lunes, 11 de septiembre de 2017

Sobre el 11 de septiembre y la independencia de Cataluña

Acabo de pasar nueve días en Barcelona, por razones familiares, y he vuelto a Mérida hoy, víspera de la Diada Nacional de Cataluña (tan cercana, curiosamente, al Día de Extremadura). Hace años, la Diada en alguna de cuyas ediciones, siendo yo más joven, llegué a participar, aunque como se participaba entonces: con risa y alboroto adolescentes era un motivo de celebración, un acto festivo en el que, aparcadas  las diferencias políticas (o escondidas debajo de la alfombra), se depositaban ramos de flores a los pies de las estatuas de los próceres de la comunidad, se cantaba Els segadors y se desfilaba en razonable orden por una arteria principal de la ciudad dando algunas voces, pero, sobre todo, participando de la exaltación incruenta y de la certeza de inmortalidad que otorga pertenecer a un grupo. De un tiempo a esta parte, la Diada se ha convertido en un foro más de la brega o, más bien, del barro político. El espíritu colectivo que la animaba heredado de la lucha antifranquista y de la recuperación de las instituciones y, por lo tanto, de la dignidad de la comunidad, gracias a los pactos de la Transición y al más meritorio de todos, la Constitución del 78 se ha visto pulverizado por la desintegración del catalanismo moderado, aquejado de esclerosis y corrupción, y el crecimiento del independentismo, espoleado, a su vez, por la decadencia del pujolismo, la inquina y la ineptitud del Partido Popular (y, en general, del españolismo más obtuso), y los embates de la crisis económica. Mañana, los pueblos y ciudades de Cataluña se llenarán de muchos de los más de dos millones de catalanes es decir, el doble de toda la población extremeña actual que no se sienten y no quieren ser españoles, adecuadamente apacentados por los partidos políticos secesionistas y las poderosas organizaciones que el independentismo ha sabido crear para robustecer sus pretensiones: la Asamblea Nacional Catalana de la que fue presidenta Carme Forcadell, hoy presidenta del Parlament, Òmnium Cultural que hizo, no obstante, una importante labor de defensa de la cultura y la lengua catalanas durante el franquismo y la Asociación de Municipios por la Independencia, entre otras espeluncas menores. Y las manifestaciones que protagonizarán con las inevitables contramanifestaciones de los grupúsculos de ultraderecha, que siempre han estado presentes, más las que convoquen las entidades contrarias a la secesión auguran un 1 de octubre aciago, en el que confío que, pese a la dureza irreductible de las posiciones, a nadie se le vaya la mano y tengamos que lamentar alguna desgracia. Desde luego, si alguna vez los catalanes hemos gozado de algún prestigio en España (y no el que autorizaba a Dalí a decir que llegaría el momento en el que, por ser catalanes, lo tendríamos todo pagado en todas partes, sino el que otorga la conciencia del ser propio y los rasgos que tradicionalmente se nos han atribuido: la laboriosidad, el seny y un espíritu avanzado, más cosmopolita o próximo a Europa), ese prestigio se ha desvanecido; ahora más bien damos pena, cuando no risa. Las pasadas sesiones del Parlament en las que se aprobaron las llamadas ley del referéndum y la de transitoriedad constituyeron uno de los espectáculos más bochornosos que le ha sido dado contemplar a cualquiera que respete los principios democráticos, tenga cierto sentido de la decencia y no vea la realidad con la lente deformante, por monomaníaca, de un objetivo político que no es factible con el ordenamiento jurídico actual y, más importante aún, que no responde a una demanda mayoritaria de la sociedad. Hay que recordar que, en las últimas elecciones autonómicas, a las que el independentismo dio un carácter plebiscitario, y de las que proviene la actual mayoría parlamentaria que está sosteniendo el procés, los partidos que propugnaban la independencia sumaron el 47,8% de los votos, mientras que los partidos constitucionalistas (o unionistas: no debe haber inconveniente en asumir lo que uno es; yo también me defino como unionista: estoy a favor de la unión de los pueblos de España) que la rechazaban lograban un 50,6%. Ello no obstante, y por mor de la ley electoral (que, irónicamente, no es catalana, sino española: Cataluña es la única comunidad autónoma que no cuenta con una ley electoral propia, y eso porque Pujol y sus adláteres se resistieron siempre a modificarla, dado que beneficiaba sus intereses, y sigue haciéndolo: privilegia el voto rural e interior, más nacionalista y conservador, como se ha podido comprobar una vez más), los indepes consiguieron la mayoría absoluta en el Parlament, igual que Donald Trump, ese monstruo de sutileza, obtenía la presidencia de los Estados Unidos, aunque le habían votado tres millones de norteamericanos menos que a Clinton: maravillas de los procedimientos electorales. Esto es lo que resulta, a mi parecer, más escandaloso: que estemos viviendo esta espiral de absurdos (y esperemos que no de violencia), esta inmensa pérdida de tiempo (mientras se discute sobre la independencia, los servicios sociales se caen a trozos en Cataluña), este huracán de imbecilidad (con el presidente de una institución casi milenaria comportándose como un hooligan en la casa de todos), cuando la mayor parte de los catalanes no quiere la independencia (y, dos años después de las elecciones autonómicas, continúa sin quererla: según la última encuesta del Centro de Estudios de Opinión, dependiente de la Generalidad, de hace dos meses, el 49,4 %  se opone a ella y el 41,1% la apoya). Decía antes que lo que está pasando en el Parlament y, en general, en la sociedad catalana se debe a la cerrilidad de quien solo tiene el nacionalismo en la cabeza. Un buen amigo mío, extremeño pero residente en Barcelona desde hace años, expresaba así su estupor por la obsesión de tantos: "¿Pero cómo, habiendo tantas cosas buenas en las que ocuparse la literatura, el arte, las mujeres (mi amigo es varón, claro; pero ponga aquí cada cual el sexo que prefiera), el alcohol..., puede alguien, puede tanta gente pensar solo en eso, y dedicarle todas sus energías, y ofuscarse hasta la ceguera?". Dicho todo lo cual, aún cabe hacer otra consideración. Uno de los tópicos que se repite como un mantra (porque la vida política se teje de lugares comunes que tienen éxito y eco entre quienes sienten pereza de pensar, que son casi todos) es que Mariano Rajoy no ha hecho nada ante el desafío independentista y que ese dontancredismo ha favorecido su auge, o, dicho como reza el mantra, que ha sido una fábrica de independentistas. (Tampoco hay que olvidar que Mariano es registrador de la propiedad, y que los registradores, de lo que sea, no actúan: solo registran. La formación de uno, condicionada por nuestro carácter, acaba determinando nuestro carácter: el chaplinesco Aznar, héroe de las Azores, de Perejil y de la ley del Suelo, es inspector de Hacienda). Es cierto que el presidente del gobierno ha sido inoperante en la cuestión catalana, esto es, no ha operado: ante todas las iniciativas o propuestas que se le han formulado (y no todas secesionistas: Artur Mas le entregó hace unos años una lista de graves asuntos pendientes entre el Estado y la Generalidad, cuya resolución podía haber mejorado la situación y, quizá, reencauzado el conflicto, y no dio respuesta a ninguno), se ha limitado a responder "no", a invocar la sagrada unidad de la patria y la necesidad de aplicar la ley, y, como es  habitual en él, a dejar pasar el tiempo. Pero no es verdad que no haya hecho nada. Al contrario, ha hecho muchas cosas. Voy a hacer memoria. Cuando Maragall promovió la modificación del Estatuto de Cataluña, para, entre otras cosas, adecuar la norma autonómica a una realidad cambiante y mejorar la autonomía, Rajoy y el PP se movilizaron para recoger firmas contrarias a esa modificación en todo el país (y cosecharon cuatro millones...) y hasta apoyaron un boicot de los consumidores a los productos catalanes, con lo que lograron perjudicar a una parte significativa del país que decían defender (y también a otras: boicoteando el cava catalán, se dañaba asimismo a las empresas extremeñas que fabricaban los tapones de corcho). Cuando ese nuevo Estatuto ya estaba aprobado por el Parlament, por las Cortes españolas y por el pueblo catalán en referéndum (este sí legal: votaron dos millones y medio de catalanes, cuatro quintas partes de los cuales lo hicieron a favor de la norma), Rajoy y el PP lo impugnaron ante el Tribunal Constitucional, para que este anulara 14 artículos, sujetara otros 27 a la interpretación del Tribunal y determinara carentes de eficacia jurídica las referencias del Preámbulo a "Cataluña como nación" y a la "realidad nacional de Cataluña", expresiones sin valor normativo, pero de alto contenido simbólico. Teniendo en cuenta que Rajoy y el PP, que consideraban que el nuevo estatuto era una cosa horrible más de los catalanes (y de los socialistas) que ponía en riesgo la España indisoluble y eterna, habían impugnado 114 artículos de la ley, el resultado fue poco favorable a sus intereses, pero bastó para que culminara uno de los mayores dislates de la democracia española y de la historia del Tribunal Constitucional: una abrogación de la voluntad de las instituciones catalanas (y españolas) y de los propios catalanes que se había materializado de acuerdo con la ley y cumpliendo todos los requisitos legales, y cuando esa voluntad ya se había manifestado, es decir, contraviniendo el mandato expreso de los ciudadanos. Pero las fechorías de Rajoy y el PP no han acabado aquí, y las que han venido luego han sido todavía más sórdidas: los dosieres filtrados a los periódicos con falsas acusaciones contra políticos nacionalistas, la creación de brigadas policiales patrióticas para espiarlos o darles caza, o el pacto del inefable ministro Jorge Fernández Díaz (aquel que condecoraba a la Virgen por sus servicios a la patria) con el director de la Oficina Anticorrupción de Cataluña, el no menos inenarrable Daniel de Alfonso, para perjudicar al independentismo con insidias, mentiras y presiones, son algunas de las prácticas de alcantarilla que el gobierno ha realizado estos últimos años, actividades inmorales e inadmisibles, propias de facinerosos, que debería haber supuesto, por dignidad institucional y vergüenza torera, la dimisión no solo del ministro del interior, sino también del presidente del gobierno, que es quien lo nombró y el responsable último de actuaciones tan abyectas. Pero eso no se produjo, porque, para haberse producido, los responsables de tales medidas tendrían que haber tenido un sentido democrático que les falta, un sentido democrático que no se cifra en verborrea jurídica ni en grandes palabras, tan resonantes como vacías, sino en un verdadero respeto al otro, en una verdadera comprensión de las propias limitaciones y las propias incertidumbres, en una verdadera creencia en la legitimidad (y hasta en la inteligencia) del adversario, en una verdadera fe en la razón y el diálogo. Lo mismo que cabe decir, por cierto, de los políticos independentistas catalanes en su avasallador desafuero por la independencia.

6 comentarios:

  1. Que daño legal y moral están haciendo a nuestro país, a nuestra imagen internacional y, lo peor de todo, a nuestra convivencia.

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  3. Tu exposición, sería, sentida y argumentada, se suma a la tristeza que todo este asunto me despierta; la rabia, la impotencia o la agresión ya la sienten demasiados ciudadanos, con más conciencia política que yo. En esto de las banderas, la patria y la tierra, yo soy de las de Cernuda.

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  4. Laeta in adversis: habla del daño y los ataques provocados desde hace años a los catalanes. ¿Imagen internacional? lee la prensa internacional, por favor. Y como residente en Catalunya no he visto ningún tipo de discriminación ni problemas de convivencia entre nosotros.

    De aquellos polvos, estos lodos. Todo viene del proceso de frustración, de acoso y derribo desde la época Maragall, como bien sabe, y la nula capacidad del gobierno central de respetar acuerdos ni tener una sensibilidad mínima ante una situación que se antojaba complicada si no se afrontaba de cara. Ahora, pensar que cientos de miles de personas están "poseídas" con la independencia... pues no. Por algo será.

    España es un país caduco, sumida en el "qué dirán", incapaz de asumir sus errores y enmendarlos. Incapaz de vender un acuerdo como una oportunidad de progreso común. Se llegará al 1 de Octubre y la culpa será en gran parte del Gobierno. No nos hagamos ahora trampas jugando al solitario...

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    1. Estimado Xavi:

      Gracias por tu comentario. Comparto algunos elementos de tu análisis: la respuesta que dio el PP al nuevo Estatuto de Cataluña, y que culminó en la laminación de la norma por parte del Tribunal Constitucional, ha sido un factor determinante para llegar a la situación actual. También estoy de acuerdo en que el gobierno presidido por Mariano Rajoy no ha hecho nada, salvo invocar la sagrada unidad de la patria, para enfrentarse a un conflicto político como este.

      Sin embargo, Laeta in Adversis tiene razón en que la imagen internacional, tanto de España como de Cataluña, se ha visto sensiblemente perjudicada por el movimiento independentista, que, al tiempo que crecía por los motivos indicados (y por muchos otros: ha sido, y va a seguir siendo durante mucho tiempo, una magnífica forma de desviar la atención de la crisis económica y la corrupción y pésima gestión de los gobiernos catalanes), disparaba el matonismo social y la vulneración de la ley como forma de hacer política. Yo leo regularmente la prensa internacional, y esa es precisamente la repercusión que mayoritariamente ha tenido.

      Por otra parte, yo sí he visto -y sufrido- problemas de convivencia en Cataluña como consecuencia del auge y establecimiento institucional del independentismo. La presión en la calle, cuya punta de lanza son los mamporreros de la CUP, es evidente. Y el impacto en las relaciones personales, también. Conozco a pocos unionistas, o simplemente gente que no esté de acuerdo con el "procés" o el referéndunm ilegal del próximo 1-O, que no hayan perdido algún amigo o visto afectadas sus relaciones familiares por su discrepancia. A mí también me ha pasado. Promover la secesión de una territorio cuya población, en este tema, está partida en dos, supone literal y automáticamente partir el territorio en dos. Y eso ni es sensato, ni es responsable, ni es cívico.

      Discrepo de que España sea un país caduco: es un país con presente y con futuro, siempre que seamos capaces de construirlo entre todos. En todo caso, lo caduco es la mentalidad de los conservadores españoles, anclados genéticamente en un españolismo rancio, y también la de los independentistas catalanes (o de cualquier otra parte), que fían al establecimiento de fronteras (y a la creación de arcadias imposibles) la resolución de problemas sociales que se han de acometer con espíritu fraterno, democrático y supranacional, y sin romper lazos culturales, económicos y, sobre todo, humanos establecidos a lo largo de mucho tiempo.

      Por último, es verdad que el gobierno español tiene, por omisión y por cerrazón, una cuota importantísima de responsabilidad política en el conflicto actual, pero los únicos responsables de los actos son quienes los cometen. Y quienes están organizando un referéndum ilegal, sin garantías democráticas, y han aprobado leyes igualmente ilegales, vulnerando los derechos de la oposición (y, por lo tanto, la de los millones de catalanes que esta representa), son el gobierno de la Generalitat y los independentistas que lo apoyan.

      Recibe un saludo muy cordial.

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  5. Una contestación soberbia. Un aplauso, Eduardo.

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