluso feos: una figura de cerámica de un gato le parece horrenda a Ángeles, quizás impresionada todavía por el que vimos ayer en Como; de hecho, también la novia tiene un aire gatuno). Tras la comida, reparamos en un taller de casullas y vestuario religioso, tan chic como cualquier tienda de moda de Milán (qué escaparate, por Dios, y nunca mejor dicho; qué juegos de luces; qué casualness tan estudiada) y subimos al campanario de la Torre Cívica, del s. XIII y 53 m de altura, desde donde, bajo el imponente campanone, y resistiendo el gélido viento alpino, contemplamos el apiñamiento medieval de la Città Vecchia, apresada aún por murallas, los techos de teja, las pizarras y plazoletas, y la vasta cuenca lombarda en la que se asienta, con la Bérgamo nueva a los pies. Con el pronto declinar del sol, baja aún más la temperatura, y el empedrado romano de la mayoría de las calles, pintoresco pero incómodo, nos tiene ya cansados los pies. Decidimos, pues, retirarnos, no sin antes tomarnos un té, al módico precio de 4,5 euros, en un saloncito en el que, asombrosamente, encontramos una mesa libre: todo está ocupado hoy en Bérgamo; el turismo no descansa nunca, ni siquiera en este febrero helado. Unos jubilados en la mesa vecina hablan de fútbol —y, estos sí, gritan; es lógico: se trata de fútbol— y se palmotean ruidosamente las espaldas. Pero no nos molesta. El té pasa bien y el día ha sido agradable.
En el avión de regreso a España, de la hórrida Ryanair, el sobrecargo se pasa el viaje intentando vendernos cosas, desde perfumes de lujo a cruasanes calientes, pasando por lotería solidaria. Lo hace con una voz deliberadamente aterciopelada, como si estuviera anunciando condones o Cincuenta sombras de Grey. Y en el metro en el que voy de Barajas al centro de Madrid, me siento delante de un grupo de tres personas que padecen alguna deficiencia mental. Uno de ellos se pasa el viaje hurgándose la nariz y comiéndose los mocos. Lo llamativo no es que lo haga, sino cómo la hace: se hunde todo el meñique en la nariz. Más que mocos, debe de estar arrancándose pedazos de cerebro. Qué bien. Ya estoy otra vez en casa.
En el lago de Como, Richard Branson, magnate y dueño de Virgin, tiene una mansión que se distingue de todas las demás por los altísimos cipreses del jardín. Se puede alquilar por el módico precio de 25.000 euros al día, pero si alguien está interesado en pasar en ella una semana, hay precio especial: 120.000 euros. Una consideración. Está bien.
ResponderEliminar" y siempre es bueno que lo evidente lo sea algo menos". Ufff, Eduardo.
ResponderEliminarSigo disfrutando leyéndote.
Un abrazo grande .