Teresa y yo pasaremos la mañana en Olivenza. Nos apetece despejarnos de las rutinas diarias y visitar un lugar diferente como este, aunque el día no sea propicio: el frío y los bancos de niebla en la carretera enturbian los movimientos y parecen invitar a refugiarse en casa. Pero llegamos sin novedad a la ciudad, ese enclave que ha sido, desde 1256, templario, castellano, portugués, español, portugués, español, portugués y, por fin, español. Pertenece a nuestro país (parece que definitivamente, pero eso, como diría Rajoy, nunca se sabe) desde 1801 por "derecho de conquista", un título, siempre sobrecogedor, al que dieron coartada jurídica los tratados de Badajoz y Madrid del mismo año. La conquista se debe a Manuel Godoy, el príncipe de la Paz, que, por la alianza que España mantenía a la sazón con Francia, y deshonrando su nombre, desencadenó la llamada Guerra de las Naranjas y, tras una campaña de 18 días, ocupó Olivenza y varios pueblos de los alrededores. La anexión de Olivenza a España ha alimentado el irredentismo portugués desde entonces (todavía hay un Comité Olivenza Portuguesa que difunde sus reivindicaciones entre los oliventinos), aunque, por fortuna, nunca la haya convertido en un casus belli. De hecho, la diplomacia portuguesa, tras el "silencio aquiescente" que ha mantenido sobre la cuestión en el s. XX, la considera ya "sin actualidad diplomática", es decir, susceptible de ser arrumbada en el baúl de las antiguallas históricas, aunque sin renunciar oficialmente a su reclamación. Lo primero que visitamos en la ciudad es la capilla de la Misericordia, con el escudo de Portugal y dos esferas armilares fuera, coronando la puerta adintelada, y una fastuosa azulejería historiada dentro, obra del maestro Manuel do Santos, que, no obstante su pericia, cometió el desliz de ilustrar el deber cristiano de vestir al desnudo con una imagen de Dios entregando a Adán y Eva, para que se abrigaran, dos paletós del s. XVIII. Las calles de Olivenza, hoy dominicales, están muy tranquilas. Apenas algún vecino asoma, aún soñoliento. Observo que los nombres de las calles están rotulados en español y, debajo, en azulejos más pequeños, en portugués. También reparamos en la abundancia de mármoles, capillas y caserones, y en las hileras de naranjos de copas recortadas con esmero. Las casas son blancas, y todo está limpio y despejado. Pasamos por delante del ayuntamiento, con su arborescente portada manuelina, y llegamos, callejeando, hasta el monumento a las víctimas del terrorismo, que manuelino, desde luego, no es. No lejos de este vemos una cuchillería que exhibe una rica colección de facas albaceteñas, con las hispánicas leyendas "Recuerdo de Olivenza" o "Recuerdo de Extremadura" en las cachas. Nos hace poca gracia el arsenal de machetes y sacabuches, pero peor sería en los Estados Unidos: allí se exponen lanzagranadas y fusiles de asalto. Como hace frío, y la visión de las charrascas nos ha dejado aún más helados, nos metemos en una chocolatería con el noble propósito de caldearnos con un chocolate con porras. El resultado es inmejorable: ambos, chocolate y porras, cumplen con creces su cometido; y las porras están extraordinarias: sabrosas y densas (no como esas otras de una porosidad inadmisible, igual que buñuelos de viento), no chorrean aceite, su acostumbrado defecto. Recuperada la templanza, nos acercamos a la iglesia de Santa María Magdalena. Allí nos reunimos con Miguel Ángel Vallecillo, el director del Museo Etnográfico de Olivenza, amigo de Teresa, que ha tenido la gentileza de ofrecerse como guía no solo del museo, sino también del resto de nuestra visita. Miguel Ángel subraya el simbolismo marino del templo, y nos señala las bolas del mundo envueltos por olas de piedra en las basas de las columnas, las sirenas en las ménsulas, las pilas bautismales con forma de conchas y las maromas que acenefan el coro y otros espacios. De las columnas torsas nos dice que no pretenden sugerir los calabrotes de un barco, como se sostiene comúnmente, sino el movimiento de las olas, aunque tanto Teresa como yo acogemos esta sorprendente afirmación con escepticismo: es una explicación muy poética, pero desacorde con la comunidad científica —que Teresa, licenciada en Historia del Arte, conoce bien— y con el propio ayuntamiento de Olivenza, que en su página web sostiene que las columnas de la iglesia "parecen evocar los calabrotes de un navío". Miguel Ángel aporta en su defensa el dato de que los calabrotes se hacen con tres cordones, mientras que las columnas presentan cuatro. No sé si es un argumento muy sólido, pero él lo esgrime con convicción. También nos señala una puerta falsa, cubierta de azulejos, y nos explica que, durante mucho tiempo, la puerta existió de verdad, pero que un obispo decidió cegarla porque daba a la calle de la prostitución y permitía, con demasiada frecuencia, que los curas y feligreses salieran de la casa de Dios para entrar en otras casas menos recomendables. El celo del mitrado me recordó un caso parecido, aunque menos sicalíptico. En la iglesia de Santa María la Mayor, de Soria, había una ventana desde la que los hijos de la Iglesia veían las corridas de toros que se organizaban en la plaza. El prelado de turno también ordenó tapiarla, porque no podía tolerarse que los clérigos descuidaran las obligaciones de su alto ministerio para entregarse a los placeres de la tauromaquia. Pero no es la puerta tabicada el único rincón singular de Santa María Magdalena. En una de sus paredes se recuerda el milagro del arroz ocurrido en Olivenza, por la intercesión del beato Juan Macías, el 23 de enero de 1949. Miguel Ángel subraya que la Iglesia solo ha reconocido, en sus ya dos mil años de historia, dos milagros consistentes en la multiplicación de los alimentos: el de los panes y los peces, que no tiene demasiado mérito porque está en la Biblia, y el del arroz de Olivenza, que es, por lo tanto, un portento específicamente hispano, un milagro patrio. En la antigua Casa de Nazaret del Instituto San José, hoy Centro Parroquial San Juan Macías, se conservan todavía los fogones y el cazo en los que se materializó el prodigio. Se conoce que allí las apenas tres tazas de arroz que se estaban cociendo para alimentar a 200 necesitados (en España, en 1949, había muchos necesitados) estuvieron creciendo durante cuatro horas hasta que todos tuvieron bastante. El guiso llevaba algunos trozos de carne, aunque no se especifica si la carne también se multiplicó. El arroz cunde mucho, pero parece improbable que 750 gramos del cereal alcanzaran para 200 personas. Al parecer, la cocinera que estaba preparando la comida en la cocina, Leandra Rebollo, sabedora de la insuficiencia de la pitanza, se lamentó así al beato Juan Macías: "¡Ay, beato! ¡Y los pobres, sin comida!", y entonces el beato, conmovido por su invocación, acudió a socorrer a los menesterosos. Con ello estos comieron un día más y Juan Macías fue ascendido a santo, aunque, con la proverbial celeridad de la Iglesia, no hasta 1975. Mientras nos enteramos de todo esto, Teresa me mira con un brillo en los ojos que significa: "¿Qué te parece, eh? A ver cómo explicas esto, listillo...". La verdad es que no sé cómo explicarlo, pero tampoco sé cómo explicar que haya algo en lugar de nada, que Donald Trump sea presidente de los Estados Unidos, o que a Cristiano Ronaldo le hayan otorgado los mismos balones de oro que a Messi, y no lo atribuyo a ese sustituto de la ignorancia que es Dios. En todo caso, los milagros nunca me han admirado per se. Más me sorprende que siempre se produzcan en países cristianos y nunca en infieles: aparecerse a una pastorcilla tiene poco mérito; lo difícil es hacerlo a una cáfila de yihadistas, que son, además, los que más lo necesitan, porque aún no han descubierto al Dios verdadero. Pero eso no sucede nunca. También me maravilla que, puestos a intervenir en el mundo material, Dios o sus delegados (vírgenes, santos, beatos) solo lo hagan por pequeñeces, como el almuerzo de unos necesitados, y no por asuntos de mayor enjundia, por asuntos definitivos. En el caso del milagro del arroz, por ejemplo, el beato Macías podría haber acabado con el hambre en España (o, ya de paso, en el mundo) o, mejor aún, con Franco, que era, además de un dictador sanguinario, el responsable del hambre en España, aunque ello hubiera supuesto perder a un católico ferviente. Tras la edificante visita a la Capilla del Arroz, llegamos por fin al Museo Etnográfico González Santana, que ocupa, en parte, el alcázar de la primitiva fortaleza templaria del s. XIII, junto a la impresionante torre del homenaje erigida en 1488 (en Olivenza todas las torres son impresionantes —altas, sólidas, cuadradas—, porque todas habían de impresionar a los castellanos para disuadirlos de guerrear). La torre es lo primero que visitamos: subimos muchas escaleras y, en distintos puntos de la ascensión, Miguel Ángel nos llama la atención sobre los grafitis medievales que en su tiempo ensuciaban y hoy adornan las ventanas: estrellas, barcos, lechuzas con cabeza de mujer. (Recuerdo el que leímos en una cueva de las islas Orcadas, refugio de vikingos: "¡Qué buena está Astrid! ¡Cómo me gustaría follármela!", o algo parecido. Lo de escribir guarradas en las paredes es una costumbre milenaria y universal. Las de esta torre no son, no obstante, rijosas, sino enigmáticas y hasta líricas. Pero es que los vikingos se las traían). Desde el adarve, al que nos asomamos, se divisan Elvas y Badajoz. Las torres y edificios blancos de Olivenza se recortan contra el azul del cielo y se suman a la blancura de las nubes, con las que componen un mosaico nevado. Una primera sala del museo está dedicada al meteorito que cayó en Olivenza el 19 de junio de 1924, del que solo se conserva aquí una lasca. De hecho, hay fragmentos del meteorito en muchos museos del mundo: se ha ido troceando tanto por interés científico como por interés comercial. En esta sala se exhiben también un velociraptor con plumas (porque los velociraptores, a diferencia de lo que se ve en Parque Jurásico, tenían plumas) y una huella de dinosaurio, aunque no sé por qué, porque, cuando le pregunto si en Olivenza hubo velociraptores y dinosaurios (lo que, sin duda, compondría una extraordinaria tríada con el meteorito y el milagro), Miguel Ángel me responde que no. Recorremos, de su mano informativa y cordial, las amplias y bien acondicionadas dependencias del museo, y recorremos la tienda de ultramarinos, la bodega, la almazara (que aún huele a aceite), la herrería, la sastrería, la barbería (con los escalofriantes instrumentos que también servían para arrancar muelas y hacer sangrías), la zapatería, la sala de música, el gabinete médico, la imprenta (en la que se conserva una minerva), la escuela, la juguetería, la casa labriega (con unas tijeras con extremos en forma de cuchara que servían para capar lechones: un reflejo condicionado me hace apretar las piernas) y la casa burguesa, con copas para el dulce de vinagre, una descalzadora con bidé, una escupidera, un orinal historiado y una benditera a la cabecera de la cama, para que persignarse fuera lo primero que hiciese el varón portugués al levantarse. (El varón portugués dormía siempre en el lado derecho, para amanecer con buen pie, el derecho; la mala suerte que le supusiera a la mujer hacerlo con el izquierdo no le importaba nada). No nos vamos sin haber visto también la hermosa sala dedicada al arte sacro, en la que se conserva una piedra funeraria del s. VIII a. C., con grabados que representan a un guerrero enterrado con dos carros de combate, ni sin haber escuchado a Miguel Ángel hablarnos del pasado esclavista de Olivenza, donde los pacenses compraban a los africanos traídos de Lisboa. Es lo que tiene haber pertenecido, o haber estado tan cerca, de Portugal, el primer país europeo que comerció con esclavos africanos.
Si hoy es jueves, esto es Olivenza. La verdad es que merece la pena visitar la población, ver su patrimonio artístico y monumental y conocer los fondos del Museo Etnográfico.
ResponderEliminarComo para ti el mundo es ancho y diverso, de Olivenza darás el salto a otro destino. Ya nos contarás.
Feliz viaje, trotamundos.