sábado, 4 de noviembre de 2023

El Museo del Arte Prohibido: crítica y persecución

El Museo del Arte Prohibido, recientemente inaugurado, se encuentra en pleno centro de Barcelona, en la casa Garriga Nogués, un señorial edificio de 1904 que por sí solo merece una visita. Por la impresionante escalinata de mármol, iluminada cenitalmente por una no menos fastuosa claraboya de vidrios policromados, se accede a la planta noble del inmueble, que alberga la mayoría de los fondos del museo, una colección privada del periodista Tatxo Benet compuesta por piezas de arte perseguidas, denunciadas o censuradas en todo el mundo. El arte crítico, el arte provocador e insurrecto, el arte que a(r)taca al tabú, el arte insultante y soez (¿por qué no?), vuelve a cobrar en esta muestra el protagonismo que nunca debió perder, domesticado por el hipócrita y omnipotente endriago capitalista (aunque no se me escapa que también este museo es un ejemplo de domesticación: el tigre del vituperio se ha vuelto un gatito doméstico, aunque todavía arañe). Tres son los ámbitos en los que suele recaer la crítica de estas obras sobre las que se ha cernido la ominosa tiniebla de la censura: las religiones, los sexos (lo digo en plural porque hoy, por fortuna, hay muchos ya) y las patrias (o los regímenes políticos). Como se ve, todo aquello que tiene que ver con la trascendencia, con la perduración de la conciencia en ámbitos inmateriales o escatológicos. El museo nos recibe con una de las piezas más famosas de la colección, La civilización occidental y cristiana, del argentino León Ferrari, fechada en 1966, en la que un Cristo aparece crucificado en un cazabombardero de los Estados Unidos. Las manos de Jesús están clavadas en dos de los cuatro misiles que porta el avión. Cuando la obra, de pequeñas dimensiones, se expuso en Buenos Aires en 2004, la ciudad ardió de protestas, hubo agresiones físicas y la exposición se tuvo que cerrar. El entonces arzobispo de la ciudad y hoy papa, el moderado Francisco, la tachó de blasfema. Como pronto comprobaré, la acusación de blasfemia es una de las más repetidas contra las obras del Museo del Arte Prohibido. Al lado de la perturbadora crucifixión de Ferrari, se encuentra La revolución, del mexicano Fabián Chávez, un delicioso cuadrito de 2019 con un Zapata gay (desnudo, con sombrero charro rosa de purpurina y zapatos de tacón) montado en un caballo blanco que despliega un enorme falo. También esta representación despertó la indignación de muchos, y supuso agresiones físicas y amenazas de pegarle fuego al Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México donde se exponía. También ella era blasfema. Lo sagrado que se vulneraba aquí era otro Dios, civil y laico: Emiliano Zapata, con sus irreductibles mostachos. Completando un magnífico trío introductorio, Con flores a María, de la española Charo Corrales, que pinta a una Virgen contemporánea haciendo algo muy parecido a masturbarse; por lo menos, su mano se cuela entre los pliegues de la túnica que la cubre y parece hurgar en los propios pliegues intercrurales. Aquí aparecen por primera vez algunos de los contradictores habituales del, a su juicio, “arte degenerado” español: la Asociación de Abogados Cristianos (qué combinación más horrible: abogados y cristianos) y su brazo político, VOX, que arremetieron pública y judicialmente contra la Virgen de Corrales, y estuvieron encantados con que un fulano acuchillara la pieza de arriba abajo: el desgarrón de la puñalada se ha incorporado a la obra y hoy luce, esplendoroso, revelador —más que cualquier información— y oportunamente parecido a una generosa vagina, en pleno lienzo, como un elemento más de la representación mariana. Vemos, en esta tríada introductoria, los polos de atracción de la censura que ya he señalado, y que se repetirán, de una forma u otra, a lo largo de toda la exposición: Dios, el sexo y la patria. El primero es uno de los destinatarios preferidos de los artistas que son también activistas, y asimismo de los censores de estos, que no toleran que se chiste contra sus mitos eternos. Asombra pensar que cuanto menos existe una realidad, si es sagrada, más materiales, más existentes son los medios utilizados para protestar contra la burla que se haga de ella: golpes, insultos, amenazas, voladuras, incendios, asesinatos. El colectivo Mujeres Públicas creó en 2005 Cajita de fósforos, una lacónica instalación con varias cajas de cerillas en las que se lee una de las proclamas clásicas del anarquismo: “La única iglesia que ilumina es la que arde”. Y, en rigor, tienen razón: todas las iglesias, de cualquier fe, solo oscurecen. Naturalmente, los Abogados Cristianos salieron de sus covachuelas, armados con quijadas de asno jurídicas, y denunciaron al artista y al Museo Reina Sofía, donde se exponía la obra. Y, como siempre, perdieron, aunque su objetivo nunca es ganar —saben que lo tienen muy difícil, por fortuna—, sino hacerse presentes, difundir su tenebroso mensaje, dar esperanza a los más cafres de que alguien va a defenderlos. Amén o La pederastia, de Abel Azcona, es quizá el mayor ejemplo contemporáneo de persecución de una obra crítica con la religión católica en España, hasta el punto de que, tras años de denuncias y querellas (muchas formuladas, naturalmente, por la Asociación de Abogados Cristianos, pero también por la Archidiócesis de Pamplona y Tudela), que han llegado hasta el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo, Azcona ha tenido que exiliarse en Portugal. Amén es una enorme y genial instalación, de 2015, en la que, en un panel rectangular, 242 hostias consagradas (recogidas por el propio Azcona en eucaristías celebradas en Navarra, cuyo número corresponde al de denuncias por pederastia presentadas en el norte de España en la última década) forman la palabra “pederastia”. Piss Christ, o Cristo del pis, del estadounidense Andrés Serrano, es una fotografía que muestra un Cristo crucificado sumergido en un líquido rojo, que, según ha dicho Serrano, es su propia orina. El Cristo del pis ha sido atacado en varias ciudades, ataques que Serrano también ha manifestado no entender, porque él se considera católico y seguidor de Cristo. El motivo de la crucifixión es muy socorrido en el arte blasfemo (un adjetivo que todos los que lo practican pronuncian con orgullo) y se repite a lo largo de la exposición. En la antigua sala de billar de la casa Nogués, flanqueado por un hermoso vitral modernista, de motivos vegetales, y destacando sobre el azul subido de la habitación, se exhibe McJesus, de Jani Leinonen, que representa a Ronald McDonald, el payaso de la publicidad de la multinacional de la hamburguesa, clavado en la cruz. En Haifa, manifestantes cristianos tiraron una bomba incendiaria a la sala donde se exponía, aunque, por suerte, no lo dañó. Alguien debería recordarles a estos aguerridos creyentes que, según su fe, si no recuerdo mal, intentar quemar a alguien es un pecado (y muy gordo), y que el cristiano ha de amar a su enemigo y ofrecer siempre la otra mejilla a quienes le ofenden. (McDonalds aparece también en Freedom fries: naturaleza muerta, del mexicano Yoshua Okón, que presenta a una obesa desnuda en el escaparate de uno de sus locales, mientras alguien limpia los cristales). En esta misma sala de billar hay colgada otra crucifixión: la de Raquel Welch, vestida como iba (es un decir) en Hace un millón de años. La fotografía, de Terry O’Neill, no se hizo pública hasta treinta años después de componerse, en 1966: su autor temía la reacción de las masas, ya fuese de júbilo por la belleza salvaje de la actriz o de indignación por la nueva blasfemia. Se comprende la prudencia del artista, pero habría que recordar que el cuerpo que se desplegaba en la cruz había sido creado por Dios, alabado sea el Hacedor. La impresionante figura de la Welch conecta el arte blasfemo con el arte feminista, que hasta muy recientemente ha sido objeto de una persecución constante. Muchas de las piezas expuestas critican el machismo y el maltrato de la mujer en muchas partes del mundo, sobre todo en los países musulmanes, donde el Islam, que no ha pasado por un Siglo de las Luces ni una revolución industrial, sino directamente de la Edad Media a la posmodernidad tecnológica, aún no ha resuelto el problema de la presencia de la mujer en el mundo. El saco de boxeo con formas de mujer que la kazaja Zoya Falkova expuso en su país en 2017 tuvo que ser retirado, según el Ministerio de Cultura, por pornográfica y “por ser incompatible con las tradiciones nacionales” (entre las que, en consecuencia, parece estar implícita la de practicar el pugilato con la mujer). En Silence rouge et bleu, Zoulikha Bouabdellah, de origen argelino, llena una habitación de alfombras para la oración en cada una de las cuales hay un par de zapatos de mujer, de tacón y purpurina (como el Zapata de Chávez). Pese a la contención crítica de la obra, que no utiliza imágenes, como marca la tradición islámica, ni un lenguaje sucio o rabioso, la Federación de las Asociaciones Musulmanas de Clichy, donde estaba expuesta la instalación, expresó su temor de que hubiera protestas y altercados, y se optó por retirarla. La iconoclasia sexual o la reivindicación o simple exposición de la homosexualidad constituyen también uno de los ejes de la muestra. Pierre Molinier alumbra una serie de fotografías de desnudos y muchas piernas como manifestación contra la normopatía —un interesante concepto que descubro aquí— y que causó un gran escándalo en Burdeos. Robert Mapplethorpe no podía faltar en el museo y, en efecto, no falta. En una habitación pintada completamente de rojo, su serie X Portfolio, de 1978, recoge una serie de fotografías de hombres y mujeres en cueros y con cuero, con primeros planos de explosivos paquetes (y no me refiero a bombas), hombres que orinan en la boca de otros hombres (esta foto ya la vi en la exposición sobre Sade; debe de ser habitual en todas las colecciones escandalosas), manos que se introducen consoladores, brazos que penetran en anos y meñiques en penes, y, final y apoteósicamente, unos genitales masculinos, lacerados y sanguinolentos, atrapados por una trampa para cazar ratones. Solo verlo hace que te duelan los tuyos. En L’estadasidilatex, de 2015, Juan Francisco Casas, pinta a una mujer desnuda que se masturba, con guantes y botas de látex, y la cara tapada por un libro sobre Bernini con el extático rostro de su famosa Virgen en la portada. Dios y el sexo vuelven a mezclarse. Y también el poder público: el embajador de España en Roma impidió que la obra formase parte de una exposición en la Real Academia de España en la ciudad. Entre los clásicos, también ha habido notables casos de iconoclasia y persecución: Gustav Klimt vio vetado los trabajos que habían de decorar el techo de la Universidad de Viena cuando 87 profesores de la docta institución se opusieron a que una obra pornográfica como aquella luciese en el templo del saber. La que está en el museo es un dibujo preparatorio, en el que destaca la melena púbica de una mujer desnuda tumbada en una cama. Picasso, un erotómano de cuidado, aporta algunos aguafuertes de Suite 347, cuyos protagonistas son su admirado Rafael Sanzio y la modelo y amante de este, Fornarina, unidos no solo por su amor por el arte, sino corporalmente, gracias al monumental falo de aquel y la no menos generosa vagina de esta, y contemplados en secreto por un papa voyeur, que podría ser Julio II o León X. Los Caprichos de Goya, pintados entre 1797 y 1798, también están representados, aunque su tratamiento del sexo es escaso y oblicuo: aquí predominan las imágenes demoníacas, con seres deformes y tenebrosos, un claro antecedente surreal. El pobre Goya quería venderlos, pero, temeroso de que la Inquisición, inquieta por aquel tenebrismo impío, le hiciera una visita —ante la que todos se echaban a temblar, como hoy lo hacemos cuando recibimos una carta de la Agencia Tributaria—, decidió regalárselos al Rey para que no pudieran ser castigados. El arte prohibido de corte político, que ataca a las dictaduras, al capitalismo o a las patrias tiene una amplia representación en el museo. Algunas piezas sobrecogen, como Plusvalía, una instalación de Tania Bruguera, de 2010, en la que el rótulo de hierro que daba la bienvenida a los deportados a Auschwitz, Arbeit Macht Frei (‘El trabajo libera’), preside una serie de herramientas herrumbrosas desperdigadas por el suelo. O Estatua de la chica de la paz, de los surcoreanos Kin Eun-Sung y Kim Seo-Kyung, una estatua de bronce de metro y medio de altura que representa a una esclava sexual de los japoneses durante la Segunda Guerra Mundial y homenajea a las miles de coreanas que fueron obligadas a prestar esos repugnantes servicios a las tropas del Sol Naciente. Naturalmente, la obra ha sido prohibida en Japón y sigue causando conflictos diplomáticos entre ambos países. Al lado de la joven representada, una silla vacía invita a sentarse al contemplador para simbolizar que se comparte el sufrimiento y el recuerdo de las esclavas. O Shark, de David Cerny, fechada en 2005, en la que se ve al dictador Saddam Hussein atado, ahorcado y en calzoncillos, flotando en un tanque de agua. Quiero ver aquí tanto una denuncia de la sangrienta dictadura de Saddam como de su ignominioso fin, colgado por una turba de compatriotas. En una ciudad belga, se prohibió su exposición para no espantar ni a los vecinos musulmanes ni a los turistas. Otras piezas son más risibles, aunque ninguna es frívola. Not dressed for conquering [‘No están vestidos para conquistar’], de Ines Doujak, de 2010, es una instalación con tres personajes en un lecho de cascos de la Primera Guerra Mundial, oxidados y agujereados. El que sostiene a cuatro patas a los demás (una mujer gorda y desnuda, y un perro que la penetra analmente), mientras masca hierbas, luce un inquietante parecido con el inolvidable rey emérito, razón por la cual tuvo que dimitir en 2015 el director del MACBA, donde se expuso en España por primera vez, y los dos comisarios de la muestra en la que se incluía. Lo curioso del caso es que ni el dichoso personaje representa a nuestro bienamado exmonarca —el parecido es meramente casual—, ni la instalación carece de sentido: es una reivindicación de la sindicalista boliviana Domitila Barrios (por eso la figura de la obra lleva un casco de minero), un personaje fundamental en la historia de la democracia en el país andino. Con España tienen que ver algunas piezas más del conjunto: Roland Garros, de Miquel Barceló, de 1995, que firma un cartel publicitario del open tenístico cuyo motivo central y único es un torero toreando a un toro. Los organizadores franceses desestimaron la obra, que le habían encargado, y contrataron a otro artista. En la planta baja, en la misma sala en la que se encuentra el cadáver de Saddam, y formando una tétrica pareja con este, vemos Always Franco, de Eugenio Merino, donde un Franco anciano con uniforme de capitán general nos mira, desde detrás de unas gafas oscuras y el interior de una nevera de Coca-Cola. El muñeco, con la semejanza aproximada y la expresividad torcida de los que pueblan los museos de cera, y con un gesto congelado de las manos que me recuerda a otro que hacía Chiquito de la Calzada, da tanto miedo como risa. Always Franco no ha sido denunciado por los Abogados Cristianos, que se dedican más a los asuntos ultraterrenos, pero sí por la inefable Fundación Francisco Franco, dedicada a la defensa de la figura y el legado del dictador, otra entidad que promueve el bien común, por lo que ha recibido cuantiosas subvenciones públicas. Su demanda, no obstante, fue desestimada. El Caudillo aparece otra vez en la terraza del museo, donde recibe al visitante un viejo Fiat Uno blanco. Se trata de la instalación Ideologías oscilatorias de los catalanes Núria Güell y Levi Orta, de 2015. En la carrocería del coche, se han pegado varias banderas españolas franquistas, con aguilucho; otra de la Falange; una imagen de Franco calvo, pero con muchas medallas; y una cruz celta, neonazi. El ayuntamiento de Figueras prohibió que el coche —que se exhibía en una muestra de arte contemporáneo— circulara por las calles de la ciudad, alegando que había que tener “sentido común en un festival que recibía dinero público” —el famoso seny de los catalanes, puesto esta vez al servicio de la censura—. La terraza en la que se encuentra el vehículo me permite observar por primera vez las fachadas traseras del cine Coliseum y del Institut Català de la Salut, en uno de cuyos despachos trabajé muchos años. Siempre sorprende ver la espalda de los edificios que uno ha conocido por delante o por dentro. Y siempre son decepcionantes: lisas, aburridas, desconchadas. La del ICS está recorrida por innumerables ventanas, todas iguales y todas en penumbra: una certera metáfora visual de la administración pública. Los Estados Unidos se llevan una buena tajada de críticas entre las obras del museo. El inevitable Warhol aporta un colorista retrato de Mao Tsé Tung, de 1972, que, naturalmente, las autoridades chinas no dejaron entrar en el país. Untitled (Flag 2), de Josephine Meckseper, que presenta una bandera estadounidense manchada y desfigurada, donde incluso se ha pintado un calcetín, se consideró un ataque a los valores patrios y sufrió la persecución correspondiente. Make America Great Again, de la australiana Ilma Gore, de 2016, utiliza como título el tristemente famoso lema de Donald Trump para presentar al personaje desnudo. El dibujo acredita algo de lo que siempre he estado convencido: que Trump la tiene pequeña. Si alguien es tan bocazas y jactancioso como él, y usa corbatas mucho más largas de lo que la etiqueta prescribe, es porque siente la necesidad de compensar la mezquindad con que la naturaleza se ha portado con él. Su pene es minúsculo, como su inteligencia. En cualquier caso, a Gore, que había difundido la obra en Facebook, le clausuraron la cuenta por obscenidad y desnudez, valga la redundancia, recibió amenazas de muerte por Internet y un seguidor de Trump la agredió por la calle. Dentro de la que cabe, tuvo suerte: se llevó solo algún puñetazo; su fanático no era tan fanático como el que apuñaló a Salman Rushdie. Dos grandes artistas contemporáneos, en fin, contribuyen a la exposición: el chino Ai Weiwei, con uno de sus retratos de disidentes —en  este caso, de Filippo Strozzi— hechos con piezas de Lego (como Lego se negó a proporcionárselas, por el carácter político de sus construcciones, hizo un crowfunding de ellas y la gente le dio las suficientes como para que las concluyera), y el misterioso Banksy, con el dibujo —en spray, como buen grafitero— de un policía fuertemente armado con un smiley por cara. Cuando retiro mi mochila de la taquilla donde te hacen dejarla al entrar, leo lo que está escrito al fondo: If I’ve got nothing else, at least I’ve got my art (‘Si carezco de todo, al menos me queda el arte’). Estoy de acuerdo.

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