jueves, 23 de noviembre de 2023

La letra con sangre entra

La sociedad lleva bastante tiempo ya denunciando e investigando —y esperemos que llegue pronto también el momento de la reparación, si es que alguna reparación es posible— el vasto y horripilante mundo de la pederastia en la Iglesia, algo que casi todos sabíamos desde hacía décadas, si no siglos, pero que solo se decía en voz baja, como una suerte de chascarrillo acre, como uno más de los peajes terribles, pero asumidos, que uno pagaba en este país por una educación supuestamente mejor: los curas metían mano y a veces algo peor, pero qué le íbamos a hacer. Uno se aguantaba y seguía adelante. No obstante, yo, que fui durante once años a un colegio de curas, nunca viví la espantosa experiencia de que un ensotanado se frotara contra ti, ni sé tampoco de ningún compañero que la sufriera, por suerte. Aunque sí viví (vivimos todos) otra clase de experiencia que los sacerdotes se afanaban en procurarnos —quizá no tan penosa, pero que dejaba asimismo un recuerdo imborrable— y que consistía en ser hostiado, y no en el sentido eucarístico, sino en el puramente físico. Era curioso que los curas manejasen con soltura equiparable ambas hostias, tan distintas entre sí: la de misa, que dispensaban con mano mansa y hasta genuflexa, y la del guantazo, que administraban con abnegación cristiana (aunque sospecho que también con recóndito placer). Hoy es impensable que un profesor, ni nadie, le ponga la mano encima a un chico y mucho menos a una chica: se le caería el pelo hasta del sobaco. Pero cuando yo estudié la EGB, y hasta el BUP, las galletas iban que volaban; es más, la violencia, una hidra de infinitas cabezas, estaba arraigada en la educación como uno de los métodos pedagógicos más eficaces. Y, sí, eficaz lo era, igual que una patada en los huevos aplaca la inquietud sexual. Esta contundente pedagogía se extendía, en los colegios católicos, a muchos profesores laicos, que veían amparada su práctica por la tolerancia e incluso el estímulo eclesial. El abanico de torturas que los curas y sus adláteres seglares nos tenían reservado era profuso e imaginativo. La figura más egregia de la congregación en la esforzada tarea de tundir a los alumnos era el inolvidable padre Carrasco, que, siempre enfundado en su elegante clergyman gris y su alzacuellos (era un cura posconciliar), y con el pelo pulquérrimamente engominado, había sofisticado el clásico tortazo, que es a la bofetada lo que la posición del misionero al coito. Porque el buen padre no solo largaba uno, con la mano derecha, sino que le sumaba un segundo, simultáneo, con la izquierda. Con lo que conseguía que la fuerza de ambas manazas confluyera íntegramente en la cabeza de su víctima, sin que parte alguna de ella se perdiese en el vacío, por inercia, y, por lo tanto, que al doblemente abofeteado se le apareciera, de golpe, y nunca mejor dicho, un dolorosísimo castillo de fuegos artificiales ante los ojos y sintiera que un yunque le había aplastado el cráneo. Aquella práctica, que el padre Carrasco había heredado, sin duda, de sus ilustres antecesores de la Inquisición, tenía otra ventaja para el golpeador, y es que te dejaba un intenso dolor de cabeza el resto del día, lo que constituía un inmejorable recordatorio de las desagradables consecuencias que podía tener que no te callaras cuando el padre Carrasco te decía que te callaras. Dado que todo esto sucedía hace más o menos medio siglo, supongo que ahora el padre Carrasco ya estará muerto (o quizá no; acaso sea un venerable nonagenario que se pase el día repartiendo sonrisas, como antes repartía mandobles). Si es así, espero que Dios no lo haya llamado a su lado, sino enviado a las calderas de Pedro Botero, y que arda allí, eternamente, con sus compañeros pedófilos. Otra práctica que involucraba al sopapo era aún más sofisticada. Esta no la llevaba a cabo al padre Carrasco, sino un profesor sin sotana, cuyo nombre he olvidado. Se trataba de apalear a los alumnos sin mancharse las manos, haciendo que se apaleasen ellos. El maestro hacía subir a los dos revoltosos a la tarima (se necesitaba que hubiera una pareja de infractores), los situaba frente a frente y les imponía el castigo de que se dieran mutuamente diez bofetadas. No exigía —y aquí estaba el pérfido busilis de la cosa— que las bofetadas tuvieran una fuerza determinada, sino solo que fueran bofetadas y que fueran diez. Los desventurados estudiantes empezaban todos, sin excepción, dándose unos bofetones que eran más bien caricias, pero el taimado profesor jugaba con la psicología infantil a su favor y sabía que, tarde o temprano, uno de ellos interpretaría que el otro lo había abofeteado más fuerte que él. En aquel momento se iniciaría una espiral de violencia irreversible que, con suerte, acabaría con los dos atizándose unas hostias capaces de tumbar a un peso pesado. Así vi que sucedía varias veces, ante la mirada complacida de aquel sádico camuflado de profesor de ciencias naturales. Otra forma de castigar sin ensuciarse las manos era tirando cosas: el escarmiento por vía aérea. Los profesores que preferían esta modalidad punitiva tenían a su disposición dos clases de proyectiles: las tizas y los borradores. Uno de ellos, Correas, también profesor de ciencias naturales (las ciencias naturales eran muy peligrosas en nuestro colegio), era muy hábil en esto: certero con la tiza, que producía un “¡clac!” muy divertido en la cabeza del bombardeado (y, a veces, un “¡ay!” aún más jocoso, si daba en un ojo), e infalible con el borrador, que conseguía que impactara siempre del lado de la madera, y cuyo sonido al alcanzar el objetivo, “¡cloc!”, resonaba gravemente en el aula, al modo de un proyectil de cabeza hueca (como solía estar la cabeza de quien lo recibía, seamos justos). El castigo artillero tenía la ventaja adicional de llenar la cara del bombardeado del polvo de tiza del que estaba impregnado, y hacer que pareciera un payaso, pero un payaso de esos de los cuadros, que lloran. No obstante, las posibilidades de infligir dolor al alumnado eran muchas, y la fértil inventiva de los maestros, religiosos o no, las había refinado hasta extremos propios del mandarinato chino. Había un profesor de inglés (nuestro colegio era muy moderno; tenía hasta laboratorio de idiomas, de cuyos magnetofones salían unas voces muy extrañas que pronunciaban palabras incomprensibles), un salvadoreño que se llamaba Colocho (era muy grandote y, como en aquellos tiempos arrasaba en los cines la película de John Guillermin, lo llamábamos el colocho en llamas), que se había traído de su país (célebre, entre otras cosas, por el refinamiento de la tortura que aplicaban sus militares, como el siniestro Roberto D’Aubuisson, adquirido en la estadounidense Escuela de las Américas) técnicas como las que ponía en práctica con nosotros. La más sofisticada consistía en ponernos de espalda a la pared y obligarnos a permanecer en cuclillas el tiempo que nos prescribiese. La razón de que nos pusiera no de cara, como se había hecho siempre —un castigo insultantemente inocuo—, sino de espalda a la pared, era porque así nuestros compañeros podían espantarse con las expresiones de dolor que muy pronto empezaban a dibujarse en la cara del torturado y que iban creciendo, grotescamente, hasta que parecía desencajado por completo. Estar acuclillado más allá de unos pocos minutos causa un dolor insoportable en las rodillas, la espalda y el cuerpo todo. La contrahecha inmovilidad a que nos obligaba el Colocho era un suplicio, que era de lo que se trataba, supongo. Otro fino tormento consistía en tirarnos de las patillas, pero no hacia abajo, siguiendo su caída natural, sino hacia arriba, haciendo que nos estirásemos como un junco y acabáramos de puntillas, intentando rebajar el dolor insufrible que aquel tirón nos producía. Yo nunca he deseado más flotar, o levitar, que cuando alguno de nuestros beneméritos profesores me izaba a las alturas de aquellos pelos malhadados (hasta el punto de que algunos, amantes de las curras [Curro Jiménez estaba entonces también en pleno éxito], pero también víctimas del procedimiento, decidieron afeitárselas para no facilitarles el trabajo a sus maltratadores). Pese a todo, el ejercicio sistemático de estas exquisitas sevicias no estaba reñido con la práctica de la violencia más elemental. Las guantadas directas, sencillas, limpias como una mañana de primavera, por cualquier impertinencia o indisciplina, no eran infrecuentes en las aulas y los pasillos. Los capones, repartidos asimismo con liberalidad, enriquecían metacarpianamente aquella violencia cotidiana. Un profesor de gimnasia —y exparacaidista— le propinó un puñetazo a un alumno que se le había puesto en guardia (las horas de patio también eran muy entretenidas en mi colegio). Y vi a otro, de historia y latín, abandonarse un día a un frenesí de golpes contra un desdichado enredador: le atizaba con ambas puños, como un molinillo, sin parar, entre lágrimas e hipidos (del profesor, no del alumno). Cuando, tras unos momentos interminables, acabó la paliza, el perpetrador salió descompuesto del aula a acabar de llorar su suerte, y el perpetrado se quedó encogido en el pupitre, más asombrado que dolorido (aunque también), mirándonos con pasmo a todos, que también lo mirábamos a él, en medio de un silencio sobrecogedor.

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