lunes, 18 de septiembre de 2023

La Sagrada Familia, ayer y hoy

Ha venido E. a Barcelona y, como casi todo el mundo que viene a Barcelona, ha querido conocer la Sagrada Familia. No la culpo. Yo no le había propuesto visitarla, pese a ser uno de los principales atractivos turísticos de la ciudad, por ser uno de los principales atractivos turísticos de la ciudad. Y los principales atractivos turísticos de una ciudad suelen tener todos el mismo problema: están llenos de turistas. Aunque no sabía hasta qué punto. Desde que los Juegos Olímpicos del 92 catapultaron a Barcelona como destino turístico internacional, los barceloneses nos hemos enterado de los crecientes problemas que causa el turismo masivo en el barrio donde se encuentra el templo expiatorio (y en toda la ciudad, de hecho): caravanas de autobuses, ruidosas y humeantes; multitudes ingentes de hacedores de fotografías; proliferación bacteriana de chiringuitos idiotas y tiendas de suvenires absurdos; ocupación de la vía pública por el crecimiento de ameba de la edificación; y, sobre todo, la sustitución del tejido urbano y los ritmos ciudadanos tradicionales por una artificiosa y vacua realidad de comercios, hoteles y negocios, igual a la que puede encontrarse en cualquier otra ciudad bendecida, o más bien maldita, por el turismo de masas. (Si nadie lo remedia, Barcelona —la millor ciutat del món, según un estúpido eslogan publicitario del ayuntamiento de hace algunos años— acabará convirtiéndose en otra Venecia, sin sus canales ni su carnaval, pero con idéntico vaciamiento: ya solo será un escenario, un decorado exánime, piedra hueca, hermosa pero muerta). Sin duda, los vecinos expían la presencia del templo expiatorio. La conciencia de esta expiación me inducía a eludirla, aplicando el principio por el que procuro regirme en mis tratos con la sociedad capitalista en la que no me queda más remedio que vivir hasta que se vuelva a ocupar el palacio de Invierno: consumir menos, comprar menos, producir menos, dejarme arrastrar menos por las persuasiones de la publicidad y el entretenimiento —del poder, en suma—, sustraerme, en la medida de mis fuerzas, a esta espiral aniquiladora y macabra de trabajo, ingreso y gasto, de fabricación ininterrumpida, de superación y rendimiento sin fin. Por eso no le había sugerido a E. visitar la magna obra de Gaudí (y sus sedicentes sucesores). Pero su insistencia y la cortesía y hospitalidad debidas me hicieron capitular, y un buen día, con trasnochado candor, E. y yo nos presentamos en la puerta del templo, dispuestos a conocer las edificadas (y quizá edificantes) tripas del monstruo. Un adusto segurata nos hizo caer de la higuera en pocos segundos: en la Sagrada Familia no hay ya taquillas en las que comprar entradas; solo pueden adquirirse por Internet. La verdad es que, pese a la decepción, lo comprendí: a la vista de la muchedumbre que nos rodeaba (y la que previsiblemente había dentro de la basílica), y que me recordaba a un termitero de la sabana de Namibia, comprar las entradas como se hacía antaño habría supuesto unas colas que ríete tú de las que se forman en Venezuela para comprar papel higiénico. Mientras nos retirábamos con el rabo entre las piernas y yo le prometía a una desolada E. que encontraríamos el modo, digital o no, de entrar, me acordaba de mis remotas visitas al monumento, de niño, de la mano de mis padres. De vez en cuando, siempre en domingo, mis padres me llevaban al templo para que conociera aquella extraña fabulación de piedra imaginada por alguien que contaba, además, con el indiscutible mérito de ser catalán. Porque, para mi padre sobre todo, ser catalán era un privilegio que el destino nos tenía reservado, y por el que debíamos estar agradecidos. Hacíamos los tres una cola generalmente breve, pasábamos por la taquilla —un cubículo asimismo breve en el que alguien, de cara indefinible, nos entregaba un tique parecido a los del autobús o el metro, previo pago de unas pesetas— y ya estábamos dentro. Y dentro nos esperaba una obra en pura construcción, todavía sin techar y llena de sillares —que yo identificaba como meros pedruscos— que había que sortear durante el paseo. Me sorprendía especialmente que el recinto no estuviera cerrado y que pudiera verse el cielo desde el interior: las nubes desfilaban por encima de nuestras cabezas como si el techo fuera una inmensa pantalla azul en la que nunca dejara de proyectarse una película muda. Pero uno no podía despistarse mirando a lo alto, que era lo que pedía el cuerpo, porque corría el riesgo de tropezar con alguno de los barrocos mampuestos que jalonaban el paso. Había en las paredes fotografías y una información rudimentaria sobre la historia de la basílica, y en todas partes el aire de algo que se estaba haciendo, aún en sus etapas preliminares (aunque la construcción se inició en 1882), como un gran chalé en las afueras o un edificio de oficinas en una zona comercial. Y la gente que visitaba la obra era como nosotros: barceloneses humildes, familias trabajadoras, católicos del barrio, señoras que venían a rezar, curiosos de diverso pelaje y también algunos —pocos— turistas: una fauna amable y dominical que no distorsionaba nada, ni imponía su presencia tumultuosa, ni sustraía a los residentes la certeza de que aquel era su vecindario, donde se había desarrollado (y esperaban que siguiera desarrollándose pacíficamente) su vida. Recuerdo también que podía subirse a las torres de la fachada del Nacimiento, la única que estaba construida por entonces, por unas escaleras angostas que daban a una suerte de puentecillo entre las dos torres interiores, desde el que uno se asomaba a la plaza de Gaudí (en cuyos bancos, en mi adolescencia, y a la abigarrada sombra del glorioso arquitecto, hice manitas con una novia que tuve en el barrio) y veía volar gaviotas y palomas, que acaban posándose en las floridas figuras de la fachada. Hoy, para subir a las torres, hay que pagar, como comprobamos E. y yo cuando, por fin, podemos entrar en el templo. Una hermana de la novia de mi hijo trabaja en el arzobispado de Barcelona —el dueño de la Sagrada Familia; Gaudí era un hombre catoliquísimo— y nos ha facilitado dos entradas gratis, es decir, nos ha ahorrado cincuenta y dos euros de vellón. Con su trabajo en el arzobispado se está ganando el cielo y con su gesto generoso se ha ganado nuestro agradecimiento. Acceder al templo es casi tan difícil como hacerlo a un vuelo transoceánico: debemos pasar varios controles manuales y un riguroso escáner. La entrada en la nave descubre un espacio irreal, lleno de una luz teñida de los colores de las enormes vidrieras (no de aquella luz cruda, desnuda, de los cielos de mi niñez) y poblado de las columnas arborescentes —y, por si fuera poco, helicoidales— que estallan en una marejada de paraboloides, hiperboloides, helicoides, conoides y cosas aún peores, y de las formas curvas, vegetales y caprichosas, que no se repiten nunca (Gaudí detestaba la homogeneidad), de los capiteles, basas, arcos, estatuas y contrafuertes del templo. El modernismo de Gaudí es una forma de surrealismo, asentada, como el propio surrealismo, en una racionalidad férrea pero oculta, en una suprarrealidad a duras penas accesible pero categórica. A ese surrealismo desquiciadamente geométrico se suman las hordas de visitantes, que pululan por todos los rincones de la basílica: andan (andamos), sin excepción, con la cabeza alta, pero no por engreimiento, sino para contemplar, admirados o desconcertados, el quieto oleaje de las bóvedas, el bullir granítico de las nervaduras, la imprevisibilidad de todo. Con el sobrio desafuero de Gaudí se mezclan gorras de camuflaje o sombreros tejanos, pies enfundados en sandalias y calcetines, pantalones cortos ceñidísimos (ellas), camisetas de la Universidad de Florida o de Notre Dame, gafas de sol, pamelas con lazos, botellas de agua, señoras mayores en sillas de ruedas, niños turbulentos, bastones de marcha nórdica, chanclas, viseras, mochilas y móviles, muchísimos móviles: yo diría que hay más móviles que visitantes. El sosiego que uno asocia con una iglesia tan majestuosa como esta se ve desbaratado por el frenético deambular de un ejército internacional de fotografiadores. No queda nada, ¡ay!, de aquella calma provinciana, de aquel parsimonioso hacerse, de la paradójica modestia que acompañaba al templo cuando solo lo visitábamos los indígenas. Salimos de la Sagrada Familia, nos abrimos paso entre la multitud que está más o menos acampada en las inmediaciones haciéndose selfis o comprando llaveros con la figura de un toro o una bailaora de flamenco, y decidimos seguir disfrutando del modernismo con una visita al antiguo Hospital de la Santa Creu i Sant Pau, hoy reconvertido en complejo monumental, y verdadera obra maestra de Lluís Domènech i Montaner. Está a menos de un kilómetro por la aledaña avenida de Gaudí. En quince minutos hemos llegado. Y allí no hay nadie. Apenas algunas parejas y un par de pequeños grupos de turistas. Los operadores turísticos atiborran de viajeros el icono de la Sagrada Familia, pero desdeñan —o ignoran— algo tan fantástico como el hospital (para algunos, aún más seductor que la obra de Gaudí). Ojalá siga siendo así mucho tiempo. La visita a Sant Pau es una delicia de paz y satisfacción. Una vez me atendieron allí de un pie averiado, pero yo lo había visto con los ojos de un enfermo, que son siempre dolientes, nunca como ahora: deslumbrado, casi extasiado. Y E. también.

2 comentarios:

  1. Yo postulaba de niño por la calle una vez al año, con mi hucha, pidiendo a los barceloneses dinero para levantar la Sagrada Familia. Algo nos daban. El templo apenas se visitaba en aquella época. En la cripta celebraban misas y había algunas veces suficientes feligreses. En general, estaba casi tan vacío como el parque Güell, y bastante olvidado, como Gaudí. Todo cambia. O eso dicen. Mi madre agonizó y murió en el hospital de Sant Pau, en un pabellón hermoso y modernista. Donde antes se moría, ahora se disfruta del arte. Me ha gustado tu texto.

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  2. Sí, querido Sergio. Las cosas cambian. Y esta ciudad donde nos ha tocado vivir no es una excepción, sino más bien una confirmación de ello, y muy rotunda. Mi madre no murió en un pabellón ideado por Domènech i Montaner, sino en un box de un servicio de urgencias, ni hermoso ni modernista, entre otras personas que se morían. Gracias por tu comentario. Un gran abrazo.

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