miércoles, 28 de febrero de 2018

Auschwitz

Ayer domingo intenté visitar la exposición sobre Auschwitz (inquietantemente subtitulada "No hace mucho. No muy lejos") en el Centro de Exposiciones Arte Canal, de Madrid, pero se habían agotado las entradas. Hoy lunes vuelvo al Centro, bien de mañana, para ver si tengo más suerte, aunque es el día del espectador y quizá todavía sea más difícil entrar. Pero no: a pesar de una larga fila de personas que ya, tan temprano, están esperando, consigo el tique seis euritos y, tras pasar por unos controles de seguridad que ríete tú de los de los aeropuertos, accedo al interior. Lo de controlar a la gente se ha convertido en una costumbre: todo el mundo lo hace. Si uno quiere montar algo de postín, aunque sea una exposición de sellos, qué menos que un arco detector de metales y un par de seguratas para que todo el mundo sepa que lo es. Pero hasta los acontecimientos de medio pelo organizan farragosos registros de bolsos y otras no menos inútiles comprobaciones para asegurarse de que todo el mundo sea consciente de la importancia del evento. En la entrada a la exposición, yo pensaba que encontraríamos la infame bienvenida que se daba a los enviados a Auschwitz: "Arbeit macht frei" ("el trabajo libera", de ecos bíblicos: "la verdad os hará libres": Juan, 8, 32), y que sumaba la burla a la atrocidad, pero quizá los comisarios de la exposición lo han considerado demasiado previsible (aunque en el interior hay abundantes fotos del portal de Auschwitz con la frase) y la han sustituido por otra, bien conocida también, de George Santayana, aquel norteamericano que había nacido en Madrid, se había criado en Ávila y quiso ser enterrado en el panteón español en Roma: "Aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo". Nunca he estado en Auschwitz, pero sí en Mauthausen, el campo de concentración en Austria en el que se recluyó a la mayoría de los republicanos españoles capturados por los nazis en la Francia ocupada, y donde pudieron morir hasta 320.000 personas, y recuerdo la terrible frialdad de todo, el desértico horror de los muros, de los stalags, de las cámaras de gas. Me costó no llorar. También recuerdo las frecuentes y ardorosas discusiones que mantuve cuando era estudiante de Derecho con algunos compañeros de derechas, muy derechas, casi nazis, sobre la verdad o la mentira del Holocausto. Me encendía el negacionismo de algunos, que bordeaba o incurría abiertamente en un repugnante cinismo. Ya entonces existían las fake news: para aquellos estudiantes deslumbrados con la posibilidad de desafiar las certezas establecidas por los historiadores, la noticia falsa era que Hitler hubiera exterminado a seis millones de seres humanos; para mí, lo mentiroso era negar que lo hubiese hecho. Vivimos en el debate por la verdad que es debate por la definición de nuestro propio ser en el mundo desde hace miles de años. Y la conclusión de ese debate no puede ser otra que una esforzada construcción de realidades intersubjetivas que puedan dar satisfacción a todas las cosmovisiones sin negar la realidad, sin negar los hechos ni las consecuencias de los hechos. La exposición sobre Auschwitz es enorme una visita sosegada requiere dos o tres horas y completísima, un vasto recorrido por la barbarie desde el surgimiento del nazismo hasta la liberación del campo por los soviéticos, en enero de 1945 liberaron a 7.600 supervivientes del millón trescientas mil personas que habían pasado por él. De Auschwitz se ha dicho ya casi todo, pero no deja de sobrecoger su carácter industrial: el hecho de que la muerte fuera planificada, con espíritu científico y todos los medios de producción al alcance de una nación tan laboriosa como la alemana, para una masa ingente de seres humanos, con el propósito de borrar a determinadas razas y tipos de personas de la faz de la Tierra. Los trenes, para los que se diseñó una complejísima red ferroviaria en Europa, y que no dejaban de descargar, como a reses en el matadero, a judíos, gitanos, homosexuales, soviéticos y polacos; las cámaras de gas y el letal zyklon-B con el que se fumigaba a los presos, a los que se les había hecho creer que iban a recibir una ducha para despiojarlos y desinfectarlos; los hornos crematorios, que hacían desaparecer, con voracidad siderúrgica, los cientos o miles de cadáveres que se producían cada día; el burocrático sistema de recogida y aprovechamiento para el Reich de los bienes y pertenencias (por íntimas que fuesen: pelo, dientes de oro, prótesis) de los deportados; las avanzadas instalaciones de investigación médica, en la que numerosos galenos, encabezados por el luciferino Mengele, cuya sonriente cara de niño grande aparece en más de una fotografía, practicaban espantosos experimentos con los prisioneros; sin olvidar a la propia industria alemana, como la IG-Farben, un conglomerado de empresas químicas para el que se construyó el campo de trabajo Auschwitz III-Monowitz, en el que empleaba a miles de trabajadores esclavos, y que fabricaba el zyklon-B de las cámaras de gas, así como caucho y caucho sintético para la maquinaria bélica del nazismo: todo configuraba una gigantesca maquinaria, no caótica, sino perfectamente diseñada y engrasada, para destruir a una parte de la humanidad. La exposición también recuerda, cómo no, el juicio de Hanna Arendt sobre los que llevaron a cabo aquel horror: la banalidad del mal. Todos lo cometían con espíritu funcionarial, como una tarea más, con la indiferencia del empleado en la cadena de producción. Así lo hizo el SS Obersturmbannführer Rudolf Höss, el comandante del campo, que escribía, satisfecho, que Auschwitz era un lugar estupendo para su familia, que vivía muy feliz allí: sus hijos se criaban en libertad y su mujer estaba encantada cuidando las flores del jardín. Y, en efecto, fotos de un par de mocosos rubios y sonrientes, con shorts tiroleses, y de una señora de aspecto no menos germánico con una regadera en la mano daban fe de aquella existencia idílica. Junto a ellas había más fotografías de otros complacidos trabajadores alemanes del campo: oficiales que fumaban, siempre risueños, antes de ponerse manos a la obra, o jóvenes administrativas que bajaban del autobús que las llevaba a Auschwitz cada día para cumplir con una tranquila jornada laboral, y con las que los oficiales flirteaban. En una pared del recorrido leo el famoso poema del sacerdote Martin Niemöller (aunque él aclaró que no era un poema, sino un sermón) que se suele atribuir, erróneamente, a Bertolt Brecht: "Cuando los nazi vinieron a llevarse a los comunistas, / guardé silencio, / porque yo no era comunista. // Cuando encarcelaron a los socialdemócratas, / guardé silencio, / porque yo no era socialdemócrata. // Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas, / no protesté, / porque yo no era sindicalista. // Cuando vinieron a llevarse a los judíos, / no protesté, / porque yo no era judío. // Cuando vinieron a buscarme, / no había nadie más que pudiera protestar". En otra veo escenas de El triunfo de la libertad, de Leni Riefenstahl, aquella privilegiada cineasta que puso su talento al servicio del mal. Y también se nos informa de que el programa T4 de eugenesia del Reich, con el que se quería convertir al género humano en una raza inmaculada y superior, no fue invento de Hitler ni de sus adlátares, sino que estos se inspiraron en los brillantes antecedentes que encontraron en los países anglosajones sobre todo, Gran Bretaña y los Estados Unidos a partir de la obra de sir Francis Galton, primo de Charles Darwin, que contaron después con la  entusiasta adhesión de grandes líderes e intelectuales como Winston Churchill, Theodore Roosevelt o H. G. Wells, entre otros, y que, de hecho, se han estado aplicado en el propio EE. UU. y otros países, como Australia, hasta décadas recientes. En Auschwitz también se recogen razones para la esperanza, como la todavía poco conocida a pesar de La lista de Schindler lista de diplomáticos europeos que ayudaron a escapar o dieron protección a los perseguidos por los nazis, entre ellos varios españoles, como Ángel Sanz Briz, el embajador de Franco en Budapest, que salvó a 5.200 judíos húngaros (más, pues, que Schindler) de la deportación y la muerte. Por eso Sanz Briz es uno de los nueve españoles a los que el Estado de Israel ha declarado Justos entre las Naciones (y por eso, mucho más modestamente, lo hice protagonista de uno de los poemas de Insumisión). Lo más impresionante de la exposición no son las informaciones que nos da, con serlo mucho, sino los testimonios físicos, las casi reliquias, de aquel infierno: un vagón, a la entrada, en el que se transportó a judíos al campo; las montañas de zapatos de los gaseados, que se apilaban ordenada y separadamente de la ropa, las joyas o cualquier otro bien que pudiera ser útil al Reich; el uniforme a rayas de los prisioneros; los camastros en los que descansaban o morían; el ajedrez fabricado por algunos, cuyas se fichas guardaban en una caja de sardinas. Uno ve esto y piensa en otra frase célebre sobre Auschwitz, del filósofo Adorno: "Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie" (que es la cita exacta; no "¿Cómo escribir poesía después de Auschwitz", como se suele decir, y que más bien parece el anuncio de un taller de escritura creativa). Adorno no puede estar más equivocado ni ser más brutal: escribir poesía después de Auschwitz es un acto de civilización, el más exquisito y necesario que pueda haber, el más redentor. Muchos prisioneros escribieron (o tradujeron, como Celan) poemas dentro de los muros de aquella abyección que fueron los campos de concentración (y que sería inconcebible si no hubieran existido), porque hacerlo preservaba, en aquel horror en el que vivían, su dignidad como seres humanos. A nosotros nos toca ahora seguir defendiéndola. Cuanta más poesía se escriba, menos posibilidades habrá de que se repita un espanto como Auschwitz.

5 comentarios:

  1. "Nunca olvidaré esa noche, la primera noche en el campo, la cual convirtió mi vida en una larga noche, siete veces maldecida y siete veces sellada. Nunca olvidaré aquel humo. Nunca olvidaré las caras pequeñas de los niños, cuyos cuerpos vi convertirse en espiral de humo bajo un silencioso cielo azul. Nunca olvidaré estas llamas que consumieron para siempre mi fe. Nunca olvidaré ese silencio nocturno el cual me privó, para toda la eternidad, del deseo de vivir. Nunca olvidaré aquellos momentos en los cuales asesinaron a mi Dios y mi alma y convirtieron mis sueños en polvo. Nunca olvidaré estas cosas, aunque esté condenado a vivir tanto como Dios mismo. Nunca".

    La noche. Elie Wiesel.

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  2. Un hecho escalofriante. No puedo pararme a pensar en ello,se me hiela la sangre, te lo puedo asegurar. ¿Soy cobarde?, sin duda alguna.Te digo, Eduardo, cuando leo algo sobre esta barbarie, entro en un silencio muy doloroso.

    Un abrazo grande.

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  3. Gracias, Eduardo, por esta crónica. No hace mucho. No muy lejos...

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  4. Le encontré a faltar el pasado fin de semana en Plasencia. Una verdadera lástima.

    Salut.

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  5. "¿Por qué el arte calla cuando suceden cosas terribles,
    por qué no lo necesitamos entonces, como si esas cosas
    terribles
    llenaran el mundo por completo, del todo, hasta el techo?
    No sabemos qué es el arte." (A. Zagajewski, Asimetría; pág.25).

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