Mi amigo Juan Carlos y yo vamos hoy al Museo Marítimo de Barcelona, después de haber visitado la iglesia de Sant Pau del Camp, la más antigua de la ciudad, un encantador templo románico, documentado desde finales del siglo X —que, para mi vergüenza, yo, un barcelonés de sesenta y un años, no conocía todavía—, y del que nos llevamos algunas imágenes memorables, como las de unas sirenas con alas y unos sapos que les comen los pechos a unas mujeres en sendos capiteles del recoleto claustro. El Museo Marítimo no queda lejos de la iglesia y llegamos tras un breve paseo. Ocupa el edificio de las Atarazanas, una enorme construcción del siglo XIII destinada a armar galeras y barcos desde tiempos del rey de Aragón Pedro III, llamado el Grande. Recuerdo haberlo visitado, hace muchísimos años, con mi padre, que admiraba las Atarazanas como un ejemplo más del poder industrial de Cataluña. Mi padre admiraba todas las pequeñas grandezas de Cataluña. De aquella visita solo guardo un vago recuerdo de la gigantesca galera que ocupaba, y sigue ocupando, el centro del recinto, reproducción de La Real, la nave capitana de la Liga Santa en la batalla de Lepanto. Considerando que se construyó en 1971 —para conmemorar el cuarto centenario de aquel triunfo de la Cristiandad que el franquismo agonizante, pero aún ferozmente católico, quería exaltar como una de mayores gestas de la muy nacionalcatólica España—, yo debía de tener nueve o diez años. Desde el principio, las Atarazanas fueron uno de los puntales del desarrollo marítimo y comercial de Barcelona y de todo el Reino de Aragón. Poco después de que se edificaran, el 6% de la población de la ciudad ya trabajaba en ellas: eran la primera infraestructura de la urbe. Allí se construían más de treinta galeras al año, una barbaridad. Eran unos barcos colosales, evolución de las trirremes romanas, que alojaban a 236 galeotes y 400 marineros y soldados —aunque “alojar” es un decir, a la vista de las condiciones en que lo hacían—. Desde luego, ir a bordo de una de aquellas sobrecogedoras embarcaciones no permitía confiar en que se fuese a tener una vida muy larga, pero quienes menos confiaban en ello eran los galeotes, el motor de la nave, cuya única función era remar, y que lo hacían, horas y horas, encadenados a los bancos. Allí también comían —bizcocho duro, un puñado de legumbres cocidas y dos litros de agua al día—, dormían y hacían sus necesidades. Es fácil imaginar cómo estaba el agüilla en el que tenían permanentemente hundidos los pies. De hecho, en aquellos tiempos los ataques marítimos por sorpresa eran imposibles: las galeras apestaban de tal manera que revelaban su presencia a millas de distancia. Los galeotes remaban al ritmo que marcaban el cómitre y los latigazos que sus acólitos les propinaban, y lo hacían hasta literalmente morir de agotamiento en las batallas o en las maniobras urgentes que había que ejecutar, por tormentas o alguna de las muchas adversidades que les deparaba el mar, para mover aquellos farragosísimos mastodontes (cuya velocidad máxima, a plena palamenta —es decir, cuando los 236 galeotes remaban a la vez al ritmo más elevado posible durante media hora—, era de seis nudos, unos once kilómetros por hora). Por supuesto, en los combates, ellos eran los que peor lo tenían. Aherrojados al barco, no podían escapar del fuego o el abordaje enemigos, ni del naufragio si el buque se hundía. Y, si enfermaban, quedaban heridos o protestaban demasiado, se les echaba sin miramientos por la borda. En el Museo, averiguamos que había tres clases de galeotes: los esclavos (por lo general, turcos o moros capturados en batalla, pero también cristianos reducidos a servidumbre, como los herejes condenados por la Iglesia), los forzados (delincuentes penados, que no podían purgar sus culpas en galeras más de diez años, aunque a este límite no llegaba casi ninguno: la media de supervivencia de los galeotes era de dos) y los “buenos boyas”, hombres libres que se prestaban a remar a cambio de un sueldo. Hoy, lo que hacemos no es muy diferente: sacrificamos nuestro tiempo —nuestra vida—, haciendo un trabajo que casi todos aborrecemos, para ganar el dinero que nos permita comer (y, por lo tanto, seguir trabajando). Las condiciones de trabajo han mejorado, pero la esencia del sacrificio es la misma. La galera que ilustra este mundo infernal es el buque insignia de la flota cristiana en Lepanto, que se despliega en la nave central del Museo y que se puede admirar desde dos tribunas levantadas a proa y popa. Destaca el larguísimo espolón, rematado por un Neptuno dorado a lomos de un pez, cuya finalidad era ensartar los buques enemigos y dejarlos sometidos al fuego de los cañones situados detrás de él y alimentados con los mil proyectiles de piedra que solían cargar las galeras. En una de las dos velas latinas del barco cuelga el estandarte de Jesucristo, y a popa se alzan los tres enormes fanales que representan las tres virtudes teologales, fe, esperanza y caridad, y que indicaban el alto rango del navío. Por cierto que fe y esperanza puede que sí tuvieran los marinos que luchaban en estos monstruos, pero caridad, más bien poca, ni consigo mismos, expuestos al horror del choque, ni, sobre todo, con los enemigos, para los que no había perdón, sino solo ensañamiento y muerte. El barco tiene una eslora de sesenta metros, como un campo de fútbol, y a popa, lo más resguardada posible, se encuentra la parte noble: donde vivían don Juan de Austria, el comandante de la flota cristiana, y su séquito de oficiales. En esta zona adquiere plena vigencia la brutal diferencia de clases que caracterizaba a la época: los galeotes remaban, entre excrementos, hasta la muerte; los soldados y marineros vivían a la intemperie, enfrentándose al frío y el sol, al hambre y la sed, y, cuando llegaba el combate, a turcos muy enfadados que les disparaban flechas envenenadas, arcabuzazos y piedras, y querían hacerlos picadillo a golpes de cimitarra; y los jefes disfrutaban de suelos de marquetería y finas esculturas, de cortinajes y vinos, de sirvientes y cámaras privadas. Aunque en Lepanto, todos pringaron, desde luego: pese a que las fuerzas estaban muy igualadas (unos 300 barcos por bando y casi las mismas tropas: cerca de 90.000, aunque las fuerzas de la Liga contaban con más artillería, y eso resultó decisivo), los cristianos manejaron mejor el fuego, y las picas de la infantería de marina española, creada en 1534 por Carlos I, fueron fundamentales en los abordajes. Miguel de Cervantes se había enrolado en la flota y, aunque estaba enfermo, con malaria, pidió luchar donde fuera más peligroso. Y su petición fue atendida: lo destinaron a la cabeza de un esquife de abordaje. Allí recibió tres arcabuzazos: dos en el pecho y uno en la mano, que le quedó estropeada (sorprende que Cervantes sobreviviese a tantos azares: fue gravemente herido en Lepanto, participó en otras expediciones navales no menos peligrosas, sufrió cautiverio cinco años en Argel, fue excomulgado y estuvo también preso en España...). Cuando la batalla terminó, habían muerto 40.000 turcos y 10.000 cristianos, los otomanos habían perdido 200 galeras, y los cristianos habían hecho 8.000 prisioneros y liberado a 12.000 cautivos que remaban en los bajeles de la Sublime Puerta. Juan Carlos y yo observamos que la información que proporciona el Museo sobre estos primeros siglos de navegación es coherente con las últimas tendencias museísticas. Así, apenas menciona la batalla de Lepanto ni a los grandes señores que urdieron o participaron en aquel enfrentamiento, sino que se concentra en exponer la crudeza de las condiciones de vida de los galeotes y marineros, y la relación fundamental de la industria marítima con el auge de las rutas comerciales y la dominación colonial, y, en última instancia, con el desarrollo del capitalismo. Los museos son cada vez menos épicos y más intrahistóricos; cada vez aluden menos a los privilegiados de la sociedad (que son los que más han hecho por que esos museos existan y para nutrir sus fondos) y más a los que consideran los verdaderos protagonistas de la historia: los de abajo, los sometidos, los desgraciados: los que construían los barcos o los impulsaban con sus brazos; los que edificaban las ciudades y los palacios donde vivían los obispos y los reyes; los que acarreaban los bloques de granito con los que se levantaban las pirámides; los negros que recogían el algodón o formaban el servicio doméstico de los millonarios. Y el Museo Marítimo no es una excepción. Ya no cuenta hazañas, sino que desmenuza relaciones de producción: se ha vuelto cordialmente marxista. Apreciamos este cambio de rumbo, y nunca mejor dicho, en el tratamiento de la esclavitud no solo en la época de las galeras, sino también al hablar de la navegación comercial en los siglos posteriores, hasta el XIX. En una sala completamente negra, luctuosa, dedicada al “tráfico de personas esclavizadas”, se exponen varios documentos de la monarquía española —de Carlos IV, que liberalizó el comercio negrero, y su hijo, el preclaro Fernando VII— que autorizan o promueven el tráfico “legítimo” de esclavos, y yo me fijo en uno en virtud del cual se constituyen comisiones para recoger negros cimarrones, esto es, rebeldes o fugitivos refugiados en las profundidades de la selva o en riscos inaccesibles. España tiene mucho que explicar todavía sobre ese negocio infame, por el que trasladó a más de un millón de africanos a América entre 1501 y 1875 (aunque no fue el imperio más esclavizador: ese fue el portugués, seguido por el inglés y el francés), y se agradecería que el Museo dedicara más espacio a este tema. En otra interesante ala de las Atarazanas, se expone el barco Les Sorres X, los restos de una pequeña embarcación de cabotaje de la segunda mitad del siglo XIV, hallada en 1990 en los humedales de la desembocadura del Llobregat durante las obras de construcción del canal de remo para los juegos olímpicos de 1992, y preservada para la posteridad por las arenas aislantes de la capa freática en la que vino a depositarse. La barca transportaba pescado en conserva desde el golfo de Cádiz hasta Barcelona y otras ciudades norteñas. La exposición de los restos está acotada por varias citas literarias: una del Espill, la sátira misógina de Jaume Roig que he traducido para Pre-Textos, y otra del célebre poema de Ausiàs March “Veles e vents”, ambas de la misma época en que Les Sorres, se llamara como se llamara entonces, caboteaba por la costa catalana. Son maravillosas, en el Museo Marítimo, las innumerables maquetas de los barcos. Los amantes de estas minuciosas miniaturas han de estar encantados. Admiramos reproducciones del Victory, el buque insignia de la flota británica en Trafalgar, en el que murió Nelson, abatido por un fusilero francés; del Santa María de la Victoria, la única nave de la expedición de Magallanes que volvió a España, al mando de Juan Sebastián Elcano, después de haber circunnavegado el globo por primera vez (que se sepa); de muchos barcos de placer de las compañías Transmediterránea y Transatlántica, aunque los de esta última sirvieron también para transportar a los desdichados reclutas españoles a luchar en los manglares de Cuba, infestados de mosquitos y de mambises; y del Ictíneo II, el sumergible gordezuelo inventado, para pescar coral, por el catalán Narcís Monturiol en 1858, cuya réplica se exhibe en los luminosos jardines del Museo. Los aparatos de navegación —brújulas, cronómetros, esferas armilares, globos terráqueos, rosas de los vientos, sextantes, monoculares— son también estupendos, como los cañones roídos por el salitre y las bombardas, los mascarones de proa, los patines de vela y los dinghies, las campanas de buzo y la fantástica óptica giratoria dióptrica catadióptrica del faro de San Sebastián, de Calella de Palafrugell, de 1924, cuyo centelleo se divisaba a 31 millas de distancia.
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