Descampados [Tusquets, 2023], de Manuel Calderón (Peñarroya-Pueblonuevo, Córdoba, 1957), narra la historia de un derrumbe: el del mundo de la infancia y la juventud del autor, que ya no encuentra continuidad —esa continuidad difusa, siempre agrietada por el tiempo, pero que sostiene nuestra identidad— en la realidad de hoy, en el ser que se es hoy. El libro, autobiográfico —unas memorias de juventud—, refiere la llegada del autor y su familia a Barcelona en 1970, provenientes del pueblo cordobés en el que habían vivido hasta entonces, y se configura, desde ese momento, como un relato de la intrahistoria de la emigración interior española, en el que se entrelazan la melancolía —cierta melancolía— por el lugar que se ha dejado atrás, con el recuerdo de las vidas difíciles de los padres y los antepasados, y el proceso de adaptación social y cultural al nuevo entorno, asimismo difícil. Descampados constituye, de hecho, una relación de esas dificultades: las que aquejan a una familia humilde instalada en una gran ciudad industrial, que convive con la realidad que da título al libro: territorios laterales, imprecisos, transitorios, mestizos, fronterizos; siempre zonas traseras, suburbios, arrabales, periferias, ruinas. El descampado es este territorio híbrido de la emigración, en las afueras siempre, ni el pueblo que se ha dejado ni la urbe a la que se ha venido, siempre en construcción, siempre lacerado, pero palpitante. A ese espacio gris, en el que no faltan los desechos, pero que también acoge una insólita pureza, Calderón le otorga un protagonismo contradictorio: es la metáfora de la necesidad y la incertidumbre, pero también de la alegría —de cierta alegría— y de la vida, esa que no deja de hacerse, que empuja en todas direcciones, que se desmorona y vuelve a erigirse, en la que la gente, pese a todo, puede ser feliz o, al menos, no desgraciada. En varios pasajes del libro, así se defiende: más allá de la fealdad o el sentido (o sinsentido) que aquellos barrios, pueblos, edificios y lugares pudieran tener, el autor reivindica los sentimientos de las personas que vivieron en ellos, que también podían ser felices allí, y que lo fueron. Esos sitios determinan una identidad imprecisa, claroscura, pero indudable; una identidad, en el caso de Manuel Calderón, arraigada en Barcelona, en aquella Barcelona de los 70 y 80 que se siente ahora perdida: «Yo sentía la tristeza de una pérdida. De una vida. La ciudad ya no me habla, yo tampoco le pregunto. Es un friso continuo de edificios y personas. Luego, días después, regreso a Madrid, sin nada que contar», escribe Calderón hacia el final del libro; y poco después: «Recorro las calles [de Barcelona], siempre los mismos lugares, y solo veo fantasmas. Mis propios fantasmas. La ciudad que yo conocí, mis viejos amigos, muchos muertos, otros perdidos. Yo también perdido para ellos». En esa pérdida desaparecen también, como tragadas por un sumidero, algunas esperanzas y proyectos que se tuvieron y que el tiempo ha desbaratado, e incluso el aprecio por la generación propia: «No siento admiración por esa generación, que es la mía. No son mártires de nada, ni cumplieron con mayor sacrificio que saciar un hedonista mandamiento copiado muchas veces de revistas extranjeras, ni hicieron nada superior a lo que hicieron sus padres, nada. Aprovecharon gozosos la libertad que encontraron, que fue más que la que indican sus arrugas circunspectas, y la vivieron con ansia y caprichos. Punto. La palabra es “liberticidio”».
Pero Descampados, pese a sus circunvoluciones, apunta a un final: ese derrumbamiento del mundo primero (o segundo) que se percibe en la ciudad de hoy, en la ciudad que fue la de uno, pero que ahora es la de otros. Y esos otros no son sino los partidarios de la independencia de Cataluña, que quiebran el sentimiento de pertenencia a la ciudad y emborronan, o anulan, la identidad asociada a ella. El soberanismo expulsa del paraíso de la infancia y vuelve ajeno lo que fue propio. Calderón no comparte la pulsión nacional de los independentistas (esa «entidad tan hiperhistórica, hiperpolítica e hipersentimental como Cataluña, entre otras razones porque yo nunca he vivido en Cataluña, sino en Hospitalet y en Barcelona»: su patria es otra) y metaboliza esa frustración con una desapacible crítica política, que con frecuencia se vuelve hiperbólica. Pero es lógico: tanto es el dolor, tanta es la reprobación. En varios pasajes del libro se identifica, directa o indirectamente, al independentismo con el fascismo y hasta con el nazismo: con el Anschluss austríaco, con la Marcha sobre Roma de Mussolini y con la práctica nazi de señalar a los judíos con una estrella de David. El libro gana cuando se aparta de esta crítica abrupta y desnortada, aunque sea una consecuencia comprensible del proceso de desposesión narrado, y se adentra en la convulsión íntima, en el doloroso pero también iluminador proceso de aprendizaje que se verifica en la conciencia de quien vive el desarraigo y la transculturación. Ahí, en la reflexión sobre un ser zarandeado por la ilusión y el desengaño, lúcidamente aturdido por el desvelamiento de la realidad, en las conmovedoras páginas, por ejemplo, dedicadas a su amigo Carlos, al final de Descampados, está lo mejor de este libro.
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