Durante mucho tiempo, la poesía la compusieron, cantada o escrita, unos pocos y la recibieron, oída o leída, muchos. Luego la siguieron escribiendo unos pocos, pero ya solo eran unos pocos también los que la leían. Por fin, hoy, muchos la escriben (o la cantan) y no la lee casi nadie, a menudo ni siquiera los que la escriben. El estallido digital ha supuesto una simultánea deflagración de la poesía, que se ha llenado de practicantes, aunque mucho menos de lectores, y casi nada de buenos lectores, aquellos que entendían que, para poder escribir buena poesía, antes había que leer buena poesía. La democratización radical —esto es, la unánime vulgarización— que conlleva la supresión de los filtros de conveniencia y valor aplicados por la industria editorial tradicional —y también de los baremos de calidad de la crítica literaria clásica—, inducida por el imperio digital, ha dado lugar a una pululación inacabable de poetas y aspirantes a poeta, que consideran que, dado que comparten el instrumento con el que Charles Bukowski o Mario Benedetti crearon su obra, el lenguaje, ellos no necesitan otra cosa para crear también la suya. En esta constelación multitudinaria de atolondrados pergeñadores de versos, se hace más necesario que nunca el juicio ponderado de lectores expertos que hayan cultivado el gusto y asumido la tarea de seleccionar lo que vale la pena, por su enjundia estética (y también ética), de entre una producción abigarrada, por lo general negligente y con frecuencia incomprensible. Los Papeles de Brighton, capitaneados por Juan Luis Calbarro, que, además de editor aguerrido, es un excelente poeta y crítico, llevan cumpliendo con ese papel censor —en el sentido más noble del término, que lo tiene— desde hace, felizmente, diez años. Fruto de esa década de esclarecimiento y tasación son los dieciséis poetas que han visto la luz en las varias colecciones de su editorial. Singularmente, la mayoría de ellos se caracterizan por ser poetas periféricos, es decir, autores que no radican ni en el centro geográfico ni en las capitales culturales del idioma, y que tampoco practican la poesía previsible en los núcleos de poder, repeinada, mesocrática y sumisa. Y ello es aplicable tanto a los quince poetas de habla española (catorce españoles y un peruano) como al representante de la lengua inglesa publicado por Los Papeles de Brighton, el inglés Terence Dooley. Son, pues, escritores excéntricos: ajenos a ejes y cauces imperativos, que solo obedecen a sus inclinaciones creadoras y a las tradiciones que ha tamizado su sensibilidad. Más de la mitad de ellos han nacido en la década de los sesenta del siglo pasado y cabe pensar que se encuentran en plena madurez creadora. Los estilos que practican son una muestra precisa de la diversidad estética que caracteriza el actual momento de la poesía en España, en la que, desde el declive, por agotamiento natural, de la otrora dominante poesía de la experiencia, en la primera década de esta centuria, aún no ha cuajado ninguna otra corriente fundamental. Ello no obstante, entre los dieciséis de Brighton cabe observar, a grandes trazos, un grupo mayoritario de autores que se nutren señaladamente, en formas, temas y, sobre todo, tono, de la tradición clásica, caracterizados por un figurativismo juicioso, es decir, amigable con el vuelo de la imaginación y aun con la fractura de las formas, una dicción sosegada, aunque imbuida de la inevitable convulsión contemporánea, y una preocupación por lo comunitario o social (grupo en el que se encuentran la mayoría de los autores sénior: Goldemberg, Pernas, Dooley, Máximo Hernández, Fernández Benéitez, Planas Bennásar y López Navia, pero también Osset, Marinas y Juliá Braun); y otro grupo cuyos miembros se adscriben cabalmente a la tradición de la ruptura, como la definió Octavio Paz, esa que busca arrancar relumbres del propio lenguaje y desafiar las convenciones expresivas para adentrarse en los dominios más sombríos o inaccesibles de la realidad y la conciencia (y aquí están Galindo, Domingo Català, Ingelmo, Gómez Calderón y Pérez Rod).
El zamorano Ángel Fernández Benéitez, un poeta asimismo de inspiración clásica, revela una pasión por la naturaleza, contemplativa pero también erótica, en la que se proyectan las inseguridades existenciales, entre las que la definición de la identidad, de la sustancia del ser individual, descuella con vigor. El poeta habla del pasado y del recuerdo; de la soledad, compañera inevitable; del deseo de libertad, fruto del encarcelamiento existencial y aun físico; y del amor, que siempre ronda, ansiado, frustrado, perdido o, más raramente, consumado. En su poesía, la sobria musicalidad de sus palabras se enreda en un follaje vanguardista y hasta en arboledas neoculturalistas. Se funden, así, un castellano granado, austero y, cuando conviene, arcaizante, con otro brincador y hasta surreal, en el que trajinan metáforas puras y neologismos creacionistas, y que no rehúye lo oscuro. Y ambos, aunados, entonan un canto: lo que sobrevive a todo, lo que redime de todo.
Juan Planas Bennásar, ese bartleby guadianesco —no porque deje de escribir, algo que no hace nunca, sino porque deja de publicar—, consigna en Cercandanza una poesía de verso largo (y de poemas en prosa, un rasgo de modernidad) en la que fluye, y a veces se arremolina, la conciencia. Planas Bennásar hermana lo meditativo y lo narrativo: lo que sucede a su alrededor es causa e interlocutor de lo que sucede dentro; y al revés. Hombre viajado y culto, sus poemas son «andanzas cercanas» que nos llevan muy lejos: paseos, tránsitos, itinerarios, en las que se vuelca una subjetividad vigilante, asombrada de su propio hervor y del hervor a menudo ininteligible del mundo. El amor supone un contrapeso bienaventurado a las injurias de la realidad, y la reflexión sobre la propia actividad creadora supone asimismo un bálsamo, al igual que el escalpelo y el bisturí lo son para el cirujano, o el microscopio para el investigador.
Santiago López Navia, cervantista reputado, es quizá el autor de filiación clásica más reconocible de este conjunto brightoniano. Su gravedad moral, su constante pesquisa en la naturaleza humana y su virtuosismo formal, que le permite escribir afilados sonetos y utilizar desde serventesios a haikús, lo sitúan en la estela de Horacio, de los grandes nombres de los Siglos de Oro y de clásicos contemporáneos como Antonio Machado. Su poesía, añorante, expresa el peso agridulce del tiempo transcurrido y el dolor de la ausencia y la pérdida, pero no renuncia al humor. Coherente con su educación estética, López Navia recurre con frecuencia a —y actualiza— los tópicos clásicos: el homo viator —que refleja la vida como «camino espiritual»—, el beatus ille —con el que plasma su atenta contemplación de la naturaleza—, el carpe diem —con el que reivindica el placer— y el silentium amoris: el silencio como manifestación necesaria del amor.
Moisés Galindo pertenece a la tradición de la síntesis, de aquella máxima condensación del sentido que quería Ezra Pound; o, como se ha establecido en la tradición hispana, a la poesía pura de Juan Ramón Jiménez o José Ángel Valente (aunque en esta «pureza» se esconda notablemente una dimensión social). Sus poemas, siempre breves, diamantinos, descubren a un poeta que, a partir de la contemplación del mundo —y, en particular, de la naturaleza que lo rodea—, traza un viaje metafísico: al ser y a la nada, al viejo combate metafísico entre la vida y la muerte. Galindo expresa, así, la perplejidad que le inspira el mundo y su propio alentar en él, y desnuda la paradoja central de su poesía: vida y muerte son lo mismo; ser y nada se alimentan mutuamente; existir y desaparecer poseen una textura igual, una naturaleza idéntica.
Miguel Osset Hernández escribe una poesía narrativa y flexible, que atiende a algunos asuntos esenciales: el amor, en el que confluyen un acendrado romanticismo y unos calambrazos eróticos no menos percutientes, la observación maravillada pero también analítica del mundo, y la indagación en la identidad y el ser. La voluntad autorreflexiva se abre paso en los poemas, trazando un camino al interior y, por esa misma vía, a los demás, con quienes aspira a fundirse. La elegía por lo ido —y por lo que se va en este momento— también está presente en los versos de Osset, así como un paradójico pero vigorizante entusiasmo: un ansia por sentir, por vivir, por experimentar cuanto ofrece el mundo, por estallar de pasión, por que la conciencia se llene y hasta rebose. Este entusiasmo es la reacción del ser frente a la pérdida, frente a la certeza de la derrota, cuya culminación es la muerte.
Julio Marinas es el único antologado, junto con Teresa Domingo, que ha publicado dos libros de poemas en Los Papeles de Brighton, aunque el segundo, Búsqueda de natura, sea una versión corregida y aumentada de la sección homónima incluida en el primero, Poesía incompleta. Poeta andariego y observador, que se mueve por los parajes menos hollados del realismo, reconoce en la naturaleza el código que es preciso descifrar para desentrañar, a la vez, el misterio de la condición humana, a la que solo asiste una certeza: que nadie se escapa de morir. Marinas ha cultivado también, con un lenguaje abrasivo y abrasado, la poesía erótica, y ha transmutado los sucesos de la existencia en un discurso vívido, sin remilgos, a menudo violento, como violento es lo que ha percibido y experimentado.
Carlos Juliá Braun es un clérigo socarrón y sicalíptico, que practica el soneto, entre romántico y rijoso —los románticos, por cierto, fueron grandes erotómanos—, como otros preparan unos huevos fritos: con naturalidad y mucho sabor. No por casualidad el primero incluido en esta antología es un «soneto gastronómico». El padre Juliá Braun, en la estela de los goliardos o los abates libertinos del dieciocho francés, satiriza, mediante la parodia, los modos y motivos de la poesía amorosa tradicional, pero debemos recordar que, para burlarse con acierto de algo, primero hay que conocerlo bien. Y el conocimiento de la literatura que sitúa ante el espejo convexo de su humor —y de su rijo— es preclaro. Con un formidable arsenal retórico, tomado, sobre todo, del renacimiento y el barroco hispanos, estos sonetos canónicos —endecasílabos, consonantes y rimados— hacen sonreír, sin renunciar a su propósito libidinoso.
La poesía de Teresa Domingo Català es un estallido verbal, un torbellino visionario y un hormiguero de símbolos, suscitados todos por un indesmayable escarbar en el humus de la conciencia, en las grietas devoradoras del espíritu. Dotada de una enorme energía elocutiva y, antes que eso, de una mirada escrutadora, que parece solo diseñada para hurgar en las profundidades, Domingo Catalá crea poemas plagados de sufrimiento pero también de deseo, metafóricos y crujientes, musicales y negros, con una negrura en la que confluyen todos los colores; poemas más que sensuales, carnales, donde el sexo se acomoda y se desajusta a cada paso; poemas paradójicos, en los que la poeta no deja de (des)articular un yo que no se entiende, que no se encuentra, que no vive lo que quiere vivir, pero que siente, apasionadamente, el peso monstruoso y benéfico de las cosas.
Luis Ingelmo es el mejor representante, en esta selección, de lo que se ha dado en llamar «realismo sucio», y que ha tenido, y sigue teniendo, un especial predicamento en los Estados Unidos, donde Ingelmo ha vivido muchos años. El poeta expone una realidad, cotidiana pero también cósmica, despojada de todo aditamento embellecedor, en sus puros y embarrados huesos. Y lo hace con un lenguaje que no reniega de sus múltiples facetas y que no teme resultar antilírico, porque el antilirismo, si está cargado de verdad, constituye una forma más limpia de decir lo que es. Con trazos expresionistas y burlescos, con elipsis retumbantes y latigazos vanguardistas, iconoclasta y moderadamente nihilista, Ingelmo compone un fresco supurante que cuenta los fracasos, las falacias y las iniquidades de una sociedad corrosiva, en la que, no obstante, estamos obligados a vivir.
Isaac Gómez Calderón despliega una poesía saturada de símbolos e imaginería, y se acoge, como Teresa Domingo Català, al reino de lo visionario, aunque sólidamente amparado en el poder esclarecedor de la razón. Filosofía y misterio se aúnan, pues, alumbrando un discurso poderosamente lingüístico e incendiadamente metafórico. No es casualidad que en La parábola del arcoíris, el volumen que ha publicado en Los Papeles de Brighton, haya un importante apartado visual, en el que los poemas son la écfrasis, alucinada pero meticulosa, de ilustraciones de textos maravillosos, bíblicos y medievales, y que llegan a la modernidad iluminada de Blake, el gran veedor, que hablaba con los ángeles, y Gustav Klimt, todos cuyos cuadros son un beso descoyuntado. En Gómez Calderón alientan Maldoror y Rimbaud, Darío y Cirlot, Artaud y Celan, que sustentan un mundo enloquecido y embriagador.
Isa Pérez Rod, la más joven del conjunto, simboliza en la alquimia que da título y estructura su poemario la transformación que operan la sensibilidad y el lenguaje en la realidad turbulenta que rodea a la poeta, y que nos rodea a todos. Con un amplio conocimiento de las técnicas de vanguardia, que hacen de Alquimia orgánica un libro sísmico y experimental —utiliza el caligrama, la poliglosia, el inciso dialógico, la luxación sintáctica, las posibilidades visuales de la tipografía—, y un no menos apto uso del lenguaje científico —Pérez Rod es médica—, que se funde con el vocabulario y la mitología de la alquimia, la poeta da cuenta de un ser atropellado por sus propios anhelos y sus propias insuficiencias, que intenta sobrevivir a otros seres tan trastornados por la existencia como ella, y que lo hace con un lúcido arrebato, sin dejarse vencer por la desesperanza.
[Prólogo de Dieciséis de Brighton, Eduardo Moga (antólogo), Madrid, Los Papeles de Brighton, 2023]
Magnífico prólogo querido Eduardo. No me canso de leerlo. Muchas felicidades.
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