Javier Pérez Walias (Plasencia, 1960) lleva construyendo, desde su primer libro, Ceremonias del barro, publicado en 1988, una prolongada elegía, un canto al nacimiento del mundo, de su mundo: cuando ante sus ojos maravillados aparecieron la casa y la familia, enclavadas en un paisaje difícil e inmaculado, y accedió a la conciencia. Su poesía —biográfica, aunque al modo embozado, metamórfico, de la poesía— destiña una melancolía flamígera, fruto de la constante evocación de la infancia, del auge auroral de la juventud. Pero esa evocación no es un himno abstracto, sino una profundización en los detalles cotidianos, en el devenir minucioso de las cosas experimentadas a su alrededor —y construidas— por un ser que nace, por alguien que aprende a existir: a poseer un yo. El poeta cuenta, por ejemplo, la historia de un cordero que se crio en su casa, y con el que la familia se acabó alimentando; o recuerda al pájaro enjaulado («sucede que una jaula es un lugar sin aire que cuelga boca arriba», precisa), o la clásica caja con gusanos de seda con la que a todos, de niños, nos han enseñado el ciclo de la vida. Javier Pérez Walias es un ser que recuerda y que edifica el poema con ese recuerdo, con esos «seres recordados que tanto [ama]»; con «los suyos», que constituyen su única comunión. Su nostalgia, no obstante, no se limita a la dolorosa y a la vez placentera rememoración de lo ido, sino que se sumerge en el propio ser del poeta, que se pregunta por su identidad («soy yunque y martillo para conmigo mismo», dice en los primeros versos del primer poema del libro) e interpela a la conciencia misma: «Hoy he regresado a ti / a ti mi conciencia tan desconocida tú insecto ámbar hermana de la palabra», escribe en el último poema de Insecto ámbar, cerrando así un círculo —o, mejor, una elipse— de pesquisa en la interioridad, de análisis del ensamblaje de los recuerdos y la experiencia para la erección del yo. De este abismamiento interior no solo surgen las figuras amadas, los parajes de la niñez, el paraíso perdido de la inocencia y la invulnerabilidad, sino también, asociados a ellos, en pugna con ellos y con quien ahora es el poeta, la soledad («vivo en soledad», dice de nuevo en el poema 1; como todos, claro), el miedo (que también es de todos), la angustia permanente por el paso del tiempo (lo mismo) y la certeza de que «solo la muerte/ existe/ justo antes/ de la muerte» (así lo afirma en el poema 8, y exactamente igual en el poema 5). Pero es que lo que hay justo antes de la muerte es la vida. Completando esta punzante introspección, los recuerdos que el poeta invoca a lo largo del poemario —y de toda su obra anterior— se proyectan también en el futuro, abarcando el arco temporal entero. Así, el frecuente recuerdo del padre del poeta se transforma en el que su hijo guardará de él.
En el mundo evocado de Insecto ámbar, la presencia de la naturaleza es protagónica: el poemario está recorrido por animales —sobre todo pájaros—, por insectos, por el fluir hipnótico y exultante del río, que es el río Jerte. Toda esta naturaleza es, biográficamente, la del hermosísimo valle del Jerte, cerca del que nació y en el que fue niño Javier Pérez Walias. Pero el poeta no se limita a describirla —aunque lo hace muy bien y con mucha intensidad—, sino que se la apropia existencialmente y la convierte en raíz y prolongación de su ser. Hombres, animales, plantas y hasta seres sobrenaturales se funden en el cosmos rememorado, en su espacio de libertad y pureza: «Caído / como un ángel. // El insecto / palo / se abraza a la rama. // Sus círculos de leña gritan / mi edad. / Y comenzaron a precipitarse sobre mí letras, hojas, signos deformes…», escribe Pérez Walias en el poema 7. Y también: «Antes de que amanezca y un perro arañe mis ojos escarbando la tierra…». En Insecto ámbar, el yo es la tierra.
El «insecto» de este libro, central en su articulación visionaria, es un símbolo polisémico, que se ajusta, como un engranaje rotatorio, a las necesidades expresivas del poeta: a veces es solo un insecto (como el puro de Freud no era, a veces, un símbolo fálico, sino nada más que un puro), pero otras se identifica con el hombre, con las palabras, con el pasado, con la memoria («cada recuerdo es un insecto») o con el tiempo. El «insecto ámbar» del título representa la solidificación de las nieves de antaño, su pervivencia agónica en el recuerdo. El poema es, en este libro, y siempre, la forma que tiene Javier Pérez Walias de revivir lo muerto, de extraer los insectos fosilizados de la resina de los años para que vuelen otra vez: de emancipar al ser del tiempo.
Pese al carácter melancólico, y por lo tanto benigno, de los poemas, no pocas imágenes de Insecto ámbar son fieras, incluso violentas: transparentan el conflicto interior entre la añoranza de los seres amados y los placeres vividos, y la comprobación de su alejarse diario, de su inevitable palidecer ante los embates de la edad y el olvido: «Nadando en plomo. // Sin aire en los pulmones, como pecios de salitre y alquitrán nos asfixiaba la sed de sobrevivir. // El insecto del tiempo no se alimenta del néctar de la luna. // Ni de los despojos de la luz/ (…) ni de los estambres de los cuchillos/ que abren sus retinas/ en la noche». A las asociaciones de Javier Pérez Walias las anima una libertad a la que impone cada vez menos restricciones; su realismo basal se ha enriquecido, a lo largo de los años, con una panoplia de metáforas, alegorías, figuras de la dicción —en Insecto ámbar abundan las aliteraciones— y, en general, cristalizaciones retóricas de la imaginación, que aquí se despliega con toda su fuerza. Son de destacar las enumeraciones en prosa sin signos de puntuación —aunque no sean, en realidad, enumeraciones, sino apilamientos de versos desnudos, cadenas de sintagmas que se transfunden unos a otros, que alean sus contornos en un restallante cuerpo verbal—, con detalles de la vida, de la casa, que, en su radicalmente yuxtapuesta sequedad, crean un ritmo acelerado y vivificador, y explotan de lirismo. El poema 9, el último del libro, se compone fundamentalmente de ellas: «Aletean los rabilargos en la noche zumban en mis oídos colgados como galgos de las ramas enhebradas las bogas en un junco abrazando mi cuello con sus picos vaciando las entrañas a otros pájaros la bilis los miedos bajo un alumbramiento de plumas mi cabeza es un papel secante / de palabras…».
No hay comentarios:
Publicar un comentario