Anay Sala (Sabadell, 1975) publicó Medidas cautelares —su segundo poemario, tras Y (turno de réplica)— en 2012. Vuelve ahora a publicarse gracias a Libros de Aldarán. Sus brevísimos poemas, hijos de una tradición en la que se funden el epigrama, el aforismo, la greguería y el haiku, constituyen la crónica de un desamor, o, dicho con más precisión, de todas esas pequeñas decepciones y fracasos que se gestan en un proceso de alejamiento, que suele ser también, especularmente, un proceso de acercamiento a uno mismo, a los rincones de la conciencia que no se habían visitado hasta que los ha iluminado, sombríamente, el dolor. La poeta, con una poesía enjuta, sintética, se adentra en los pliegues de la conciencia y explora las resonancias, las torceduras, los vacíos que supura la creciente sospecha de que las cosas no son como se pensaba. En Medidas cautelares se intuye una convivencia resquebrajada, un desbarajuste del corazón, uno de los motivos recurrentes del poemario, aplacado —o disimulado— por la continuidad enmascaradora de los gestos y las palabras: «Cuando el dolor regresa, / de improviso, / y te asalta en el umbral de la nostalgia / y encañona tu sien contra el recuerdo, / sabes bien que solo puedes claudicar», leemos en el poema «El asalto», que acaba así: «Y de nuevo, / te impones la distancia, / la lógica febril, la compostura. / Y lo llamas cordura o equilibrio / cuando solo son ganas de llorar». El libro recurre a la simbología del ajedrez —en la cubierta hay un tablero, en el que uno de los bandos (que no sé por qué sospecho que es el de la autora) solo tiene un peón— y al lenguaje jurídico, del que su propio título es ejemplo, como metáfora de la necesidad de recurrir a la razón en la gestión de los conflictos humanos para alcanzar alguna paz, o siquiera una tregua, en la permanente lid de la vida. Sin embargo, esa razón no es pura, ni cierta, ni definitiva. Por el contrario, se ve atravesada por otras fuerzas que la subvierten o desdibujan: la duda, el olvido, el miedo. También el silencio barre estos poemas temblorosos, que persiguen alguna fijeza, pero que solo se encuentran con su propia desnudez, con su mudo temblor. En «Rosa Rosae», leemos: «¿Por qué, / si te provoco con verdades, / insistes en salvar / todas mis dudas? // Porque el amor de pétalos no sabe / —le aclara tu silencio a mi impostura». Algún poema desborda los diques racionales y esas otras escolleras que levantan la educación y la prudencia, y se atreve a comunicar su desolación, como «Respirando»: «Sobrevivo a la noche / y su tormenta / respirando penumbra / hasta el amanecer». En otros, el dolor asimismo se acera. En estas ocasiones, el poema, es decir, la realidad estricta de las palabras bailando en forma de versos, con su música y su misterio, acude a socorrer a la poeta, que se refugia en esa frágil certidumbre para sobreponerse a la turbación. En «La tentación», dice: «Me lo dijo un diablo / al mediodía, / mesándome la crin de la conciencia: // “Abandona toda muesca / de dolor. / Y déjate llevar por el poema”».
Medidas cautelares habla de las emociones fundamentales: el amor, la felicidad, la soledad. En sus poemas, que son viñetas, suntuosas en su laconismo, el yo —azogado por la confusión— asoma poco a poco, a retazos, mediante sutilísimos desvelamientos: cada suceso o reflexión alumbra un lugar fosco, un paraje que aún no se ha hollado, una esquina espiritual. La inteligencia que demuestran no abruma, sino que se despliega, fragmentaria y sinuosa, en miniaturas cuajadas de sentido. El conjunto documenta una atrevida indagación en la conciencia, una aventura que aúna el esclarecimiento de las propias perplejidades, como señala con acierto José Luis Piquero, el prologuista del volumen, y la exposición de los inevitables padecimientos a los que nos somete la búsqueda del otro.
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