martes, 14 de noviembre de 2023

Monodia del no

No escucho la radio. No sé esquiar. No sé cocinar. No me gustan los programas de cocina de la televisión. No fumo. No escribo cuando soy feliz. No soy feliz. No quiero dormir solo. No plancho. No he publicado en la colección “Nuevos Textos Sagrados” porque su director, cuando le ofrecí un libro, ni siquiera sabía quién era yo. No estoy contento con mi cuerpo. No veo partidos de fútbol. No creo en Dios. No quiero morirme. Nunca me acuerdo de dónde he dejado las gafas. No soy joven. No he plantado un árbol. No dejo de querer a quienes he querido. No sé hacer nudos marineros. Nunca he ido de putas. No descarto ningún licor: todos me gustan, hasta el sake. No dejo en la estacada a los amigos. No seré abuelo. No dejo de desear cosas que sé que no conseguiré. No busco el peligro. No rehúyo el peligro. Nunca me he tatuado nada. No tomo horchata sin azúcar, cerveza sin alcohol, leche sin lactosa. No canto bien, ni muchísimo menos. No me depilo. No creo que todas las opiniones sean respetables, ni que todas las guerras sean ilegítimas. No me gusta el rap, ni el reguetón, ni el heavy metal. No alabo mis virtudes ni reniego de mis defectos. No llevo joyas. Nunca he pasado una tarde de sábado en un centro comercial. No sé nadar estilo mariposa. No eludo la contradicción. Nunca me abstengo en unas elecciones. No soy partidario de la crueldad, ni de la estupidez, ni de la injusticia. No participo en las redes sociales. No sé hablar japonés. No me gusta que las sábanas no estén bien metidas debajo del colchón cuando me acuesto, pero no me importa que el embozo sea escaso. No soporto el ruido. No celebro el día de mi santo. No recuerdo cómo se llaman los vecinos del primero primera. Ya no sé dónde meter los libros en casa. No dejo de ver la cara de mi madre y de mi padre. No tengo jardín. No sé qué habrá sido de Marta, ni de Karina, ni de Montse. No me gusta la soledad, pero no puedo evitar estar solo. No digo la verdad cuando pueda herir a alguien. No sé qué es la verdad. No soy tan inteligente como me gustaría. No se me da mal hablar en público. No soy capaz de escribir novelas. Nunca hago la cama al levantarme. No tengo mentalidad de empresario: ni con una pistola apuntándome al pecho habría podido dedicarme a los negocios. No respondo al teléfono cuando suena a la hora de la siesta. No me dedico a la caza. No practico squash. No sé cómo se llaman las plantas ni los árboles que veo en los parques. No quiero volver a Londres para que no me aplaste la melancolía. No aguanto a los conspiranoicos, ni a los testigos de Jehová, ni a los fascistas. No dejo de pensar en qué escribir en este blog. No cojo los ascensores, salvo que vuelva a casa cargado con la compra. No creo en las patrias. No entiendo de mecánica ni de metafísica. No sé cambiar una rueda. No sé arreglar un enchufe. No me gusta la Navidad. No veo películas de superhéroes. No he alcanzado la ataraxia por la que abogaban los griegos, ni el nirvana de los budistas, ni la paz interior que persiguen los cristianos. No he olvidado a mis abuelos, a quienes no conocí. No sé hacer tablas de excel. No pasaré a la posteridad. No creo que la ley no deba ser igual para todos, pero tampoco que nadie sea mejor que nadie. No participo en las reuniones de la comunidad de vecinos. No cultivo orquídeas ni bonsáis. No tengo perro. No se me escapa que dos noes son un sí. No me gustan los gatos. No tengo un seguro privado de salud, ni de decesos. No he leído Patria, ni nada de Vargas Llosa desde La guerra del fin del mundo, ni a Almudena Grandes. Nunca he estado en Uzbekistán. No conozco Venecia. No me gusta conducir. No me gusta decir “no”. No quiero depender de nadie. No leo la mayoría de los libros que compro o que me regalan. No estoy seguro de casi nada. No entiendo cómo se puede votar a Isabel Díaz Ayuso. Tampoco entiendo a Derrida. No tengo prisa. A veces, no recuerdo cómo me llamo. No me agradan las librerías de viejo —su olor anciano, la oscuridad, el polvo, la cara sombría del librovejero—, pero no puedo dejar de visitarlas. No indultaría a Raphael si fueran a fusilarlo al amanecer. No me he liberado todavía de la terrible obligación de trabajar para vivir. No me gustan los bailes regionales. No perdono con facilidad, pero no me cuesta pedir perdón si creo que me he equivocado. Tampoco me sustraigo fácilmente a la tentación. No soy humilde. No aguanto la respiración demasiado tiempo. No me gusta Gil de Biedma, ni suelen gustarme aquellos a los que gusta. No soporto esos coches que pasan con las ventanillas bajadas y una música horrenda a todo volumen. No creo que se hayan inventado cosas mejores que la anestesia, el aire acondicionado y el orgasmo. No dudo en admirar a quienes merecen admiración. No recuerdo cómo se hace una sextina. Nunca he hecho el amor en una playa, ni en un ascensor, ni en el aseo de un avión. No envidio a casi nadie. No me desconozco cuando leo lo que escribí a los quince años. No hay nada más desagradable que el sonido de una taladradora delante de casa o una fiesta de dominicanos en el piso de arriba. No creo en la vida después de la muerte. No acepto esperar para que me den mesa en un restaurante. No me imagino nada más horroroso que trabajar en un banco, una compañía de seguros o un registro de la propiedad. No puedo mover las orejas. No soy hijo de una familia catalana de toda la vida, sino de inmigrantes pobres. No me gusta corregir pruebas. No sé regatear, ni con precios ni con pelotas. No sé reaccionar a las agresiones gratuitas de la gente. Nunca me aburro. No tengo cojones para muchas cosas. No comprendo la falta de educación. No creo que las mujeres sean mejores que los hombres, ni que se haya de plantear así el debate sobre la igualdad de los sexos. No me gusta el papel reciclado, pero no queda más remedio que utilizarlo. No me gusta el teatro No. No me pongo potingues en el cuerpo. No me mareo cuando leo en un coche, ni cuando me siento en un tren en sentido contrario a la dirección de la marcha. No me gustan los caracoles, pero no desdeño las ostras. No sé pilotar un barco. No me gustan los libros con erratas. No desespero, pese a todo. No canto en la ducha. No puedo dormir en los aviones. Nunca me ha tocado la lotería. No permito que pase un día sin leer algo. No me asaltan ideas, sino imágenes. No puedo escribir en los bares, ni donde haya bullicio. No me he desprendido de una sola carta que haya recibido en mi vida. No sé hacer álbumes de fotos en el teléfono móvil. No suelo dar limosna a los mendigos. No leo un artículo del Código Civil cada día, como hacía Stendhal, para mejorar mi lenguaje. No les pido perejil a mis vecinos. No tengo perejil en casa. No he ganado el Premio Nacional de Poesía. No soy capaz de ver la cara de José María Aznar, y menos aún de oírlo hablar, sin sentir una náusea vertiginosa. No me emborracho. Todavía no pido a los jóvenes que ocupan un asiento reservado para las personas mayores en el tren o el autobús que me lo cedan. Nunca he volado en ala delta ni en parapente, ni me he tirado en paracaídas. No he jugado a más videojuego que aquel de mi adolescencia en que una nave triangular tenía que desintegrar, a base de rayos, a los meteoritos que no dejaban de lanzarse contra él. No sé tocar ningún instrumento musical. Nunca he militado en ningún partido político, ni soy miembro de ninguna asociación, ni frecuento club alguno. No sé por qué, a veces, me duelen las sienes. Nunca sé si regar poco o mucho las plantas. No me gusta molestar. No sé quién soy. No puedo desprenderme de quien soy. No concibo que alguien pueda encontrar estímulo o sagacidad en las flatulencias de Paulo Coelho, o en los libros de autoayuda, o en las reuniones de la parroquia. No estoy inclinado a la acción, sino a la pereza y la contemplación. No puedo pasar más de dos horas en la playa. Antes no me gustaba que no reparasen en mí; ahora no me gusta que lo hagan. No sé barajar las cartas como un profesional. No he renunciado a poseer algún día a Monica Bellucci, aunque no lo considere probable. No tomo azúcar refinado. No compro cosas que no necesito. No aúllo “¡gol!” cuando marca el Barça, ni me cago en los muertos de Florentino cuando lo hace el Madrid. No estoy a favor de la independencia de Cataluña, pero tampoco de que la unidad de la patria —de ninguna patria— sea un valor sagrado e indisoluble. Ya no leo poesía con el mismo entusiasmo. No hago cruceros, ni viajes organizados. No espero vivir mucho más. No sé cómo acabar esta entrada. No.

6 comentarios:

  1. “No quiero volver a Londres para que no me aplaste la melancolía… “ pero si tenias a Calbarro cerca

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  2. Pensamientos complejos de persona inteligente. Que bueno saber de ti!

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  3. En la próxima entrada a ver si puedes centrarte en los síes.
    Un abrazo fuerte, Eduardo.

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  4. ¿Será esto la manifestación de un ego como un campo de fútbol? ¿O será la tentativa de llegar al yo mediante la demolición del ego? Ni idea. ¡Qué sabré yo de nada y menos de este escritor soberbio!

    Chiloé

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  5. Genial! Esperant els "si" !!!!!!!!

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