Visito hoy la Seu d’Ègara, el conjunto monumental de las iglesias de San Pedro, en Terrassa, en la grata compañía de mi amigo Juan Carlos. Ya intentamos hacerlo la semana pasada, pero cometimos un error de principiantes: no comprobar que estuviese abierto. Era lunes, y los lunes casi todos los museos y monumentos de España cierran; y este no era una excepción. Volvemos hoy con ímpetu renovado, seguros de que el conjunto no nos va a dar con la puerta en las narices. Al llegar, nos damos cuenta de que la visita será doblemente agradable, porque apenas hay visitantes. Pasear a solas, o casi, por un lugar como este siempre se me ha antojado un lujo. La tarde está ventosa y el cielo, gris, y hasta chispea un poco, pero no nos preocupa: nuestra visita será mayormente de interior. Además, la tiniebla incipiente que nos envuelve se acompasa con el románico del conjunto, austero, introvertido, esencial. Para comprar las entradas —que a unos visitantes provectos como nosotros nos salen baratas, a dos euros y medio—, hemos de pasar por una habitación diáfana solo ocupada por un extraordinario retablo de Lluis Borrassà, de 1411, compuesto por trece tablas, muy expresivas y coloristas, sobre la figura de San Pedro, el patrón del lugar. Al salir de la taquilla, ubicada en la antigua residencia episcopal, vemos el baptisterio del siglo VII y, gracias a un firme transparente, parte del subsuelo. La Seu d’Ègara fue sede del obispado homónimo entre mediados del siglo V, cuando los visigodos ya se habían establecido en la península, y el siglo VIII, en que los sarracenos decidieron que ellos serían los nuevos ocupantes del lugar, aunque la alegría les duró poco, porque los francos decidieron enseguida despedir a la morisma y establecerse ellos. La historia no deja de ser una historia de cambios y reemplazos. Aquí mismo, los primeros asentamientos humanos documentados se remontan al Neolítico, unos tres milenios antes de Cristo (y se comprende: el emplazamiento se situaba entre dos cursos de agua, imprescindibles para la vida), luego fue territorio ibero y más tarde romano, visigodo, árabe y, por fin, hispano. Simplificando mucho, claro. Juan Carlos y yo empezamos el recorrido por la iglesia de Santa María, la primera de las tres que componen el conjunto. Santa María es de un románico sobrio, valga la redundancia, limpio y luminoso, cuyo suelo conserva restos de mosaicos romanos con figuras de pavos reales. Varios retablos nos llaman la atención. El primero es el de los santos Abdón y Senén (cuyos nombres me recuerdan a los que Camilo José Cela solía poner a sus personajes colmeneros o carpetovetónicos; según las crónicas antiguas, Abdón y Senén eran unos sepultureros persas), debajo de los cuales aparecen los santos médicos Cosme y Damián, pintado por Jaume Huguet en 1458, y que ilustra el martirio y muerte de aquellos, causada por decapitación con una suerte de guillotina antigua. La escena me enseña que perder la cabeza no suponer perder la santidad: el aura que la representa sigue rodeando la testa cercenada (que ahora mismo no sé si pertenece a Abdón o a Senén). La obra es narrativa y detallista, y predomina en ella el color rojo, metáfora de la sangre derramada por los mártires cristianos. Como también lo es el retablo de San Miguel, obra de Jaume Cirera i Guillem Talarn, de 1451, que describe unas bonitas peleas entre ángeles y demonios, y pinta también varias escenas de la Pasión de Cristo. De nuevo, la sangre y la violencia llenan el cuadro, para ilustración de los analfabetos cristianos de su tiempo, envueltas en el halo de refinamiento, color y exquisitez del primer Renacimiento. Pero debo reconocer que lo que más me ha atraído siempre de la iconografía cristiana han sido las imágenes del infierno, con sus condenados al fuego eterno, sus réprobos maravillosamente torturados, sus monstruos brueghelescos y sus demonios con cola, cuernos y tridentes. Ah, qué cosa tan fenomenal, entre el expresionismo y el teatro del absurdo, entre el humor más descacharrante y la maldad más atroz. Nos llaman también la atención, en una absidiola con pinturas murales románicas de finales del siglo XII, unos frescos de un Cristo en Majestad y escenas del martirio de santo Tomás Beckett, en tonos rojos y blancos. En la franja superior, aparece Cristo entronizado en la mandorla o almendra mística; en la inferior, vemos escenas del martirio de Becket, desarrolladas cinematográficamente: la acusación, el asesinato y el entierro. En esta franja, abundan las figuras con espadas, que supongo corresponden a las de los cuatro caballeros anglonormandos que le reventaron la cabeza a golpes de espada, por orden del rey Enrique II, mientras rezaba en la catedral de Canterbury. Todo volvió, pues, a llenarse de sangre. La sangre es muy importante en el cristianismo, tanto que hasta se convierte en vino y se la beben. Nos intriga la presencia de un santo inglés en una iglesia de Terrassa, aunque se trate de un santo y mártir de la Iglesia católica (y de la anglicana) desde 1174 (lo canonizó el papa Alejandro III solo tres años después de su muerte: a una velocidad vertiginosa, considerando la rapidez con la que actúa la Iglesia en estos casos, y en todos). Aunque recordamos que no es el primer vínculo fuerte que se ha llegado a establecer entre la Pérfida Albión y esta vieja ciudad catalana. A finales del siglo XIX y principios del XX, los empresarios que habían hecho de Terrassa una de las capitales de la industria textil en España (Sabadell, que fue otra, está aquí al lado) visitaban a menudo Inglaterra, la primera potencia textil del mundo, para mejorar las técnicas de producción que se habían implantado en sus fábricas y conocer formas más eficaces de explotar a los obreros, y entonces descubrieron algunos deportes, como el hockey sobre hierba, que los ingleses practicaban con ahínco, y los importaron a su tierra. Por eso Terrassa ha sido, desde hace más de un siglo, la capital española del hockey sobre hierba, ese deporte fundamental que consiste en llevar una bola, a garrotazos, hasta la portería contraria. De la iglesia de Santa María pasamos a la de San Miguel, un templo funerario, aunque durante algún tiempo se creyó un baptisterio. San Miguel ocupa el centro del conjunto monumental, entre las dos iglesias principales, la de Santa María y la de San Pedro. Y, aunque es el más pequeño, es el que tiene más encanto, el que me parece más auténtico. Conserva la planta primitiva entera, cuadrada, cubierta por una cúpula sostenida por ocho columnas hechas con restos del templo visigótico y cuatro capiteles tardorrománicos. Debajo de la cúpula está la piscina del baptisterio, octogonal, en cuyo centro se alza la estatua de un cervatillo que bebe. Esta figura no es original, desde luego. Alguien, en algún momento, debió de pensar que era una buena idea salpimentar ornamentalmente un lugar tan recogido con una figura animal. Y no digo yo que esté mal —de hecho, tiene encanto—, pero no sé si un templo funerario cuyos orígenes se sitúan en el siglo VI es el emplazamiento adecuado para una obra de estas características, que no es, obviamente, ni protocristiana, ni visigótica, ni románica, ni nada. El lugar está en penumbra y el silencio es absoluto. Durante un buen rato, solo lo rompen el roce de nuestros zapatos contra el suelo. Luego entra una pareja de turistas franceses y el encanto se resquebraja. No obstante, perdura todavía la sensación de que estamos en otro universo, en un paréntesis de tiempo, aislados de todo bullicio y de toda urgencia. Debajo del ábside se encuentra la cripta de Sant Celoni, con una capilla trilobulada, cuya puerta de acceso data de los siglos IX y X, aunque las pinturas murales del ábside se remontan al siglo VI, con una escena de Cristo rodeado de ángeles y, debajo, los doce apóstoles. El pavimento es de picadís, una técnica romana que en los manuales de construcción recibe el nombre de opus signinum, y que consiste en apisonar tejas partidas en trozos pequeños, mezcladas con cal. En este conjunto delicioso disuenan los modernísimos vidrios colocados en las ventanas, en los que se refleja la cara de los visitantes, y donde leemos, impresos, varios desconcertantes “te amo” (quizá sean la versión industrial de las apasionadas inscripciones de los novios en la corteza de los árboles). La última parada de la visita es la iglesia que da nombre al conjunto, la de San Pedro, la más grande de las tres, cuyos orígenes se sitúan entre los siglos VI y VIII, y la única que hoy funciona todavía como parroquia. Para llegar a ella, apenas hemos de andar unos metros. Todo el suelo exterior del recinto —restaurado, como las propias iglesias, desde 2009— reproduce la desordenada red de tumbas y pozos del conjunto monumental, donde, en su momento, la gente no solo rezaba, sino que vivía y moría. Cuando entramos, alguien está ensayando al órgano. En la única nave con que cuenta, observamos el retablo de piedra del altar mayor y las pinturas murales que lo adornan, prerrománicas, muy deterioradas. También reconocemos una virgen de Montserrat moderna en una capilla, y, en otra, una Madre de Dios de los Payeses. En las paredes hay varios cepillos que piden para los pobres y el culto de las almas: hay que recordar que esto es una parroquia. De los años infaustos del covid, han sobrevivido, junto a la puerta, una “estación de higiene”, con un depósito de desinfectante, y, a su lado, un dispensador metálico de agua bendita. De este modo tan aséptico podían los fieles mojarse los dedos con el líquido sagrado sin necesidad de sumergirlos en una pila comunal, que, en lugar de repartir espiritualidad, repartía virus. Es un raro ejemplo de adaptación de la Iglesia a los tiempos. Pero a la fuerza ahorcan. No lejos de la “estación de higiene” quedan los lavabos, o, como dice el cartel que los señaliza, los lavatrinae. Juan Carlos y yo nos sentamos en los bancos de la iglesia para disfrutar de la música del órgano, que sigue sonando. Es un ensayo, sí, pero el intérprete demuestra estar ya muy entrenado. Las notas de los tubos se mezclan tenuemente con el rumor de la lluvia, fuera.
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