Tras la presentación de Yo soy el Poema de la Tierra en el Museo Nacional de Ciencias Naturales, hoy viajamos Raúl y yo a su tierra, Murcia, donde ha organizado sendas presentaciones de la antología, en Murcia y Cartagena. En el tren —que se alarga más de cuatro horas para llegar a la capital— coincidimos con el actor Gorka Ochoa, que se ha hecho muy popular con el programa de la televisión vasca Vaya semanita. Está siendo un fin de semana de muchos actores: ayer Lluvia Rojo y Joaquín Reyes; hoy, Ochoa. En la estación de destino nos recoge Pilar, la encantadora hermana de Raúl. Me alojo en el hotel La Huertanica, un nombre que me parece muy apropiado en esta ciudad, cuyo cosmopolitismo, no obstante, está fuera de toda duda: el hotel se encuentra al lado del Irish Pub Fitzpatrick's, frente al cual tres angloparlantes chupan abacialmente unas pintas. Al hacer la entrada en el alojamiento, el recepcionista me ofrece jugar a los barquitos. Me explica que el juego supone una oferta: tiro dos veces y basta con que acierte uno para llevarme una consumición gratis durante mis días de estancia. Sin haber salido todavía del estupor, pongo las dos clavijitas en mi parte del tablero. Con habilidad extraordinaria, fallo los dos: uno cae en la línea que separa el acorazado y un crucero, que ya es fallar, y el otro se pierde en la única zona del tablero enemigo en el que el hospedero no ha puesto buques. De haber sido almirante, haría tiempo que hubiese perecido, sin barcos, ni honra, ni nada. Me quedo, pues, sin consumición y con cara de náufrago. Subo a la habitación y descargo los pertrechos. No tengo mucho tiempo hasta la presentación, que se hace en la librería Libros Traperos, del poeta José Daniel Espejo, así que decido no alejarme del centro. Visito la catedral, que está al lado del hotel, como el pub Fitzpatrick's. Me gusta que no haya que pagar: cada vez más seos y monumentos eclesiásticos cobran por entrar, y cada vez me gusta menos financiar a la Iglesia: ya lo hago obligatoriamente como contribuyente. Pronto advierto los numerosos recordatorios literarios del templo y sus alrededores: me saludan placas de Diego de Saavedra Fajardo, "eximio escritor", nacido en Algezares y enterrado aquí; José Selgas y Carrasco, autor de "rimas y apólogos", también inhumado en la catedral y hoy completamente olvidado; y el humanista Francisco Cascales, "preclaro literato murciano". Sin embargo, no es Cascales el más "preclaro literato" que reposa en este lugar. Al menos, enteramente. En una urna del presbiterio descansan nada menos que el corazón y las entrañas —aunque no se especifican cuáles— de Alfonso X el Sabio, que quiso que su corazón fuese enviado al monte Calvario, en Tierra Santa, y sus tripas, al monasterio de Santa María la Real del Alcázar. Por algún azar de la historia, su voluntad no se cumplió y sus órganos se quedaron a medio camino, en la catedral de Murcia. Aunque hay que comprender que debía de dar mucha fatiga viajar hasta Palestina con aquella casquería, por muy regia que fuese, en las alforjas, y por aquellos caminos, y con aquellos calores. Mientras paseo por el templo, un hermoso pastiche arquitectónico —al gótico original se le han sumado elementos renacentistas, barrocos y neoclásicos—, suena el órgano. Y en la capilla-retablo de San Cristobalón, contemplo al Niño, que mama de la Virgen María, de un pechito que apenas asoma por un resquicio del sayo. Huele intensamente a rosas. La placidez que transmite el sitio se ve turbada, a la salida, por un grupo de vociferantes que ocupan una de las terrazas de la plaza del cardenal Belluga. Nunca he entendido la necesidad de la gente de hacer ruido. Con lo bien que se está en silencio. Tengo tiempo todavía —pienso— de subir a la torre, de 93 m, la segunda más alta de España, tras la Giralda, que alberga una verdadera orquesta sinfónica de campanas: veinte. Rodeo la catedral en busca de la entrada, pero no la encuentro. En la oficina de turismo me informan de que solo se puede visitar por las mañanas. Pero en mi infructuosa inspección, doy con algo que compensa el fracaso: un tabuco de libros viejos justo detrás del ábside. Me llevo cuatro —uno de ellos, una antología de prosas en castellano de autores catalanes, de 1904, por 10 euros—y dejo un ejemplar de Oficio de los días, de Manuel Álvarez Ortega, uno de los mejores poetas españoles del siglo XX, que también he encontrado en el cajón: ya lo tengo —me lo regaló mi buen amigo Juan Luis Calbarro, que, a su vez, dio con él en la Cuesta de Moyano—, pero he dudado de si quedármelo para regalarlo. Por fin, lo he desestimado: la maleta se me va a llenar de libros esta semana, como siempre sucede en estas giras literarias, y he de economizar espacio y fuerzas. Es hora ya de ir a la librería Traperos, en la ronda de Garay. Saludo a José Daniel Espejo y a quienes van llegando, pero no puedo dejar de husmear en los estantes. Y allí encuentro una segunda edición de Visiones de neurastenia, de Wenceslao Fernández Flórez, otro autor popularísimo en su época —como Selgas en la suya— y hoy muy poco leído, aunque se salve del viento del olvido (ese que, según Cernuda, cuando sopla, mata) gracias a las adaptaciones cinematográficas de varios de sus títulos, y, en particular, de El bosque animado, cuya mejor versión es la de José Luis Cuerda, con guion de Rafael Azcona. El volumen, de 1924, se conserva bien y solo cuesta un euro: otro más para una maleta que ya está adquiriendo, pienso, la condición de baúl. El homenaje a Whitman y la presentación de la antología cuenta con numerosos participantes, que vamos desfilando tras Raúl: los poetas Héctor Castilla, Annie Castillo, Alberto Chessa, Vicente Cervera —a quien conocí el verano pasado en un curso de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo sobre el escritor chileno José Donoso en Santander, y a quien me agrada reencontrar— y yo, y otras personas interesadas asimismo por la poesía del norteamericano: una, Paco López, cuenta que, de joven, hace muchos años ya, se sentaba en la calle, a la puerta de la ferretería en la que trabajaba, a leer Hojas de hierba. Leer a Whitman en una calle de Murcia, a la puerta de una ferretería en los años 70, tenía, sin duda, su mérito (y su intriga: los vecinos, nos explica, le preguntaban qué era aquello que leía), y todos se lo reconocemos. Al propio Whitman, que cantó a todos los oficios, sobre todo a los más humildes, le habría encantado. Cuando acabamos, se me presenta un joven de aquí que está estudiando a Borges en París y que señala la hipálage del soneto "Camden", que el maestro argentino escribió sobre el norteamericano, y que Vicente Cervera ha leído hoy: [Whitman] "ociosamente, / mira su cara en el cansado espejo". Doy un respingo al oír la figura retórica, hipálage, que suena a enfermedad de los nervios. Pero me gusta que alguien la recupere en una conversación informal. La hipálage era cara a Borges, como demostró en su memorable análisis del verso de la Eneida: iban oscuros bajo la solitaria noche por la sombra. La velada concluye con unos mejillones enterrados en patatas fritas, y un buen jamón serrano, y muchas jarras de cervezas en uno de los bares próximos a la librería. A la mañana siguiente —y tras una noche mal dormida: el insomnio siempre está al acecho, y esta vez ha sido azuzado por las voces de los que pasaban por la calle y también por los pasillos del hotel, pequeño y resonante—, Raúl, Alberto y yo nos desplazamos en autobús a Cartagena, donde nos espera otra presentación en otra librería, La Montaña Mágica, capitaneada por Vicente, un librero decididamente entregado al activismo cultural. Al bajar del autobús, Alberto nos hace esperar un momento en la estación para acabar el crucigrama de El País. Se sienta en un banco y lo resuelve, mientras Raúl y yo charlamos. Es, hasta cierto punto, un homenaje a Mambrino: el crucigramista acaba de fallecer. Yo también era seguidor suyo y, de hecho, lo sigo siendo: el periódico continúa publicando sus palabras cruzadas, aportadas por él antes de fallecer. Al rellenarlos, tengo la sensación de que sigue vivo y de que seguirá vivo mientras esos crucis inéditos se sigan publicando en el diario. Hasta la hora del acto, paseamos los tres por el centro de Cartagena, una ciudad que se me antoja monumental. Entre los edificios modernistas de la calle Mayor, Alberto me señala una placa dedicada al escritor acaso más célebre de la localidad, el novísimo José María Álvarez, cuyo Museo de cera recuerdo con placer. Tomamos café luego en la plaza del ayuntamiento, ante el consistorio, que es, una vez más, monumental. Acrecen la monumentalidad del sitio los dos barcos de guerra fondeados en el puerto. Los militares se encuentran también en el muelle. Han montado una carpa en la que enseñan a los niños a manejar las armas de guerra. La cola para manosear la artillería es larguísima, preveo que mucho más larga que la de quienes asistan a nuestra lectura. A Raúl le disgusta —casi diría que le indigna— la exhibición, pero los niños, y también los padres, parecen muy contentos. Paseamos por el lugar, donde se encuentra el puerto deportivo, y admiramos la amplitud de la bahía, rodeada de colinas fortificadas. Alberto me recuerda que de aquí salió al exilio el rey Alfonso XIII. Buen viaje, le desearon los cartageneros de entonces, aunque no estoy muy seguro de que hoy opinaran lo mismo. Subimos luego hasta el teatro romano, casi tan grande como el de Mérida, aunque sin su imponente escenario y con la mayoría de las gradas sin restaurar. Me gustaría visitarlo, pero el tiempo apremia, y volamos a La Montaña Mágica, donde nos volvemos a juntar los letraheridos para homenajear al viejo de las mariposas en la barba. Allí están, entre otros, Antonio Martín Albalate, mi viejo amigo José Antonio Martínez Muñoz, con barba whitmaniana (y coleta podemita), y la traductora Natalia Carbajosa, a la que conozco desde hace 24 años, sin que nunca nos hayamos visto en persona. Por otro de los azares que recosen el mundo, hoy es el día. Leen también poemas de Whitman dos adolescentes cartageneras amantes de la literatura, que nos hacen pensar que no todo está perdido en el mundo de las letras: aún hay futuro. La comida que inevitablemente remata la presentación es fabulosa: yo saboreo un salmorejo de la tierra, y descubro los michirones, unas habas sabrosísimas, que no tienen nada que envidiar a las catalanas, y el caldero, un arroz con pescado de roca y ñoras extraordinario. Alberto, que es indígena y conoce los usos y costumbres del lugar, pide otro plato de caldero. Para mi pasmo, la camarera le dice que sí —yo siempre he pensado que en los menús hay lo que hay, y ya está—, y me apresuro a secundar la petición. También me dice que sí. Mi paladar y mi colesterol se lo agradecerán. Un café asiático —un artefacto con la capacidad explosiva de una mina antipersonas, con leche condensada, canela, coñac, licor 43 y no sé cuántos ingredientes más— cierra el ágape. Haré la digestión toda la tarde, en el tren que me devuelve a Madrid, aunque con alguna incomodidad: la señora que se sienta a mi lado lee La Razón en la primera mitad del viaje y luego llama a José y se pasa la segunda hablando con él hasta llegar a Atocha. Y cotorrea literalmente de nada: las palabras, huecas, insignificantes, son solo volátiles trampantojos con los que acompaña su aburrimiento y su soledad. Aunque alguna de las que le dice a José tienen la virtud de irritarme: por ejemplo, que ha leído a "su Marhuenda".
No hay comentarios:
Publicar un comentario