Viajo hoy a Madrid, donde Raúl Gómez —director de la colección "Hojas en la hierba", de la editorial RELEE, en la que se acaba de publicar mi antología de Walt Whitman Yo soy el Poema de la Tierra— ha organizado una fiesta de aniversario por el 200 cumpleaños del poeta norteamericano, que servirá también como acto de presentación de la antología. Viajo en AVE, que me depara la primera sorpresa del viaje: en el asiento de detrás, viaja Eriona, la mujer de mi buen amigo, el diplomático y poeta Ignacio Cartagena. Pasamos un buen rato charlando en el vagón-cafetería: hasta Zaragoza. Ya de regreso en nuestros asientos, sube en la capital maña una señora firmemente comprimida por unas mallas de leopardo, que se sienta en la butaca de al lado, hasta ese momento vacía. No obstante, las mallas solo recubren a la viajera con una segunda piel desde la mitad del pecho hasta los tobillos: en todo lo demás, la única piel que luce es la suya, la natural. La dama fatiga primero el móvil, pero luego lo sumerge en un gran bolso que lleva, saca de la misma alforja una rebequita, se tapa los hombros y el balcón del pecho, crudamente expuestos al aire acondicionado del tren, y se queda dormida. Las leopardas también duermen. Y hasta se les aflojan los miembros con el abandono del sueño, como le sucede a mi vecina: una de sus piernas se abre inexorablemente hasta apoyarse en la mía. Y aunque esta sea la versión femenina del manspreading, no lo tengo por un gesto de dominio matriarcal ni de mala educación, sino por mera laxitud fisiológica. Para no despertarla, ya no moveré la pierna hasta llegar a Madrid. El encuentro con Eriona no será el único que me sorprenda en este trayecto. Al llegar, desde Atocha, a la estación de Príncipe Pío, frente a la cual se encuentra el hotel que me han asignado los organizadores, casi choco con otra gran amiga y poeta, Marta Agudo, que está dando su paseo vespertino. Curiosamente, me dice, hacía unos minutos les estaba hablando de mí a sus acompañantes (y, al parecer, bien). El azar tiene, en verdad, giros inimaginados. El hotel Florida Norte, en el que me alojo, es un lugar setentero al que se le nota que lo es. Necesita un buen remozado, que parece urgente en las habitaciones, pero las fallas que detecto, desconchones aparte, resultan creativas o melancólicas: algunas lamas del parqué no encajan, y para rellenar los huecos les han introducido una especie de tela asfáltica, a la vez brillante y menesterosa, en la que se reflejan las luces de la habitación. El resultado es un suelo con animación, como el de una discoteca antigua. No obstante, el mejor hallazgo es un enchufe situado justo encima del inodoro, cuya potencia —220 voltios— se indica con dymo, aquellas tiras plásticas en las que, con un disco, se repujaban las letras. En su momento, durante mi infancia y buena parte de mi juventud, aquel aparato se me antojaba un prodigio de la técnica. Hoy contemplo los tres dígitos blanquecinos que ha dejado en el enchufe con asombro y nostalgia: asombro de que haya sobrevivido hasta hoy y nostalgia de un tiempo aún sin códigos binarios ni laberintos de silicio, en el que la información se imprimía, como siempre se había hecho, con la fuerza de las manos y la ductilidad de los materiales. Pese a estos restos del pasado —pecios del naufragio del tiempo—, debo admitir que la habitación reúne las dos mejores características que pueda tener una habitación de hotel: es silenciosa y la cama es buena: muellera, pero buena. Además, como duermo solo, nadie brincará con mis movimientos ni me llenará por ello de improperios. Aseado y mudado, me encamino al Museo Nacional de Ciencias Naturales, en cuyo salón de actos está programada la celebración. El Museo ocupa el magno Palacio de la Industria y de las Artes, construido en 1887, junto al paseo de la Castellana. Nunca he visitado este lugar. Apenas llego, me veo arrastrado al interior por un gentío muy superior a mis expectativas. Pero es que las expectativas de un poeta —por lo menos, de un poeta como yo— nunca implican a gentíos. Subiendo las escaleras hasta el salón de actos, y pese a estar rodeado de una muchedumbre, reparo en sucesivas vitrinas que contienen ejemplares disecados de animales exóticos: la tortuga laúd, la anaconda amarilla, el varano del Nilo, el talapoin norteño, el cercopiteco de nariz blanca y el de morro azul, el kinkajú o martucha, el estornino espléndido, el calamón común, el oso de anteojos y el aguilucho lagunero; bichos que me gustan no por su aspecto, sino por sus nombres, tan poéticos. No me importaría pararme a contemplarlos, pero la riada se hace más caudalosa por momentos. La directora del Museo nos da la bienvenida y Raúl Gómez explica sus razones y los objetivos de la colección "Hojas en la hierba", de título inequívocamente whitmaniano: despertar la sensibilidad ecológica y contribuir al conocimiento de la evolución del ecologismo en la literatura contemporánea. A continuación, desfilamos los participantes: yo abro el fuego con una síntesis de la poesía de Whitman, de su importancia en la literatura del mundo y de su novedosa, si no revolucionaria, concepción de la naturaleza, y leo dos poemas: el 21 de Canto de mí mismo —ese que dice: "Soy el poeta de la mujer igual que del hombre, / y digo que tan noble es ser mujer como ser hombre, / y digo que no hay nada tan noble como ser la madre de los hombres"— y "El galanteo de las águilas", uno de los que, con sus escandalosos versos —que hoy nos parecen templadísimos—, motivaron que la Sociedad de Nueva Inglaterra para la Supresión del Vicio denunciara al poeta por obscenidad. Luego intervienen la actriz Lluvia Rojo, muy rubia, muy simpática; la periodista —y activista— María José Parejo, presentadora del programa El bosque habitado, dedicado a temas medioambientales; el cantautor gallego Xoel López, que interpreta, con voz exquisita, dos canciones que son, en realidad, dos poemas musicados (y que se lleva la mayor ovación de la noche: los poetas nunca tenemos nada que hacer con los músicos: por mucho que nos esforcemos, estos siempre se ganan el favor del público); el poeta Alberto Chessa, que ha traducido los dos primeros volúmenes de la colección, Mi primer verano en la sierra, de John Muir, y la correspondencia entre Emerson y Thoreau, y que tiene la rara virtud de que todo lo que dice constituye una observación inteligente (por ejemplo: qué raro que esa gran metáfora que es Walt Whitman —del Nuevo Mundo, del hombre nuevo, de la democracia norteamericana, de una nueva forma de hacer poesía— sea tan poco metafórico en su escritura); el naturalista Joaquín Araújo, que comparece con una viejísima y descabalada edición de Hojas de hierba, cuyas páginas sujeta con una pinza de oficina, y que lee, de esa edición, el mismo poema que luego recita de la mía, sin advertir que se trata de la misma composición (no está mal, pienso: así se habrá advertido la diferente traducción de ambas); y, por fin, Elvira Lindo, que cuenta cómo conoció a Raúl ("¿será un repartidor?", pensó, al ver a aquel extraño a la puerta de su casa; luego lo invitó a comer) y vuelve a citar a Fernando Fernán-Gómez, al que yo ya he mencionado: su prosodia en la inolvidable escena del "¡Señoriiiiiitooooooo!", de El viaje a ninguna parte, me recuerda a la del propio Whitman, que puede oírse declamando, con grandísimo engolamiento, el breve poema "América", hacia 1889 o 1890, en The Whitman Archive. Pero, tras Lindo, aún queda una última intervención: la del perro Skipper —es lógico que haya una representación animal en lo que no deja de ser un acto de exaltación de la naturaleza—, bajo cuyo disfraz se oculta Joaquín Reyes. Skipper-Reyes nos cuenta que tuvo una camada de ocho con una perra chihuahua —las perras chihuahuas son muy ardorosas, especifica—, pero que el último de los cachorros había salido muy enratonao, muy feo, y que habían decidido llamarlo Martínez Almeida. También le pide a Raúl que le saque del bolsillo el poema que va a leer. Pero Raúl no saca un papel, sino una pelota amarilla, y Skipper le dice que eso no es, y que no se le ocurra tirarla, que va detrás. Por fin, tras aclararnos que frío no tiene —en la sala hace un calor tropical; los abanicos se agitan como mariposas—, calienta la voz ("¡auuuuuu! ¡auuuuuu!") y recita, nada perrunamente, otro poema de Whitman. Como el cantautor Xoel, el cómico recibe un aplauso estruendoso, que vuelve a relegarnos a los poetas a un lugar subordinado en la escala de la estimación pública. Pero ni a Alberto ni a mí nos importa: lo importante es que triunfe Whitman. Concluido el acto, bajamos participantes y organizadores, más algunos amigos del público, a los jardines del Museo, donde celebraremos la fiesta de cumpleaños propiamente dicha. De los árboles cuelgan hojas con poemas de Whitman, que se menean como farolillos. Acompañan a las bebidas galletitas y frutos secos envueltos en hojas (de plátano, creo). Me sorprende, no obstante, que en el Museo Nacional de Ciencias Naturales haya, pegado al tronco de un árbol, al lado del estanque junto al que nos encontramos, un enorme cartel de "Perros no". Un joven periodista viene a hablar conmigo y me revela que le interesa mucho la relación entre Whitman y Emerson, aunque no tanto como la que mantuvieron Emerson y Thoreau, cuyas siluetas se ha tatuado en el antebrazo. Me sumo a un corrillo en el que a alguien parece asomarle un enorme moco por la nariz. Pero estoy equivocado: no es un moco, sino una hoja de menta metida en la narina. El hombre es ingeniero de montes y, según cuenta, le gusta oler ese aroma sin filtros, a matacaballo. Qué extraños son los ingenieros de montes. También me presentan a Américo, el librero del Museo, cuyo abuelo, portugués, combatió con las Brigadas Internacionales, fue hecho prisionero y fusilado contra una tapia. Raúl y sus colaboradores reparten a continuación unas densísimas magdalenas —que valen por una cena—, cada una de las cuales tiene una vela, que encendemos. Luego, Araújo lee otro poema de Whitman de su desvencijada edición y todos felicitamos al viejo Walt, al tiempo que soplamos las velas en su honor. Cansado, vuelvo al hotel setentero. Antes de recogerme en la habitación, no resisto la tentación de asestarme unas flores de alcachofas asadas en un restaurante contiguo, "El Molinón", regadas con una copa de verdejo bien frío. Lo hago y, de paso, me olvido la americana en el respaldo del asiento. Cuando ya estoy en la habitación, he de volver, a paso legionario, para recuperar la prenda. Por suerte, el camarero que me ha atendido la ha guardado antes de que alguien que no fuese yo se la llevara. Definitivamente instalado en el cuarto, y pese al agotamiento, zapeo un rato. El zapeo es un vicio que practico en todas partes, para desesperación de los circunstantes. Caigo, en un canal extraño, en Apocalipsis sexual, una película tan setentera como el hotel, pero ni siquiera las visiones ciertamente apocalípticas de los actores, que parecen navajeros, y las actrices, que parecen muñecas hinchables, me impiden caer dormido casi al instante.
Felicidades, Eduardo. Y me alegro del éxito de la presentación.
ResponderEliminarBesos.