viernes, 21 de junio de 2019

Un museo raro en Sant Cugat

Sant Cugat tiene pocos museos, quizá por la cercanía de Barcelona, cuya fuerza centrípeta cultural atrae las mejores colecciones. Los más destacados quizá sean el Museo del Monasterio y el Museo del Tapiz Contemporáneo, ambos moderadamente aburridos (se acaba de abrir otro, el Museo del Cómic, que tendré que ir a ver, aunque yo sea poco de tebeos). Hay un tercero, sin embargo, que se me antoja el más atractivo de todos, y uno de los más singulares que haya conocido nunca, el Museo Cal Gerrer [La casa del alfarero]. Se encuentra en la plaza de Octaviano, también llamada del Monasterio, que se abre al cenobio construido entre los siglos IX y XIV, centro de la vida sancugatense desde aquellos tiempos remotos. El origen del lugar —la fábrica de cerámica que funcionó aquí desde el s. XVII hasta 1945, y cuyo edificio actual data de 1853— no mueve al entusiasmo, a menos que uno sea un forofo de la alfarería, pero el museo alberga una gran sorpresa. Se divide en tres plantas. En la de abajo encontramos lo previsible: una amplia exposición de la actividad ceramista de la familia Arpí, cuyo último patriarca, Pere Arpí Massana, a quien sus convecinos llamaban Peret Gerrer [Pedrito el alfarero], pero que firmaba como Pedro Arpí, luce boina y bigotazo blanco en una foto tomada poco antes de fallecer, en 1945. Veo en esta planta torsos de mujer de terracota, setas enormes (de barro, no esporocarpos, a pesar de la humedad que se percibe en el ambiente), medallones decorativos, placas esmaltadas. Y también varias cisternas y pozos, que proporcionaban la mucha agua que necesitaba el negocio de la cerámica; y cubas para el vino. Recorrido el sótano, subo, en ascensor, al extremo contrario: al mirador, en el que doy con una enorme estelada (cuyo triángulo azul, desteñido por el sol, es ahora violeta, lo que le confiere un sugerente aire gay). Me pregunto si esta exhibición condice con el acrisolado espíritu comercial de los catalanes, porque no estoy seguro de que complazca a los visitantes, catalanes y españoles, que hayan pagado entrada, pero que no sean indepes. A su sombra tremolante contemplo los chiringuitos que los partidos independentistas —ERC, la CUP y otros grupos o grupúsculos igualmente partidarios de que Cataluña se libere del yugo opresor de España— han instalado en la plaza de Octaviano. Reclaman libertad de expresión, como si no estuvieran en la plaza de Octaviano reclamando libertad de expresión, y alegan que se han vulnerado derechos fundamentales de los presos políticos. Es lógico que lo hagan: de vulneración de derechos fundamentales —de la mayoría de ciudadanos de Cataluña, sin ir más lejos— ellos saben un rato. Al lado de la estelada, la escultura metálica de una mujer desnuda, titulada Art a Sant Cugat, apunta al cielo. Veo el monasterio desde esta perspectiva insólita, veo el Tibidabo, vuelvo a ver el amarillo vociferante de la plaza, y decido visitar la planta superior, dedicada a la obra artística de los hermanos Cabanas Alibau: Joan, fotógrafo; Francesc, pintor y escritor; y Miquel, pintor y poeta. El padre, Frederic Cabanas Serra, fue industrial textil e inventor. Entre los frutos de su magín se cuentan una máquina de hacer flecos, sin duda utilísima, y el telar más pequeño del mundo, también muy práctico, supongo. Joan, el hermano mayor, dejó una obra corta, como su vida: murió en 1952, a los 45 años. La de Francesc, el mediano, es más extensa y, sobre todo, variada. A sus paisajes coloristas, de trazo grueso, sumó novelas (Un venedor de llibres), obras de teatro (La màgia negra), ensayos sobre pintura (La finestra del meu estudi (incoherències de pintor)) y libros con anécdotas sobre Santiago Rusiñol, de quien fue amigo. En una pared se conserva el permiso del jardinero mayor del Servicio de Parques y Jardines del Ayuntamiento de Madrid, de 12 de abril de 1945, para que "Francisco Cabanas pueda sacar apuntes del natural en el Parque de Madrid, siempre que con ello no se cause perjuicio alguno a las plantaciones". A Miquel, el más joven de los hermanos y también el último en fallecer, en 1995, se le dedica el grueso del espacio. Pintó asimismo paisajes y bodegones, y escribió poesía. Su poética aparece plasmada en un panel informativo de los muchos que acompañan —aunque solo en catalán— las piezas expuestas. Leo (y traduzco del catalán): "Pinto despreocupado de estilismos rebuscados, sin compromisos ni promesas, sin vacilaciones y espontáneo, solo obediente a una inspiración que me empuja a hacer, y de la forma más sincera". Resoplo: los escritores que hacen bandera de la despreocupación formal, la espontaneidad y la sinceridad —fruto, como parece ser en este caso, de una inspiración irreflexiva— son, casi siempre, defectuosos. Picoteo en los versos de sus libros que se leen en las cartelas y en los volúmenes abiertos de las vitrinas (El llibre blau. Passaport a l'eternitat y Voliaina. Dotze tries de poemes), y confirmo las sospechas. Miquel Cabanes es también paisajístico en poesía. Dedica varias composiciones al campanario del monasterio, que compara con una rosa. En un salón de la sección, una grabación desgrana versos suyos. Y en un lugar preeminente se exhiben el diploma que obtuvo en los juegos florales de la tercera edad de la Residencia de Ancianos de la Parroquia y el que lo acredita como sancugatense del año en 1994. Tras el edificante recorrido por la obra de los Cabanas Alibau, bajo al tercer y último piso de mi visita, donde me espera la mayor sorpresa de la mañana: el museo de Marilyn Monroe, que reúne la mayor colección de objetos de y sobre la actriz norteamericana del mundo, propiedad de Frederic Cabanes, hijo de Miquel y también pintor. En un espacio no demasiado amplio se apiñan todo tipo de objetos: utensilios de maquillaje (muchos); cartelería de películas (muchas); cámaras fotográficas; perfumes (un frasco de Channel nº 5, que era el pijama de Marilyn: según dijo, para dormir solo se ponía unas gotas de esa esencia); innumerables fotografías, como una, enorme, de la escena de La tentación vive arriba en la que aparece con la falda volada en el respiradero del metro, ante la sonrisa estupefacta del bueno de Tom Ewell, o la celebérrima del calendario Golden Dreams de 1954, donde se muestra desnuda sobre un telón rojo; zapatos y piezas de ropa, como los guantes que llevaba en Los caballeros las prefieren rubias; cartas —Frederic Cabanas afirma tener una, fechada el 25 de julio de 1962 y dirigida a Truman Capote, en la que Marilyn le confesaba al autor de A sangre fría su miedo a ser asesinada—; las huellas de sus manos, estampadas en el paseo de la Fama hollywoodiense; y un sinfín de casquería sentimental. En un televisor se reproducen sin descanso filmaciones célebres de la actriz, incluyendo aquella en la que, enfundada en un asfixiante vestido blanco y con muchos güisquis y seguramente también bastantes pastillas en el cuerpo, le cantaba el Happy birthday to you, Mr. President, a un boquiabierto Kennedy. Los libros tienen también mucha importancia en la exposición, como la tuvieron en la vida de Marilyn, y no solo porque se casara con el dramaturgo Arthur Miller (también lo hizo con el beisbolista Joe DiMaggio, y eso no la convirtió en una amante del béisbol), sino porque buscó en la literatura la compensación a una vida vampirizada por la imagen: por su condición de símbolo sexual; de hecho, hasta llegó a escribir poesía, y, por lo que he podido leer, no completamente despreciable. En el museo se exhiben algunos de los libros que leyó, como Hojas de hierba, Ulises, Guerra y paz, biografías de Chaplin y Lincoln, y obras de Heine y Jalil Yibrán, entre otros. Pero lo más llamativo del apartado bibliográfico son los 1.962 volúmenes, de más de 45 países e idiomas diferentes, que Frederic Cabanas ha acumulado sobre Marilyn Monroe: el mayor archivo bibliográfico que existe en el mundo sobre ella. Se exponen en una sala dentro de la sala, pero, por desgracia, no se pueden consultar: la biblioteca está cerrada, supongo que para evitar que otros admiradores de Marilyn —o vulgares cleptobibliómanos como yo— la desvalijen. Miro y remiro el contenido de las vitrinas, y me dejo embriagar por la sensualidad de aquella mujer de labios rojos, mirada azul, cuerpo de gelatina y conciencia atormentada, que fue violada en la infancia, murió suicidada o asesinada, y peregrinó por los estudios y los hombres en busca de algo que se nos escapa a todos, pero a ella, quizá, con mayor estridencia: la paz, la reconciliación, la alegría. Marilyn, no obstante, dejó tras de sí una de las mejores trayectorias cinematográficas y uno de los iconos más perdurables del s. XX.

2 comentarios:

  1. Estimado Eduardo Moga,
    Gracias por su obra en toda su extensión.
    ¿Podría escribirle a una cuenta de correo electrónico?

    Gracias, un cordial saludo, un abrazo.

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  2. Estimado Olegario:

    Si me da Ud. un correo electrónico en un comentario a esta entrada (que no publicaré), le escribiré e indicaré el mío.

    Muchas gracias por su interés.

    Cordialmente.

    Eduardo.

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