Walt Whitman es una anomalía en la poesía en lengua inglesa del s. XIX, y Hojas de hierba también: una anomalía formidable. Era un hombre sin apenas formación, pero autodidacta, que se había criado, como todo el mundo, a los pechos de la poesía isabelina y el romanticismo inglés. Aferrado a los modos yámbicos de aquella lírica preciosista, él también escribió una veintena de poemas atildados y olvidables, que aparecieron en los muchos periódicos neoyorkinos con los que colaboraba, pero que nunca incluiría en Hojas de hierba. No obstante, su infancia pobre y libérrima en una Long Island que era aún, en buena medida, un territorio salvaje, había labrado en él una fuerte conciencia de sí y de asombro ante el mundo, y su asistencia a una conferencia de Ralph Waldo Emerson en 1842, «Naturaleza y facultades del poeta», en la que el filósofo abogaba por que surgiese un poeta —«el verdadero y único doctor; el que conoce y narra; el que da noticia, porque estaba presente y atento a cuanto surgía; el que (…) pronuncia lo necesario y causal»— que cantara «la vasta geografía que deslumbraba la imaginación» —las tierras, gentes y ciudades del Nuevo Mundo—, le reveló aquel papel insólito: el del poeta que escribiese el gran poema que era América.
Emerson fue, precisamente, el único intelectual que respondió con elogios a la aparición de la primera edición de Hojas de hierba, en 1855. Todas las demás críticas sobre el libro —quitando las tres anónimas escritas por el propio Whitman, muy favorables, como es natural— fueron despiadadas. Rufus Wilmot Griswold, un crítico muy influyente de la época, creía «imposible imaginar cómo puede haber concebido la fantasía de un hombre semejante montón de estúpida porquería», aunque sí demostraba «la energía de la que es capaz, a veces, la imbecilidad natural, cuando es presa de una fuerte excitación». Otro reseñista anónimo, desde Londres, despachaba Hojas de hierba con esta sutil consideración: «Whitman conoce tanto el arte como un puerco las matemáticas». Y muchos reclamaban echar aquella basura herbácea al fuego. Pero era lógico que Hojas de hierba despertase tanto repudio. Alguien que escribiese, en aquella Nueva Inglaterra puritana y decimonónica, «la cópula no es para mí más vergonzosa que la muerte» o «el aroma de estas axilas es más exquisito que cualquier plegaria», como hace Whitman en el poema 24 de Canto de mí mismo, no podía sino concitar la incomprensión general, y la inquina de muchos.
Pero el poeta, impuesto en su papel, no se amilanó. Al contrario: dedicó su vida a ampliar aquellos 12 poemas de la edición de 1855 hasta los 389 de la última edición, la novena, aparecida en 1891, llamada «del lecho de muerte», porque Whitman la recibió en la cama en la que pasaba su última enfermedad, y en la que moriría al cabo de pocos meses, en 1892. Su obra fue, pues, la obra de toda una vida: una poesía total, que expresaba, con idéntico vigor, la singularidad del yo —«Camerado, esto no es un libro: / quien lo toca, toca a un hombre», escribe en Cantos de despedida— y el nacimiento del nosotros, el hervor de la conciencia individual y la edificación de la comunidad, donde alentaba un hombre nuevo, que Whitman solía escribir en mayúsculas.
Pero el poeta, impuesto en su papel, no se amilanó. Al contrario: dedicó su vida a ampliar aquellos 12 poemas de la edición de 1855 hasta los 389 de la última edición, la novena, aparecida en 1891, llamada «del lecho de muerte», porque Whitman la recibió en la cama en la que pasaba su última enfermedad, y en la que moriría al cabo de pocos meses, en 1892. Su obra fue, pues, la obra de toda una vida: una poesía total, que expresaba, con idéntico vigor, la singularidad del yo —«Camerado, esto no es un libro: / quien lo toca, toca a un hombre», escribe en Cantos de despedida— y el nacimiento del nosotros, el hervor de la conciencia individual y la edificación de la comunidad, donde alentaba un hombre nuevo, que Whitman solía escribir en mayúsculas.
Hojas de hierba hace lo que todas las grandes poesías han hecho siempre: romper con la tradición. Con una dicción versicular, a la vez coloquial y tortuosa, plagada de su mejor instrumento, la enumeración, y un tono celebratorio, Whitman inaugura una épica colectiva, multitudinaria, en la que todos —desde el último esclavo hasta el presidente de la nación— son protagonistas, y todos aportan su perspectiva individual, igualmente valiosa, a una visión caleidoscópica de la realidad. El mundo de Hojas de hierba no es mítico ni inaprehensible, sino el que el poeta ve cada día, heterogéneo, contradictorio: los campos de labor y las playas, las fábricas y los embarcaderos, las praderas y los pantanos, y, sobre todo, la tumultuosa ciudad de Nueva York, con sus muchedumbres —de blancos, negros e inmigrantes— y su frenesí, que representan la complejidad del cosmos. Whitman incluye en su visión —y reivindica— aspectos polémicos de la realidad: el amor homosexual, subyacente en toda su obra, pero sobre todo en Cálamo; la igualdad de la mujer —«soy el poeta de la mujer igual que del hombre, / y digo que tan noble es ser mujer como ser hombre, / y digo que no hay nada tan noble como ser la madre de los hombres»—; la abolición de la esclavitud —sueña con una ciudad «en la que deje de haber esclavos y dueños de esclavos»—; la autonomía y majestad de la naturaleza —«creo que una hoja de hierba no es menor que el camino recorrido por las estrellas, / y que la hormiga es asimismo perfecta, como un grano de arena o el huevo del chochín»—; y la ética pública, que debía condenar, entonces como ahora, a los jueces frívolos, los alcaldes corruptos y los curas farfulladores.
Whitman ha estado muy presente en las letras en español —aunque su primera traducción en España fuese al catalán: Fulles d’herba, de Cebrià de Montoliu, en 1909— desde que José Martí asistiera a una conferencia del poeta en 1887 y difundiese en un artículo, «El poeta Walt Whitman», la fascinación que le habían producido su figura y sus ideas. Rubén Darío leyó a Martí y se sintió igualmente atraído por el norteamericano. Y de este binomio extraordinario surgió un interés que ha pasado por Juan Ramón Jiménez, Guillermo de Torre, Pablo de Rokha, Vicente Huidobro, Pablo Neruda —cuyo Canto general es whitmaniano hasta la médula—, García Lorca —su «Oda a Whitman», de Poeta en Nueva York, es un clásico del surrealismo—, Gabriela Mistral, León Felipe, Jorge Luis Borges —que tan cruel fue con la versión del Canto de mí mismo de Felipe, y que suscribió una de las mejores traducciones de la obra de Whitman—, Pedro Mir, Ernesto Cardenal y Raúl Zurita, entre otros, y que nunca ha decaído. Hoy mantienen su llama viva en España destacados autores como Juan Carlos Mestre, Enrique Falcón, Julieta Valero, Juan Andrés García Román o Berta García Faet, cuyos trazos épicos se entrelazan con el afán de ruptura, y cuya voluntad totalizadora no se opone, sino que incorpora la atención a la vida palpitante, a los hechos cotidianos, a los sentimientos elementales, a las injusticias colectivas y a su enmienda.
[Este artículo se publicó en El Cultural de El Mundo correspondiente al 24-30 de mayo de 2019]
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