La tilde del adverbio solo es trascendente porque, en algunos casos malhadados, trasciende el ámbito de la ortografía e impacta de lleno en la esfera literaria e incluso humana de las personas. En general, la ortografía suele considerarse, por parte de la gran mayoría de los hablantes, de escasa o ninguna conciencia lingüística, una dificultad innecesaria o un galimatías prescindible; en cualquier caso, un código meramente formal que no afecta a lo importante: la comunicación del mensaje. (Esto no es cierto, claro está: hay un mundo de diferencia entre “Vamos a comer niños” y “Vamos a comer, niños”, pero mantendremos lo afirmado como una generalización válida). Sin embargo, a veces un debate lingüístico se encona hasta el punto de exceder sus fronteras, digamos, naturales e incidir en otros terrenos, más sensibles o íntimos. A mediados de la década pasada, cuando ejercía como director de la Editora Regional de Extremadura, impuse en la editorial el criterio de que el adverbio solo no debía acentuarse nunca en nuestros libros, salvo que hubiera algún (altamente infrecuente) caso de ambigüedad con el adjetivo solo (que, aun dándose, siempre podía resolverse por el contexto del enunciado), en cuyo caso el autor podía acentuarlo, si quería. Seguía, pues, el criterio de la Real Academia Española, que llevaba ya años intentando desfacer el entuerto que ella misma había cometido al permitir, años atrás, tildar una palabra llana acabada en vocal, en la que, además, la tilde no tenía ni podía tener carácter diacrítico. Y en esa guerra sigue, por desgracia, años después. Pero entonces a mí me pareció respetuoso con el idioma, con la editorial y con los propios autores atenerme a las normas ortográficas de la docta casa, de forma que nuestros libros no se publicaran con lo que era, y sigue siendo, una falta de ortografía, como lo sería escribir incoerente o hanalfabeto. Sin embargo, al hacerlo, choqué con uno de los gurús de las letras extremeñas, que, acantonado en su reducto de la dehesa, se sintió hondamente vejado por que en las pruebas de la antología de poesía que le íbamos a publicar se hubiese suprimido el puñado de tildes que él había asestado al desdichado adverbio. Yo le expuse que aquella supresión respondía a un criterio editorial amparado en el criterio académico, que se apoyaba, a su vez, en las normas generales de acentuación de la lengua española, pero él no aceptó mis explicaciones y me retiró la palabra y la amistad, aunque no hizo lo mismo con el libro en el que se había realizado la limpieza, que se publicó en una magnífica edición sin tildes innecesarias. Curiosamente, a aquel hombre al que le sentó como un tiro que le corrigiera las faltas de ortografía que había cometido, yo lo había invitado a mi casa, donde había sido agasajado por mi familia y por mí; le había reseñado favorablemente uno de sus poemarios (en aquel entonces, aún escribía dignamente; lo que ha hecho luego, y sigue haciendo, es una nadería estólida); y hasta había atendido a su hijo en Londres, cuando viví allí: el gurú me pidió que le echara un cable (“tú también eres padre...”, me dijo), porque el joven estaba precariamente en la ciudad, y yo lo hice con gusto: lo fui a buscar, lo llevé a mi casa, mi mujer y yo le dimos de comer una gigantesca marmita de macarrones con tomate, pasamos una agradable sobremesa charlando y lo despedimos poniéndonos a su disposición por si necesitaba de nosotros. Era un buen chico. Nada de todo esto, o que al incorporarme al cargo de director de la ERE le asegurara al gurú que tenía abiertas las puertas de la editorial, evitó que la eliminación de la tilde maldita lo sumiera en una desazón insuperable y pasara a profesarme un odio africano, que perdura hasta hoy y perdurará hasta el fin de los tiempos. Doy ahora un salto hasta este mismo año, 2023, y prosigo con las desdichas acarreadas por la turbulenta existencia de dicha tilde. Acabo de leer Azada de jardín, un estupendo diario de José Ángel Cilleruelo, recientemente publicado por la infatigable editorial Polibea. Y ahí, en la entrada correspondiente al 11 de mayo de 2021, encuentro la explicación de las mismas razones que acabo de exponer yo para no acentuar el adverbio, y este relato: “Vivía en ese limbo ortográfico feliz, escribiendo cientos de solo maravillosamente con la cabeza descubierta, cuando recibo las pruebas de unas traducciones. Les echo un vistazo y me quedo de piedra. Alguien ha corregido todos mis solos, en el texto de presentación y en el texto traducido, y los ha convertido en sólo. (...) Hablo con el editor, once años después de que la RAE decidiera ser consecuente con sus propias normas ortográficas, y me lo confirma. Ha sido él. En su editorial, todos los libros acentúan ‘sólo’ si es adverbio. Reviso el libro y no existe ningún ‘solo’ adjetivo del que deban distinguirse los adverbios. (...) Una tilde que regresa como una pesadilla recurrente, un mal que uno ve reaparecer cuando ya estaba curado. Un agobio: tener que discutir obviedades. Recordé, entonces, que cuando empecé a dar clase una parte del alumnado aún acentuaba sistemáticamente fué y fuí, tilde que había sido suprimida en 1956, treinta años antes de que empezara yo a trabajar. Descuelgo el teléfono para decir que siento todos los problemas ocasionados, y que retiro las traducciones”. Pues bien, esto que cuenta José Ángel es lo mismo que me ha pasado a mí, aunque no con una traducción, sino con un poemario propio. Hacía tres años, había convenido con una de las editoriales de poesía más importantes del país la publicación de mi próximo libro de versos. Cuando, tras la larga espera, llegó por fin el momento de sacar el libro y me enviaron las primeras pruebas, descubrí lo mismo que denuncia Cilleruelo: que a todos mis solos, natural y gloriosamente mondos, la editorial les había colocado el vergonzante penacho de la tilde. Primero pensé que se trataba de una equivocación y, no sin candor, así se lo señalé a mi interlocutora en la editorial. Pero ella me respondió que no era un error, sino un criterio editorial adoptado “tras analizar minuciosamente criterios y argumentos de lingüistas, sectores académicos, escritores, algunos miembros de la propia Academia, medios periodísticos, etc.”, y que constituía “la postura más rigurosa acorde con nuestra defensa del cuidado de de (sic) nuestro idioma con la mayor precisión y rigurosidadposible (sic)”. Insistí en las razones —las obviedades— que hacían incorrecta la acentuación del dichoso adverbio, de acuerdo con las normas de la RAE, y en el hecho de que, precisamente por cuidado, precisión y rigor en el uso del idioma, el adverbio solo no debía acentuarse nunca, salvo en el caso de ambigüedad con el adjetivo, siempre que el autor lo quisiera así. Y en mi libro no había ambigüedades ni, aunque las hubiera habido, hubiese acentuado yo el adverbio. Pero la posición de la editorial era inflexible, y así se me comunicó: en aquel tema, como si fuese un asunto de Estado o materia que afectase a los derechos humanos reconocidos por la Declaración Universal de 1948, “no podían transigir”. Más aún: se me enseñó la puerta si no estaba de acuerdo con el disparate. Así que, en efecto, con las primeras pruebas del poemario en la mesa, cogí mis bártulos y la puerta, y retiré el libro de la editorial. Defender lo correcto, el adverbio solo sin tilde, me ha costado, de momento, una amistad y la publicación de un libro. A ver qué es lo siguiente.
La vida es maravillosa Eduardo.
ResponderEliminarAjo, agua y resina, mi queridísimo Eduardo.
ResponderEliminarUn beso grande.