viernes, 5 de enero de 2024

Los sueños en color (y también en blanco y negro) de Marc Chagall

Marc Chagall fue un judío bielorruso —Moshe Segal— que vivió la mayor parte de sus casi cien años de existencia en Francia y murió en un pueblecito cerca de Niza. En Niza, precisamente, se encuentra el principal museo dedicado a su obra, el único del planeta que se ha inaugurado cuando el artista aún estaba vivo. Tuve ocasión de visitarlo hace cuatro años, andando yo por la Côte d’Azur de cónyuge de mi entonces mujer, que asistía a un congreso médico. Desembarazado de toda obligación social o profesional, paseaba, más feliz que una perdiz, por los parajes nicenses, que no solo incluían las oníricas piezas del maestro bielorruso, sino también deslumbrantes edificios nobiliarios, catedrales ortodoxas, mercados de flores, circos romanos, playas ferozmente mediterráneas y el consabido, aunque todavía placentero, paseo de los ingleses (que estaba, en efecto, lleno de ingleses). Hoy, mi amiga Anay y yo visitamos la exposición “Marc Chagall, el color de los sueños” en el espléndido Palau Martorell, junto a la basílica de la Mercè. El Palau nos recibe como siempre, con elegancia neoclásica, la magnífica columnata del atrio —que alberga las primeras salas de la exposición— y una colorista vidriera de motivos florales y geométricos en el techo. La primera sección de la muestra recoge un buen número de obras que reflejan el interés que siempre sintió Chagall por la Biblia y sus estupefacientes historias. De hecho, fue más que interés: fue casi una obsesión. Chagall se inspiró toda su vida en la poesía de los Evangelios —así la consideraba él—, y de ella surgieron series de pinturas como algunas de las que nos encontramos aquí. Vemos aguafuertes, entre otros, de Moisés —es muy coherente que utilizara esta técnica para representar a alguien capaz de separar las poderosas aguas del mar Rojo—, de Josué y de David, este por partida doble: ante Saúl y descalabrando al pobre Goliat (menudo papelón el del gigante filisteo: representar para siempre al poseedor de la fuerza bruta, al que vence un judío esmirriado). También observo a un ángel que sostiene una espada por el filo. Pero no es extraño: los ángeles son seres celestiales que pueden hacer lo que a los pobres humanos solo nos estaría permitido a costa de un profundo corte en la mano. (No obstante, aún no se ha determinado si tienen sexo. Pero estemos tranquilos: la Iglesia sigue trabajando en elucidarlo). Las imágenes de Chagall, animadas por un poderoso espíritu onírico e infantil, oscilan siempre entre la caricatura y la poesía, y el contraste de colores con que suele urdirlas, ese rasgo tan propio de su trazo, es más que contraste: es choque. De este impacto entre rojos y verdes, entre amarillos y azules, entre blancos y negros, surge una visualidad rabiosa pero dulce, una como bruma de pigmentos vivaces que permea volúmenes siempre en movimiento. Otra serie de la exposición recoge la historia del Éxodo de Egipto del pueblo judío. En ella aparecen Moisés, de nuevo; muchos ángeles, a los que se suman numerosas y a menudo inidentificables criaturas voladoras (a Chagall le gustaba que el firmamento no fuera solo un elemento de la naturaleza o una parcela del escenario, sino que se integrara en la acción del cuadro); la zarza ardiente; las tablas de la ley (acompañadas por una menorá simplificada, de solo cinco brazos; en otras piezas aparece la versión expandida, de siete); muchos animales (en varios cuadros, un asno rojo); y numerosas figuras del Éxodo, entre las que las masculinas suelen portar unos extraños cuernecitos, que no sé si representan el aura de la santidad o alguna prenda de cabeza, o son, simplemente, la expresión de la irrestricta fantasía chagalliana. El trazo sigue siendo flexible, poroso, dinámico, preñado de matices surreales, siempre fluctuante entre la fijación y el vuelo. Hay que celebrar la écfrasis inversa —la representación visual de una representación verbal— que hace Chagall de la Biblia, pero reconozco que habría resultado aún más estimulante que hubiese reparado en —y pintado— otros capítulos del Libro, como la destrucción de Sodoma y Gomorra, donde Dios no distinguió entre pecadores e inocentes y perecieron miles de personas, y que dio pie a otros edificantes episodios, protagonizados por la familia de Lot (cuyas cenas de Nochebuena debían de ser muy entretenidas): la esposa de este ofreció a sus dos hijas vírgenes a una turba para que fuesen violadas en lugar de los ángeles que se alojaban en su casa: Génesis, 19, 4-11), y luego esas mismas hijas, que habían sido rescatadas por los ángeles de quienes querían conocerlas, huyeron al desierto con su anciano padre (la madre se había quedado en Sodoma, hecha una estatua de sal) para yacer con él y asegurarse de tener descendencia (Génesis, 19, 30-38), uno de los más delicados ejemplos de incesto de los muchos que nos regala la Biblia. Los Evangelios, sobre todo el Antiguo Testamento —que es palabra de Dios, exactamente igual el Nuevo Testamento, como prescribe la Iglesia—, son una de las obras más crueles y sanguinarias de la historia de la humanidad, fruto paradójico del Dios del Amor, que ofrecen un verdadero arsenal de horrores que pintar, pero Chagall prefirió su lado menos despiadado. Perdió, a mi juicio, una gran oportunidad, pero también ganó tranquilidad de espíritu; y se comprende. Hablando de esto, Anay y yo recordamos que Jesús no se rio ni una sola vez en toda su vida: en la Biblia no lo hace nunca. Se conoce que era un hombre con poco sentido de humor. Yo me pregunto si también padeció o se libró de otros rasgos que aquejan al hombre: ¿tuvo alguna vez un orzuelo? Siendo carpintero, ¿se machacó algún dedo con el martillo? ¿Se tiraba pedos? A juzgar por la Biblia, tampoco. Pero todo esto siguen y seguirán siendo misterios inescrutables. No obstante, la Biblia, con ser fundamental, no es el único tema de la pintura de Chagall. Vemos también algún ejemplo de sus orígenes pictóricos, como el hermoso Pueblo ruso, un óleo de 1929, que tiene nieve —parece lógico—, un campanario con un reloj y un trineo volador (algo surca siempre los cielos de Chagall), y de otros asuntos que ocuparon su atención, como el circo, del que fue un gran admirador (también infantil y poético), y los paisajes de París, la ciudad de la que siempre estuvo enamorado. Y, aunque el erotismo no está demasiado presente en su obra, sí vemos un Gran desnudo femenino, de trazo muy grueso, en tinta, con unos enormes pechos y un no simplemente sugerido, sino muy visible triángulo púbico. La serie más importante de las representadas en la exposición, fuera de las bíblicas, es la correspondiente a las fábulas de La Fontaine, realizada entre 1927 y 1952. Todas son aguafuertes en blanco y negro, sin color alguno, salvo dos: Las exequias de la leona, en la que uno de los asistentes a la ceremonia aparece pintado de rojo (me recuerda, en el conjunto de la serie, a la niña coloreada del gueto de Cracovia en La lista de Schindler) y El loco que vendía sabiduría, una figura expresionista y retorcida, valga la redundancia, que luce tres puntitos asimismo rojos en una pierna. Esta serie, de aire tenebrista y hasta goyesco —del Goya de los desastres y los sueños—, constituye una virulenta pausa en la eclosión cromática que es la pintura de Chagall, aunque no nos hace añorar el color; al menos, a mí no. Se sostiene con fuerza, casi con furia, en los cimientos esópicos de La Fontaine, en los que reconocemos la celebérrima (y tan psicológicamente perspicaz) fábula del zorro y las uvas, entre muchas otras que tienen a los animales por protagonistas, como manda el canon del género. En una, la cigüeña compasiva mete el pico en la boca del lobo para sacarle el huesecillo con el que se ha atragantado; en otra, la madre ateta al niño mientras el lobo mira, hambriento, por la ventana. La última sección de la exposición está dedicada al amor, un amor que, en la vida de Chagall, personifica Bella Rosenberg, su esposa entre 1915 y 1944, fallecida prematuramente. Aquí vuelven los vivísimos colores chagallianos. Con ellos pinta flores y más flores, cuya luz y ligereza, casi ingravidez, encarnan la experiencia del amor. En muchos de estos cuadros aparece, en un rincón o a un lado, una pareja que se está casando o ya casada (en uno, junto a un asno azul). Y el óleo que cierra la serie es Los reflejos verdes, frente al cual nos sentamos Anay y yo, y que contemplamos largamente, embebidos en su simplicidad y su alegría.

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