Llego a Miravet con mi buen amigo Andreu, polifacético como pocos —poeta, novelista, historiador, profesor, sindicalista de Educación, músico de una banda anarcosatánica—, en un día soleado pero frío. Hacía tiempo que queríamos venir, pero preferíamos no hacerlo en verano: las temperaturas escalan aquí a los cuarenta grados o más en julio y agosto (y pronto, tal como pintan las cosas, lo harán en los demás meses del año: había que apresurarse). Miravet se alza, literalmente, sobre un meandro del río Ebro, ya cerca de su desembocadura. El río viene hoy con mucha agua; y aunque sea el más caudaloso de España, no nos lo habíamos imaginado, con la sequía que hay. Antes de internarnos por las callejas del pueblo y subir al castillo, nos fortalecemos en uno de los bares de la localidad: sendos bocadillos de fuet, generosamente guarnecidos, nos devuelven a la vida, tras casi dos horas de pesada autopista. Al salir de los aseos, veo, frente a la puerta, algunas de las fotos que han hecho famoso a Miravet, y, singularmente, esa en la que se ve a una docena de soldados republicanos, fusiles en ristre, vadear el río justo delante de donde estamos y por donde hoy solo circulan los kayaks de las empresas de recreo. La foto es una montaje de los servicios de propaganda de la República, tomada dos días después del inicio de la batalla de Ebro —el 25 de julio de 1938— en un lugar que no puede cruzarse a pie, pero funciona: se ha vuelto un icono de aquella última ofensiva de la República, capitaneada por el legendario Vicente Rojo y ejecutada por hombres no menos míticos del bando republicano —Líster, Modesto, Tagüeña—, cuyo fracaso final selló el destino de la breve y malhadada democracia española. Vivificados por el tremendo bocadillo de fuet y el melancólico recuerdo de aquellos valientes luchadores por la libertad, salimos a las calles de Miravet, que nos recibe con un apiñado enjambre de casas de piedra, arcos, porches, aljamas e iglesias, en cuyos huecos y alrededores se amontonan las chumberas, verticales, que descienden hasta la misma agua. Todo el pueblo está encajado en la roca de la ribera, cuyas irregularidades forman los cimientos de muchas casas. Sobre la cinta verdegrís del Ebro planean garzas y garcetas, y a mí me parece reconocer también una oropéndola. En el agua, la cabeza de un ánade real, que se mueve con soberana indiferencia, lanza eléctricos destellos verdes. De camino al castillo, pasamos por delante de la iglesia vieja, un espléndido templo renacentista de la segunda mitad del siglo XVI, construido por la Orden del Hospital sobre una antigua mezquita. Así ha sido casi siempre, y en todas partes: las religiones se superponen y reemplazan. Miravet es de origen árabe: los musulmanes fundaron aquí una alquería en el siglo VIII, que creció y prosperó, y en la que vivieron sus descendientes hasta su definitiva expulsión del país en el XVII. Por desgracia, la iglesia, desacralizada, está cerrada y no podemos contemplar sus esgrafiados y pinturas murales ni su ara románica, pero, al menos, la admiramos entera y en pie. No lo estaría si hubiera estallado la bomba que lanzó la aviación fascista y que atravesó la cúpula. En la fachada que da al río, en la plaza de la Sanaqueta, en cambio, todavía se aprecian los impactos de bala y metralla que le regaló la guerra al templo, como en tantos otros lugares de España: pienso en la iglesia de San Felipe Neri, en Barcelona, con la portada aún marcada por la viruela de una bomba asesina, también lanzada por la aviación italiana que martilleaba la ciudad desde Mallorca por orden de Franco, que mató aquí a cuarenta y dos personas, la mayoría niños, el 30 de enero de 1938. El tramo final de acceso al castillo, por un camino de madera, es muy empinado, y tanto a Andreu como a mí, que sumamos casi doscientos kilos entre los dos, nos cuesta superarlo. Jadeamos y ralentizamos el paso, pero por fin lo conseguimos: hemos asaltado con éxito el castillo. Al igual que la iglesia, se construyó sobre una antigua fortaleza árabe, de la que aún se conservan restos, como el arco de herradura de alguna ventana (situada junto a un sillar marcado con una ostentosa cruz: los obreros cristianos no dejaban de acotar el terreno). Lo edificaron los caballeros templarios a mediados el siglo XII, mezclando en la construcción los estilos islámico, bizantino y cisterciense. El resultado fue el gigantesco castillo-convento de piedra clara que ahora vemos, dividido en dos grandes áreas, señaladas a su vez por sendas explanadas: el recinto jussà, andalusí, más antiguo y escalonado, y el recinto soberano, posterior, con una estructura poligonal, cinco torres, contrafuertes y un patio de armas donde se podría jugar un partido de fútbol. En esta parte se concentran las dependencias destinadas a garantizar la autonomía del castillo, en particular si era sitiado: la cisterna, en la que se recogía el agua de la lluvia (entonces llovía más que ahora); las caballerizas, donde aún se reconocen los comederos de los animales; el granero, con dos silos; el almacén, que también era donde se fabricaba y guardaba la pólvora, aunque nos parece temerario que estuviera situado debajo de las salas principales de la fortaleza; el refectorio, donde comían los caballeros templarios y que luego fue dormitorio de la soldadesca, y en el que, como el suelo está levantado, admiramos los cimientos de las columnas que, parecidas a palmeras, sostenían los arcos del techo: tres grandes tubos truncos de piedra; la bodega, la mayor sala de todas (nos la imaginamos repleta de barricas de vino, el mejor producto de esta tierra, y el trasiego de odres y botellas para saciar la sed y satisfacer la necesidad de alegría de los que vivían aquí); y, por último, la iglesia, románica, interior, austera, silenciosa, fortificada, en la que pasamos un buen rato descansando y charlando. Nuestra última visita es a la torre de San Miguel, una de las varias que circundan el castillo, a veinticinco metros de altura, desde la que volvemos a disfrutar de la vista del Ebro adentrándose majestuosamente en la sierra de Pàndols, entre arboledas plateadas y breves campos de labor, y sobrevolado por una pareja de milanos negros que buscan el almuerzo. Después del nuestro en un restaurante del pueblo —yo compenso el megabocata de fuet, que aún me pesa en las entrañas, con una crema de coliflor, blanca y delicada, y una exquisita calabaza con queso de la tierra—, vamos a Siurana, que Andreu considera el pueblo más bonito de Cataluña. Para que pueblos como este —o como Cadaqués— hayan conservado su encanto secular, la inaccesibilidad ha sido fundamental. Hoy ya no es inaccesible, pero para llegar todavía hay que recorrer una carretera muy estrecha y sinuosa (que Andreu insiste en que han arreglado mucho desde la última vez que estuvo aquí), batida por el viento. El pueblo corona un enorme peñón de casi 740 metros de altitud, asomado al río y al embalse de Siurana —hoy prácticamente seco, menos el tramo más cercano al dique, en el que sobrevive un brazo de agua verde— y rodeado por otras espectaculares formaciones rocosas, como la peña gemela de Siuranella y los acantilados de Arbolí, todos ellos frecuentados por escaladores que dejan las furgonetas con las que viajan en los inexistentes arcenes de la carretera. Muchas de estas peñas son, en la base, rojizas, y, en la cúspide, ocres o casi blancas, y a todas las pinta de cobre y transparencia el sol poniente. De piedra son asimismo las casas del pueblo, entre las que una fuente de 1888 recuerda a mosén Josep Salvat, fuese este quien fuese, y se alza la iglesia románica de Santa María, cuya hermosa portada luce tres arcos de medio punto, sostenidos por columnas con capiteles historiados, y un tímpano con un Cristo crucificado y ocho, no doce, adláteres. Desafiando el frío creciente, nos encaminamos a los restos de castillo, erigido en el siglo IX y último enclave musulmán de Cataluña, conquistado para la causa de Dios y el provecho de sus ministros por Ramón Berenguer IV en 1153. Aunque los restos son solo muñones de murallas y cimientos desorejados que no se pueden visitar, el paseo nos permite asomarnos al llamado Salto de la Reina Mora, un mirador situado en una de las muchas plataformas rocosas que se solapan en el pueblo, desde el que la leyenda dice que la última reina de la taifa se precipitó al vacío porque prefería la muerte a ser capturada por los cristianos. Sí, uno puede imaginarse lo que habrían hecho con ella. Es solo una leyenda, pero mucho más arrebatadora que la tontería aquella de Boabdil de echarse a llorar por la pérdida de Granada, y que encima le riñese su madre por hacerlo.
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