domingo, 3 de septiembre de 2023

Ser escritor no es fácil ni romántico (1)

Spinoza pulía lentes en un tabuco inmundo. Pessoa traducía cartas comerciales para empresas navieras. Manuel Vázquez Montalbán cobraba los recibos de los seguros de decesos (los muertos) puerta a puerta. Hemingway se pegó un escopetazo en la boca apretando el gatillo con el dedo gordo del pie. Manuel Altolaguirre, Luis Martín Santos, Albert Camus, W. G. Sebald y José Carlos Becerra se mataron en accidentes de coche. Alejandra Pizarnik se suicidó con Seconal tras escribir en el pizarrón de su cuarto: «No quiero ir / nada más / que hasta el fondo». Delmira Agustina fue asesinada, de dos tiros en la cabeza, por su marido, del que había decidido separarse. Jorge Cuesta se intentó castrar en el manicomio en el que estaba ingresado. Federico García Lorca fue asesinado por un grupo de falangistas, que remataron la acción metiéndole dos balas en el culo «por maricón». Paul Celan, toda cuya familia había muerto en un campo de concentración nazi, se arrojó al Sena. Sylvia Plath metió la cabeza en el horno, después de dejar unos vasos de leche y algunas galletas para cuando se despertaran sus hijos. A Miguel Hernández lo dejaron morir de tuberculosis, a los treinta y un años, en una cárcel franquista. Osip Mandelstam fue desterrado a los Urales por un epigrama contra Stalin y murió en el campo de trabajo de Vladivostok. También a Ovidio lo desterraron, en el Mar Negro, por diferencias con el emperador Augusto. Virginia Woolf se llenó de piedras los bolsillos del abrigo y se adentró en el río Ouse. A Boris Pasternak las autoridades soviéticas lo obligaron a renunciar al Premio Nobel que había recibido en 1958. A Abelardo lo castraron unos sicarios del tío de su amada Eloísa. Oscar Wilde pasó dos años en la cárcel, condenado por mantener una relación homosexual con el hijo de un marqués, y murió en la miseria en París. A Walt Whitman lo despidieron varias veces de su trabajo y fue denunciado, por la obscenidad de su poesía, por la Sociedad de Nueva Inglaterra para la Supresión del Vicio. Leopoldo María Panero peregrinó de manicomio en manicomio hasta el final de sus días. Baudelaire, que era alcohólico, fumaba hachís y padecía sífilis, fue condenado y multado por publicar Las flores del mal. Miguel de Cervantes fue comisario de abastos y recaudador de impuestos, y estuvo preso por no recaudar los suficientes. San Juan de la Cruz, fray Luis de León y Miguel de Molinos fueron perseguidos por la Inquisición (Molinos pasó los últimos siete años de su vida en una mazmorra romana y murió en ella). Gérard de Nerval se colgó de la verja de una cloaca en París. José Asunción Silva perdió los manuscritos de dos poemarios inéditos en el naufragio del buque en el que volvía a Colombia (y luego se suicidaría de un pistoletazo en el corazón). Ambrose Bierce se unió al ejército de Pancho Villa y desapareció en Chihuahua, México, sin que se haya vuelto a saber de él ni encontrado nunca su cuerpo. Pushkin y Lérmontov murieron en sendos duelos. Rimbaud volvió para morir de cáncer en Francia, a los treinta y siete años, después de un viaje infernal desde Etiopía, donde se dedicaba al tráfico de armas (y algunos añaden que de esclavos), y de que, ya en Marsella, le amputaran una pierna. Edgar Allan Poe, Herman Melville, Emilio Salgari, O. Henry y Benito Pérez Galdós murieron en la miseria. Sergio Gaspar echó al fuego media docena de poemarios inéditos en su juventud. Salman Rushdie publicó Los versos satánicos y el ayatolá Jomeini lo condenó a muerte por ello;  cuarenta años después, fue apuñalado por un islamista que quería ejecutar la orden del clérigo, y que lo dejó ciego de un ojo y sin movimiento en una mano. Naguiv Mahfuz también fue apuñalado por un integrista islámico. A José María Hinojosa lo asesinaron milicianos comunistas y a Pedro Muñoz Seca le dieron matarile en Paracuellos. A Cicerón le cortaron la cabeza y las manos. A Pier Paolo Passolini le pasaron varias veces por encima con su propio coche. Frank O’Hara murió también atropellado, en una playa. George Orwell fregó platos en Londres. Larra se mató de un tiro en la sien, delante de un espejo, con veintisiete años, porque su amada, Dolores Armijo, lo había abandonado. César Dávila Andrade se degolló, también delante de un espejo. Franz Kafka trabajó en casas de seguros y murió de tuberculosis de laringe a los cuarenta años. Charles Bukowski, alcohólico, desempeñó oficios infames buena parte de su vida (y le dio una patada en el estómago a su mujer, Linda Lee). Rupert Brooke murió por la picadura de insecto, a los veintisiete años, cuando lo trasladaban a Galípoli, durante la Primera Guerra Mundial. Raymond Chandler recogió albaricoques y encordó raquetas. Jacques Prévert fue mozo de almacén. Eunice Odio murió pobre y sola en su casa, y su cadáver no encontró hasta diez días después del fallecimiento. Philip Larkin era erotómano, y Henry Miller, sexópata. A Karl Krauss un damnificado por sus feroces sátiras le partió la cara. Balzac murió por los litros de café que bebía todos los días para mantenerse despierto y poder escribir. A William Hope Hodgson lo hizo picadillo un obús en la batalla de Ypres. Mishima practicó el seppuku. Horacio Quiroga —su padre se mató de un disparo fortuito; su padrastro y su primera mujer se suicidaron; dos hermanos murieron de fiebre tifoidea; él mismo mató a su mejor amigo, que iba a batirse en duelo, de un disparo accidental al limpiarle el arma; su tercera mujer lo abandonó en la selva; y él desarrolló cáncer de próstata— se bebió un vaso de cianuro. Séneca tomó cicuta. Anne Sexton se intoxicó con monóxido de carbono. Alfonsina Storni se tiró al mar desde una escollera. Pedro Casariego Córdoba, a las vías del tren. A Juan Rulfo le aplicaron electrochoques para que superase su alcoholismo (sin conseguirlo). También a Antonin Artaud, que pasó nueve años en manicomios. Dylan Thomas murió a los treinta y nueve años, jactándose de que había llegado a tomarse dieciocho whiskies seguidos. Jack Kerouac pasó a mejor vida a los cuarenta y siete por una hemorragia interna causada por el exceso de alcohol. Robert Louis Stevenson era cocainómano. Thomas de Quincey y Elizabeth Barrett Browning, opiómanos. Bob Dylan, heroinómano. Jean-Paul Sartre y Philip K. Dick, adictos a las anfetaminas. Tennessee Williams se ahogó con el tapón de un envase de gotas para los ojos; lo encontraron muerto rodeado de papeles, paquetes de tabaco, pastillas y con dos botellas de vino abiertas en la mesa. Jane Austen falleció por el arsénico que le daban para tratar su reumatismo. El doctor Johnson y André Malraux padecían el síndrome de La Tourette. Emily Brontë, el síndrome de Asperger. Milton, Borges y Joyce se quedaron ciegos. Guy de Maupassant, Alfred de Musset y Alphonse Daudet eran sifilíticos. A Valle-Inclán le estropeó el brazo de un bastonazo un contertulio que había sufrido sus corrosivas burlas. A Octavio Paz se le quemó buena parte de la biblioteca en un incendio en su casa de la Ciudad de México. Thomas Carlyle hubo de reescribir su monumental Historia de la Revolución Francesa, después de que una criada echara al fuego el manuscrito, pensando que eran desechos para alimentar la chimenea. Mijaíl Bulgákov también tuvo que reescribir su novela El maestro y Margarita, cuya primera versión había quemado al enterarse de que otra de sus obras ha sido proscrita. Los amigos de Lord Byron, preocupados por su reputación, destruyeron a su muerte el único manuscrito de sus Memorias. John Kennedy Toole se suicidó después de que numerosas editoriales rechazaran la publicación de su novela La conjura de los necios. Salvador Benesdra se tiró por el balcón después de que todas las editoriales a las que se la había mandado se negaran a publicar la suya, El traductor. Isaak Babel fue sometido a setenta y dos horas seguidas de interrogatorio en la Lubianka y, después, fusilado. Hart Crane se echó al mar después de que la tripulación del barco en el que viajaba le diera una paliza por haber abordado a un marinero con intenciones deshonestas. Louis Althusser estranguló a su mujer. William Burroughs mató a la suya de un disparo en una fiesta, imitando (bastante mal) a Guillermo Tell. Thomas Griffiths Wainewright envenenó a su cuñada (y se sospecha que también a su tío, a su suegra y a un amigo). Joan Salvat-Papasseit fue estibador del muelle de Barcelona y murió tísico a los treinta años. Roque Dalton fue asesinado por sus propios compañeros revolucionarios. Jean Genet alardeaba de ser vagabundo, ladrón y chapero. Alfonso Vidal y Planas asesinó a Luis Antón del Olmet. Félix Romeo estuvo preso por negarse a hacer el servicio militar. Álvaro Mutis, por malversación. Chester Himes, por atracar a dos ancianos a mano armada. Wilfred Owen murió en combate, con veinticinco años, una semana antes de que se declarara el armisticio en la Primera Guerra Mundial. Maurice Sachs y Robert Brasillach colaboraron con los nazis. Ezra Pound lo hizo con el régimen de Mussolini y luego pasó meses en una jaula, en el patio de un campo de prisioneros estadounidense, hasta que fue juzgado, declarado loco y recluido doce años en un hospital mental. Louis Ferdinand Céline escribió panfletos antisemitas. Primo Levi fue enviado a Auschwitz y se suicidó treinta y dos años después, incapaz de soportar la culpa de haber sobrevivido. Mary Shelley perdió a tres de los cuatro hijos que había tenido y a su marido, Percy B. Shelley —ahogado en la bahía de la Spezia—, sufrió múltiples enfermedades y murió de un tumor cerebral con cincuenta y tres años. Tolstói, Hermann Hesse, Mark Twain, Lovecraft, Kierkegaard, Foucault y William Styron eran depresivos. Alfonso Cortés, esquizofrénico. Dostoievski, Dickens y Lewis Carroll, epilépticos. El Marqués de Sade pasó más tiempo en la cárcel que fuera, por sus numerosos escándalos, y murió en el asilo de Clarendon, arruinado física y mentalmente. Marina Tsvietáieva pasó catorce años en el exilio y se suicidó después de que fusilaran a su marido y detuvieran a su hija y su hermana. Ana Ajmátova también vivió el fusilamiento de su primer marido y la deportación de su hijo a Siberia en dos ocasiones, vio cómo se incluían todos sus libros en el índice de libros prohibidos, y fue acusada de traición y deportada. Gabriel Ferrater había dicho que nunca olería a viejo y se suicidó al cumplir cincuenta años. Neruda reconoció en sus memorias haber violado a una criada ceilanesa. María Luisa Bombal estuvo a punto de matar a tiros a un antiguo amante (y sufrió cárcel por ello). César González-Ruano estafaba a los judíos que querían huir del París ocupado por los nazis y traficaba con sus bienes. Dino Campana murió de la sepsis que le produjo una herida con el alambre de púas que rodeaba el hospital mental donde estaba recluido y del que había intentado fugarse. Roberto Bolaño fue vigilante nocturno de un camping barcelonés. Charlote, Emily y Anne Brontë, Caterina Albert, Cecilia Böhl de Faber, Amantine Dupin, Mary Anne Evans y Karen von Blixen-Finecke adoptaron seudónimos masculinos para publicar sus obras. Jane Austen lo hizo de forma anónima, y Colette, con el nombre de su marido. Heidegger fue miembro del partido nazi desde 1933 hasta 1945 y rector de la Universidad de Heidelberg bajo el nazismo. [...]

5 comentarios:

  1. ¡Qué alegría ser una simple lectora! Bienvenido a tu bitácora, Eduardo. Un beso enorme.

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  2. Una enumeración muy potente, Eduardo, que, además de expresar la dificultad de escribir, también muestra con ejemplos tremendos la dificultad del oficio de vivir, como metaforizó Pavese, para los que escriben, para los que leen, para los que ni leen ni escriben ni falta que les hace, para casi todos, porque aquí no se salva ni Dios. Ni Blas. Ni Otero. Es un gesto de amistad, que te agradezco muchísimo, que hayas añadido mi nombre. Falta el tuyo. Feliz regreso al blog.

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  3. Te eché mucho de menos. Agosto se me hizo eterno. Hoy es día de fiesta 🎉

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  4. Desconocía las circunstancias de la muerte de Mandelshtam, ay.
    Nadie está a salvo. Al final la manera de resguardarse siempre será leer... y ni así.
    Buen regreso al blog.

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  5. [...] José Mallorquí se suicidó de un disparo de pistola en la sien, dejó la siguiente nota: «No puedo más. Me mato. En el cajón de mi mesa hay cheques firmados», y firmó «Papá». Y debajo: «Perdón». A Emmanuele Carrère una depresión con tendencias suicidas le llevó a estar ingresado durante cuatro meses en el hospital psiquiátrico de Sainte-Anne. Stephen King fue salvajemente arrollado por una Dodge Caravan cuando disfrutaba de un paseo cerca de su casa en Maine. Roberto Saviano, desde la publicación de su libro “Gomorra” en 2006, vive amenazado de muerte por la camorra italiana y bajo escolta permanente. Cuando Anne Perry tenía quince años mató a la madre de su mejor amiga, crimen por el que pasó cinco años en la cárcel. En Petrópolis (1942), desesperados ante el futuro de Europa y creyendo que el nazismo se impondría en todo occidente, Stefan Zweig y su esposa se suicidaron tomando un veneno. [...]

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