martes, 27 de junio de 2017

En las ferias del libro (y 3): Madrid

Vuelo hoy a la segunda de las ferias del libro que he de visitar estos días, la de Madrid. El embarque en el avión de TAP, en Lisboa, es caótico: un tumulto de pasajeros ansiosos por ocupar sus asientos y acabar con una incómoda espera. El retraso que acumularemos, por el mal proceder de la compañía, será de casi una hora. Para más inri, me encuentro, ya en la aeronave, con una situación que me produce escalofríos: a mi compañero de asiento le sobran varias docenas de kilos, y ha decidido acomodar muchos de ellos en mi butaca. Si el espacio para los pasajeros ya es exiguo, y más para gente alta como yo, con acompañantes como este uno queda planchado como un boquerón. Durante el viaje, mi mantecoso vecino se embucha un tremendo bocadillo de algo que me malicio butifarra. Pero luego, cuando ya se ha sacudido todas las migas de la pechera, se pone a leer El arte de la guerra, de Sun Tzu. Y es evidente que ya ha asimilado las maniobras zen del ilustre estratega chino: aplasta al enemigo con su sola presencia. Llegado a Madrid, he de correr a la Feria. Apenas tengo tiempo para dejar los trastos en el hotel y devorar un sándwich momificado en la cafetería. El taxi me deja muy cerca del pabellón de Portugal, una carpa situada en el centro del paseo de Fernán Núñez, en el Retiro, a lo largo del cual se disponen las más de trescientas casetas de la Feria. Allí me espera ya Miriam, que acaba de llegar de Mérida para asistir al primer acto en el que participo, la presentación de las novedades portuguesas de la Editora, y que, como el pabellón aún está cerrado, se ha refugiado del calor sahariano debajo de un árbol, como una gacela a la sombra de una acacia. Al dirigirnos ya a la carpa, nos cruzamos con un sesentón con coleta y camisa desmadejada un hippy de geriátrico que baja por el paseo recitando algo. "Esto está lleno de friquis", se asombra el chófer, que nos acompaña. Le doy la razón. En el acto intervenimos Luis María Marina, traductor de El país de los otros, del mozambiqueño Rui Knopfli, que acaba de ganar el premio Giovanni Pontiero de traducción, otorgado por mis paisanos de la Universidad Autónoma de Barcelona, el ministro-consejero de la Embajada de Portugal y yo, que doy cuenta de la reciente aparición de Sentada frente al precipicio, una antología de una magnífica poeta portuguesa, aún inédita en España, Fátima Maldonado, traducida por José Ángel Cilleruelo. Cuando ya me felicitaba por casi haber acabado el acto sin romper nada, me quedo con el micrófono de mesa en la mano: al ir a acercármelo para una última intervención, lo he descuajaringado, para pasmo del técnico de sonido y del público en general. A la salida me entrevista, en portugués, un reportero de la radio pública portuguesa, que, como todos los reporteros radiofónicos del mundo, ahueca la voz (y, por fortuna, sostiene él el micrófono). Solo se equivoca dos veces en el nombre de la Editora: es un gran profesional. Acabadas las obligaciones oficiales, acompaño a Miriam hasta el coche. Saludamos a César Antonio Molina, Antonio Sáez, Paloma Morcillo concejala de Cultura del Ayuntamiento de Badajoz, que también ha venido a la Feria y Yolanda Regidor, que está firmando ejemplares de su última novela, La espina del gato. Luego, me escapo a saludar a Pepo Paz, viejo amigo y editor de Bartleby, pero no está en la caseta. En su lugar, el encargado me hace notar que, en efecto, Pepo no está, pero que sí se encuentra allí una poeta buenísima, galardonada el año pasado con dos premios muy gordos. La poeta, que tiene el aspecto de un sarcófago egipcio, me mira con un brillo felino en los ojos, mezcla de acecho y esperanza, que conozco bien, porque es también el mío cuando estoy en su lugar. Pero le doy esquinazo: su poesía es un horror. A la mañana siguiente, lo primero que hago es cortarme el pelo en una barbería, de esas que aún tienen a la entrada un rodillo de listas rojas y blancas que gira sin parar, cerca de la casa de mis suegros. Ahí voy siempre que puedo. Los peluqueros son como los curas o los psicólogos: hay que establecer con ellos una relación de confianza, y yo llevo ya muchos años encomendándome a su discreción y su templanza. Sé de su corte austero y viril, rematado con unas siempre vigorizantes gotas de Floïd. Eso sí: he de pagar algunos peajes. Los periódicos a disposición de los clientes son El Mundo, ABC y La Razón, si es que a este último se le puede llamar periódico. El peluquero que hoy me ha tocado en suerte luce en la muñeca una maraña de pulseritas, entre las que brilla con luz propia una con los colores de la bandera española, y se cubre la calva a lo Anasagasti: cuatro pelos parietales, largos como los tentáculos de una medusa, y plastificados por varios centímetros cúbicos de laca, van ignominiosamente de un lado a otro de la cabeza. Y justo cuando me estoy acomodando en el sillón, veo que ya se va un cura joven, muy alto, muy guapo, con alzacuellos y clergyman, que dice algo sobre que nos toman el pelo a todos los españoles. Debo reconocer que, cuando salgo de la peluquería, siento cierto alivio, tanto por el pelo que me han quitado como por el ambiente. Esta vez, en la calle, me cruzo con una anoréxica: parece huida de un campo de concentración. Pese a que se le marcan en la piel todos los huesos del cuerpo y, en particular, los anillos de la espina dorsal, que le recorren la espalda como una cremallera, lleva al hombro un bolso enorme. Antes de meterme en el metro para ir de nuevo al Retiro, compro El Mundo, porque Agustín Fernández Mallo me ha dicho que hoy habla de mi último poemario, Muerte y amapolas en Alexandra Avenue, en su columna de "El Cultural". Y así es: la leo mientras espero el suburbano en un banco en el que alguien ha dejado un folleto de una sociedad evangélica: la Biblia jamás se contradice y sus profecías siempre se cumplen, afirma imbécilmente el opúsculo. Pero en otro alegato tiene razón: "Todo lo que está escrito en la Biblia es el mensaje de Dios (2 Timoteo, 3:16). Así es: la destrucción de Sodoma y Gomorra, las siete plagas de Egipto, la masacre de los araditas, de los amonitas, de Jericó y de las sesentas ciudades, entre muchas otras matanzas, mutilaciones y genocidios (y de asesinatos individuales, más modestos pero no menos significativos, como el del pobre Onán por meneársela), fueron obra de Dios y son palabra de Dios. El día de hoy en la Feria empieza con un desayuno con Mercedés Cebrián en unos soportales junto a una de las entradas del Retiro, que tienen, en su opinión, un aire a rincón de ciudad de provincias. "Sí: palentino", preciso yo, que nunca he estado en Palencia. Luego he de afrontar uno de los momentos duros del fin de semana: la firma de ejemplares de Muerte y amapolas en Alexandra Avenue en la caseta de Vaso Roto. Y es duro porque exponerse, en una calurosa pecera, a que todo el público de la Feria pase por delante de uno, no ya sin comprar ni un solo ejemplar, sino sin reparar siquiera en que uno está allí, y que respira, requiere mucha entereza de ánimo. Pero la vanidad de aparecer como el autor de un libro inmortal nos impulsa a sobrellevar el trance. También está el peligro de los vecinos. Si a tu lado te toca, por ejemplo, Ibáñez, el dibujante de Mortadelo, o Belén Esteban, que presenta su aclamada biografía, habrás de convivir con colas ingentes de admiradores que te harán dolorosamente consciente de tu insignificancia y hasta de tu invisibilidad. Por suerte, esta vez no hay vecinos mediáticos y las encargadas de la caseta, Maria y Joana, encantadoras, me hacen muy llevadera la hora que paso con ellas. También me ayuda la media docena de personas que compran el libro, y a quienes se lo dedico con entusiasmo, entre ellos Javier Pérez Walias, viejo amigo; su sobrino, el joven Francisco Fuentes, también poeta; y Juan Antonio Cardete, director de La Sombra del Membrillo, una excelente revista de poesía, ya clausurada. Pero, con agradecérselo a todos, aquellos compradores por los que sentimos más alegría son los que no conocemos de nada, como uno que se lleva el poemario diciendo simplemente: "No lo conozco, pero, si lo ha publicado Vaso Roto, estará bien". Acabada la obligación, me reúno para comer con Jordi Doce y Marta Agudo, que también han firmado sus libros, a la misma hora, en la caseta de su distribuidor. Al grupo se unen Julio Más Alcaraz y Carmen, su mujer, y Javier Pérez Walias. Juntos, despachamos ensalada, pescado y muchas risas en un restaurante próximo. Tras el conversado ágape, continúa para mí la agridulce actividad de las firmas en la Feria. A las seis y media estoy convocado en la caseta del distribuidor de Varasek Ediciones, donde he publicado la última entrega de mis diarios, Corónicas de Ingalaterra. Una visión crítica de Londres. Allí me reúno, porque así lo han dispuesto los editores, con Alberto Letona, autor de otro libro sobre el Reino Unido publicado por Varasek, Hijos e hijas de la Gran Bretaña. Por suerte, el stand se encuentra en el lado umbrío del paseo. El otro queda a pleno sol, que a estas horas es inclemente. No es raro, pues, que casi todo el mundo se apiñe en aquel. A pesar de la sombra que proporciona, mucha gente pase abanicándose, o bebiendo agua, o bebiendo granizado, o las tres cosas. Antes de estabularme donde me corresponde, sorteo una cola larguísima de adolescentes. Están esperando a que les firme su ejemplar alguien que, según el cartel hollywoodianamente desplegado en la caseta, atiende por Kronno Zomber, que, por lo que alcanzo a ver, parece Igor, de El jovencito Frankenstein, rejuvenecido. El pollo firma con muñequera: será para prevenir esguinces, como hacen los tenistas. Averiguo en Google que Kronno Zomber es un cantante español de hip hop y rap. Ignoraba que el hip hop o el rap fuesen géneros literarios, pero se conoce que ya han alcanzado ese privilegiado estatus. Antes también de ver pasar mirones impecunes durante una hora y media, me da dos besos mi sobrina Laura, sonriente y con toda la belleza de una adolescencia dorada, que ha venido a escudriñar libros con unas amigas, y me estrecha la mano Víctor M. Díez, el excelente poeta leonés, cuya trayectoria literaria sigo desde antes de que, en 2004, lo antologara en Poesía pasión. Doce jóvenes poetas españoles. Víctor también ha dado a la luz su último poemario en Varasek, esa insólita editorial que publica libros de viaje y libros de poesía. El rato con Alberto, pese a la escasez de compradores, es agradable. Hablamos, claro, de Inglaterra. Su visión es más amable que la mía, aunque reconoce que el país ha cambiado mucho a peor: ahora es más áspero y más mercantilista, aunque mercantilista lo ha sido siempre: "Un país de tenderos", decía Napoleón desde que él lo conociera, en los primeros 70. Nos despedimos por fin y, antes de volver al hotel a recuperarme de la excitación/pesadumbre del día, vuelvo a acercarme a la caseta de Bartleby, con la esperanza de saludar a Pepo. Allí está hoy, en efecto, pero tan atareado vendiendo libros a varias clientas que apenas podemos intercambiar unas palabras. Lo dejo enfrascado en la labor, y me retiro a descansar. A la mañana siguiente, ya solo me queda presentar el núm. 7 de la revista Suroeste, que coeditan la Editora Regional de Extremadura y la Fundación Godofredo Ortega Muñoz. Llego al Retiro hacia las 11, sobrado de tiempo, y decido esperar hasta la hora del acto en una agradable terraza cubierta, de aire colonial, con ventiladores lentos en el techo, que, además, está fastuosamente vacía. Pido una cerveza y desenfundo el libro que estoy leyendo, pero, antes de que pueda siquiera empezar a disfrutar de ambos, el lugar se transforma: en apenas diez minutos, todas las mesas se ocupan, hasta la que está pegada a la mía, en la que me piden permiso para sentarse dos mujeres que, en cuanto lo hacen, prorrumpen en una charla inacabable, de cuyos detalles, por nimios que sean, no puedo evitar enterarme. Por si la batahola vecinal no fuera suficiente, en varias meses se han puesto a fumar. Le pregunto a la camarera una joven que riñe a la gente por entrar en la terraza por donde no debe y por pedir consumiciones que lleva diciendo meses que no se sirven: tics descorteses de los establecimientos masificados y sin competencia si alĺí está permitido fumar, y me contesta secamente que sí. Pongo de inmediato pies en polvorosa y acudo ya, de nuevo, al pabellón de Portugal, a donde no tardan en llegar Antonio Sáez, director de Suroeste, y Javier Rioyo, director del Instituto Cervantes de Lisboa, que participarán conmigo en la presentación. Esta vez, ante el numeroso público presente entre el que reconozco a Javier Pérez Walias, Pureza Canelo y Javier Lostalé, no descuajo ningún micrófono, pero Javier Rioyo me llama "tocayo".

jueves, 22 de junio de 2017

En las ferias del libro (2): Lisboa

Por la mañana se suma al grupo el último invitado de las editoriales europeas, G., representante de Gallimard. Su retraso ha obedecido a un incidente aeronáutico: al despegar de París, varios pájaros se habían metido en uno de los motores del avión y lo habían hecho estallar (después de estallar ellos mismos). Algo así tiene un peligro doble: que el avión se estrelle, y que a uno, si se ha dado cuenta de lo que pasa, le dé un soponcio allí mismo y muera igualmente, aunque el avión no se estrelle. Por suerte, G. ha sobrevivido a ambas contingencias y ya está con nosotros. El grupo entero se dirige ahora, guiado por las incansables señoritas de la organización, a la Torre del Tombo, en la zona universitaria, donde hay concertado un encuentro con los responsables de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura portugués, que nos informarán sobre las ayudas que prestan a la traducción de obras portuguesas a lenguas extranjeras. De nuevo, y salvo el director general que parece un mosquetero y, coherentemente, prefiere hablar en francés, todos los empleados son mujeres: la administración en Portugal está aún más feminizada que en España. Mientras nos explican las condiciones y características de las subvenciones, por los enormes ventanales de la sala veo pasar aviones que vuelan muy cerca y muy bajo. Espero que no se les meta ningún pájaro en los motores, ahora que están encima de nosotros. Concluida la sesión informativa, nuestros anfitriones nos enseñan el edificio en sí, interesante por varios motivos. Al llegar, nos ha llamado la atención su aspecto mexicano, con unas gárgolas cúbicas adornadas con imágenes de monstruos que bien podrían ser serpientes emplumadas. Dentro, se suceden los departamentos dedicados al cuidado, ordenación y reproducción de los libros. Nos atrae sobre todo el de restauración, donde media docena de mujeres, con batas blancas y aire de facultativas especializadas, se dedican a curar las heridas y enfermedades de los volúmenes más antiguos o maltrechos. Y lo hacen con paciencia de calígrafo japonés. Dos recomponen en una mesa las hojas carcomidas de un librote ancianísimo: con guantes, pinzas y una lupa, juntan sus pedazos marronosos como si resolvieran un rompecabezas milenario, y luego los unen o limpian, no lo sabemos bien con una sustancia transparente, parecida a goma o vaselina, que extienden con un pincel. Quien nos hace de guía en este laboratorio nos enseña también alguna de las piezas más llamativas, como un tratado poético tamil inscrito en hojas de palmera o un libro del s. XVI en el que se ha borrado la mitad del escudo metálico que adorna la cubierta: se conoce que en aquellos tiempos ya se practicaba la vengativa mutilación, por enemistad o divorcio, de los testimonios conjuntos que Stalin llevaría a su apogeo en el s. XX y que hoy continúan cometiendo los novios despechados de todo el mundo en instagram y facebook. En los pasillos de la Torre vemos también las fotografías de los mejores escritores portugueses de la centuria (y de algunos que no lo son). Reparo en la imagen descabellada de António Ramos Rosa, uno de los grandes poetas europeos del último medio siglo; en el rostro sereno de Sophia de Mello; en la expresión juvenil de Nuno Júdice, al que acabo de conocer en Mérida; en la luminosidad de Eugénio de Andrade, que es también la de su poesía; y en el brillo acerado de los ojos de Herberto Helder, otro extraordinario poeta. Acabada la visita, almorzamos y, a continuación, nos desplazamos a la Feria del Libro, donde hemos de mantener un encuentro con el Gremio de Libreros portugués y varias entrevistas con editoriales del país interesadas en conocernos y, quizá, proponernos negocios. De camino, en la furgoneta que nos transporta, admiro la saludable policromía de la ciudad, tanto en sus habitantes cuyas pieles constituyen una paleta casi infinita de colores como en sus edificios, entre los que distingo muchos con los tonos deliciosamente apastelados de una urbe marítima, o ceñidos por la clásica azulejería portuguesa, añil y blanca, pero también no pocos pintarrajeados de grafitis chillones desde los cimientos hasta la azotea. El conductor nos deja por fin a los pies de la  Feria del Libro, en el parque de Eduardo VII. Desde allí hemos de subir una cuesta muy pronunciada para llegar al stand donde se celebra la primera reunión de la tarde, y hacerlo justo después de comer es una crueldad (casi emética). Las entrevistas organizadas con las editoriales portuguesas se suceden después, a lo largo de la tarde. Entre una y otra cuatro, en mi caso, curioseo en los puestos. Como siempre, veo muy pocos autores españoles: algunos clásicos (Góngora, Lope, Cervantes, Lorca) y una agradable sorpresa, María Zambrano; también hay un libro de Enrique Vila-Matas. Advierto con inquietud muchos stands de asuntos espirituales. Uno, de la Sociedad Bíblica, es vecino de Ediciones Avante, el sello del Partido Comunista Portugués. Mientras bajo la cuesta asesina viendo libros, me sobresaltan unos berridos. Al cabo de unos metros, descubro lo que son: una canción de un grupo folclórico portugués, cuyos miembros, septuagenarios, y ataviados con los trajes típicos de su región, evolucionan por el escenario, con el vigor propio de su edad, a los estentóreos sones de un entregado solista. Cumplidas las obligaciones de hoy, la organización nos lleva a conocer una de las nuevas zonas de ocio de la ciudad: LX Factory, una antigua fábrica reconvertida en mercado y centro de esparcimiento, por encima de la cual discurre, como suspendida en el aire, la autopista que conduce al puente del 25 de Abril. El lugar tiene cafés, restaurantes, talleres de artistas, estudios de tatuaje, de fotografía o de diseño, y hasta una enorme librería, Ler/Devagar, cuya visita forma parte también del programa de actividades. Impresiona la altura del local, que era la que necesitaban las rotativas y los talleres del periódico que funcionaban antes aquí. Las rotativas, de hecho, siguen ahí, en el centro del espacio, como dinosaurios mecánicos, espesamente silenciosos. A su alrededor se elevan los estantes, que tapizan de libros las paredes hasta casi el techo, del que pende una bicicleta con alas. Para consultar los que están más arriba, hay que practicar la escalada. Busco la sección de literatura en español y doy con un par de baldas no muy nutridas, que, en relación con el número total de volúmenes que se acumulan aquí, deben de representar un porcentaje minúsculo. Al menos, no están en los plúteos superiores. Veo viejos ejemplares de Visor (de los que compro dos: un Ritsos y, por cortesía local, un Cabral de Melo) y títulos desperdigados de editoriales no menos desperdigadas. Luego, nos tomamos una cerveza en el cafetín del lugar, en una de cuyas mesas dos jóvenes, concentradas en la lectura de apuntes y papelotes, están fumando. La jornada concluye con la cena en el restaurante Rio Maravilha, un establecimiento que ha conseguido que veamos su condición industrial como un ejemplo de decoración contemporánea, y que cuenta con una terraza espectacular, desde la que se divisa gozosamente el Tajo, y en la que una figura de mujer desnuda, pintada de escaques multicolores, se opone, también con los brazos extendidos, al Cristo oferente de la orilla opuesta del río. Rodeados de grupos de jóvenes que ocupan las mesitas, charlan y fuman, cenamos. Doy cuenta de una sopa de tomate muy endeble, de un airoso bacalao y de un sorprendente sorbete de albahaca. G. tiene interés en saber si somos capaces de ver el conejo en la Luna. Yo ni siquiera sabía que lo había, pero él me informa de que, según una vieja leyenda azteca, la silueta de un conejo aparece impresa en la superficie lunar. El conejo es una de las especies más invasoras de la Tierra, así que no me extraña que haya saltado hasta allí. Empujado por la inquietud de mi interlocutor, salgo a la terraza a contemplar el satélite en busca del conejo, pero no lo veo. G. me lo describe con paciencia, pero sigo sin verlo. A veces creo reconocer sus orejas puntiagudas en sendas manchas selenitas, pero la figura en conjunto se me escapa. Uno ha de saber lo que quiere ver si quiere verlo y, aunque yo lo sé "¡el conejo, el conejo!", perservera G., me declaro miope y derrotado, y vuelvo a la mesa a terminar el sorbete de albahaca. Pasada la medianoche, regresamos al hotel, con la frustración de no haber reconocido al conejo, pero con la satisfacción de haber sobrevivido a una maniobra desgraciada: el taxi en el que nos hemos embutido, como la cuadrilla de El Litri, ha arrancado antes de que yo, el último en subir, estuviera del todo dentro. Por suerte, no ha pasado nada, pero me queda el consuelo de que, de haberme accidentado, habrían podido auxiliarme a la intensa luz de una luna llena sin conejo.

sábado, 17 de junio de 2017

En las ferias del libro (1): Lisboa

Se celebra en Lisboa el segundo Encuentro de Editores Portugueses y Editores Extranjeros, en el marco de la Feria del Libro de la ciudad. Durante dos días, está previsto que los editores invitados se reúnan con sus homólogos portugueses y también con las instituciones culturales que contribuyen a la actividad editorial con ayudas a la traducción o a la edición. De hecho, en cuanto llego al hotel, en la avenida de la Libertad, junto a la plaza del Marqués de Pombal, una simpática señorita de la organización me está esperando ya para llevarme al primero de esos encuentros, con el Instituto Camoês, cuya sede está prácticamente enfrente del alojamiento. Apenas tengo tiempo de dejar las cosas en la habitación y cambiar los pantalones cortos con que he llegado por otros largos, más acordes con la naturaleza de la visita. Ya en el palacete que aloja al Instituto, un noble edificio decimonónico empotrado entre construcciones modernas y bastante desangeladas, como la del Diario de Noticias, me presentan a los representantes de otras dos editoriales que también participan en el Encuentro: M., de la francesa Actes Sud, y Manuel Ramírez, de la española Pre-Textos. Mi sorpresa irá en aumento cuando conozca a los demás participantes: de Gallimard, Flammarion y la italiana Il Urogallo. La Editora Regional de Extremadura ha sido invitada, pues, junto a algunas de las casas editoriales más importantes del continente. No me incomoda, antes bien, me enorgullece, pero también me desconcierta un poco: es la única editorial pública del grupo, la única de carácter regional y, con diferencia, la más pequeña de todas. Yo pensaba que a este tipo de encuentros estaban pensados para sellos como Planeta o Anagrama, pero me complace comprobar que nuestros vecinos portugueses también se acuerdan de editoriales sin ánimo de lucro, sociales y mucho menos elefantiásicas. En el Camoês, las responsables de las ayudas a la edición de obras portuguesas en editoriales extranjeras, todas mujeres, nos dan cumplida información sobre las subvenciones. Y lo hacen con gran familiaridad y en muchas lenguas: aunque hemos decidido comunicarnos en inglés, pasamos ellas y nosotros, a menudo sin darnos cuenta, al francés, al portugués e incluso al español. También nos enseñan algunas salas nobles del palacio, desde las que hay excelentes vistas de la vecina plaza del Marqués de Pombal, presidida por una enorme estatua en la que el aristócrata mira al Tajo, acompañado por un león, al que parece haber sacado a pasear, y que representa, supongo, todos los enemigos a los que sometió: los jesuitas, la nobleza, el terremoto. Para significar el imperio del marqués, su melena es mayor que la del león. Cumplido el primer trámite, Manolo, de Pre-Textos, y yo nos vamos a dar una vuelta por la ciudad hasta la hora de la cena. Recorremos la espina dorsal de la ciudad, desde la plaza del Marqués de Pombal hasta la del Comercio, por la avenida de la Libertad, Restauradores y Rossio, y la famosa calle Áurea. Queda poco de la Lisboa decadente de la que ambos nos acordamos, por lo menos en estos barrios centrales: ahora predominan las tiendas y las franquicias internacionales, como en cualquier otra capital del planeta. Pagamos el óbolo debido al dios del turismo, y también al de la mitomanía literaria, en A Brasileira, la cafetería en cuya terraza se sienta todavía, en bronce, Fernando Pessoa. Tomamos un café y una cerveza, mientras admiramos el barroquismo de las maderas y de los pasteles. A Brasileira está bien conservada, pero en su misma pulcritud hay algo falso, manipulado. Este es y no es el café en el que Pessoa pasaba las tardes. Como el bar Zúrich de Barcelona, que mantiene el aire de local prebélico, pero que ha perdido la autenticidad mugrienta de sus orígenes, sustituida hoy por un aliño entre escandinavo y vintage. Llegamos luego a la plaza del Comercio, que en mis visitas de los últimos años estaba siempre en obras. Hoy luce limpia y despejada. Ha recuperado la amplitud que le dio nuestro amigo el marqués de Pombal al reconstruirla después del terremoto de 1755: donde se levantaba el Palacio Real de la ciudad, él dispuso este gran espacio delimitado por señoriales edificios con arcadas y el Arco Triunfal de la calle Augusta, que da entrada, por el sur, al barrio de la Baixa. De hecho, el conjunto pretendía ser, y fue, además del principal núcleo portuario del imperio, un majestuoso lugar de bienvenida a la ciudad: aquí llegaba todo el tráfico marítimo de Lisboa y desembarcaban los embajadores y dignatarios que recalaban en Portugal. En el centro de la plaza, otra estatua, la del rey José I, de quien Pombal fue primer ministro, protector y protegido. Es verde, como la neoyorquina de la Libertad. Las construcciones que rodean la plaza están ocupadas hoy por ministerios e instituciones oficiales. Entre ellos se encuentra también, extrañamente, el Museo de la Cerveza, que no solo me gustaría visitar ahora está ya cerrado, sino en el que me gustaría vivir. La plaza huele a río. Y ya atardece: una bandada de grises dorados se posa mansamente en las colinas y los tejados de ambas orillas del Tajo. Manolo y yo nos acercamos al borde mismo del agua por los escalones de mármol por los que desfilaban las personalidades que arribaban a Lisboa. Admiramos el imponente puente del 25 de Abril y el Cristo que lo flanquea, con los brazos extendidos, en la ribera opuesta, y nos encaminamos ya al restaurante O Bastardo, un lugar cuyo nombre despierta inquietud, pero que se revela magníficamente ubicado: en una de las esquinas meridionales de la plaza del Rossio, con excelentes vistas del lugar, cuyo centro ocupa la estatua de otro rey, que también fue emperador: Pedro de Alcântara Francisco António João Carlos Xavier de Paula Miguel Rafael Joaquim José Gonzaga Pascoal Cipriano Serafim de Bourbon e Bragança; en corto y por derecho: Pedro I de Brasil y IV de Portugal. Mientras el crepúsculo que habíamos visto deflagrar a los pies del Tajo se derrama por la plaza, haciendo cada vez más voluminosas, más blancas, las farolas, atacamos una cena desigual y que tarda en llegar, con un ceviche flojo y unos linguini con langostinos aceptables, pero un blanco seco digno de recordación. Al grupo compuesto por las personas de la organización, Manolo, M. y yo, se ha sumado P., de la editorial Flammarion, y Ma., de la italiana Il Urogallo, cuya facundia transalpina vuelve un monólogo la conversación. Cuando el diálogo es tan poco fluido, por no decir inexistente, tiendo a aislarme. Esta noche me refugio en una charla despreocupada con Manolo, con el que he quedado encarado en uno de los extremos de la mesa. Por otra parte, es agotador tener que parecer siempre inteligente, con comentarios ingeniosos, chanzas cosmopolitas y apostura cultivada, como se diría que ha de ser siempre en esta reunión. Después de un rato de artificios verbales en varios idiomas, a cuál más saleroso, prefiero parecer lo que soy y que me tomen por tonto o por un sieso: es mucho más descansado. Acabada la cena, la organización nos propone asistir a una fiesta privada, en un local sobre el Tajo, con la actuación de una importante estrella portuguesa del rock. Yo, a quien nunca se le han desgarrado las entretelas por las músicas que consistan en aullar, las únicas estrellas que deseo ver ya son las que me marquen el camino de regreso al hotel, así que me despido educadamente y enfilo al refugio, donde me espera, por lo que he podido atisbar cuando he dejado las cosas en la habitación, una cama que está diciendo túmbate. P. y Ma. este, sin dejar de hablar acuden, regocijados, a la fiesta privada y musical.

lunes, 12 de junio de 2017

Dos novedades audiovisuales y tres poemas

La primera novedad audiovisual es una iniciativa de Roberto Rodés, un aragonés que lleva cuatro años elaborando una fonoteca de poetas españoles. Roberto explica que la idea surgió cuando quiso conocer la voz de algún vate ya fallecido. Descubrió entonces que, a pesar de la fama que rodeaba a algunos, habían dejado muy pocos registros audiovisuales; en algún caso, ninguno. Era imposible saber, pues, cómo recitaba, esto es, cómo afrontaba la prueba crucial de la oralidad de su propia poesía. (La calidad de lo escrito y de lo recitado no siempre casa: hay poetas excelentes que leen muy mal, o a los que apenas se les entiende, o que tienen voz de pito; y también los hay abominables que recitan como Paco Valladares). Para remediar esa carencia, decidió, con otros dos compañeros interesados en la poesía, aunque no fueran profesionales de ella (esto es una garantía de éxito: cierta distancia profesional resulta esencial para que las cosas se hagan con objetividad), construir un archivo vocal en el que figuraran todos los poetas españoles de los que tuviera conocimiento y, por supuesto, que se prestaran a ello. Desde entonces organiza reuniones por España con los poetas interesados y, en largas sesiones, los graba a todos. Cuando empezó el proyecto, quizá no sospechara cuántos poetas o, mejor dicho, cuántos que se consideran poetas había en nuestro país,  ni quizá que todos, casi sin excepción, querrían que los grabara, y eso ha hecho que, tras casi un lustro, la iniciativa diste de terminar, pero también que se haya conocido al dedillo la fascinante geografía patria. Según me contó, se toma estas cosas como agradables excursiones de fines de semana: al tiempo que construye la fonoteca, conoce lugares, disfruta de la gastronomía, habla con gente y, en definitiva, se divierte, que es lo que deberíamos hacer todos cuando nos lanzáramos a cualquier actividad. La página de Roberto en la que se encuentra la fonoteca se llama The Books Movie. Poesía Recitada (https://thebooksmovie.com/), y esta es la grabación que ha colgado de mi lectura de uno de los poemas de Insumisión: http://thebooksmovie.com/2017/05/30/insumision-eduardo-moga/. (También en: http://wp.me/p7ApxA-ZF).

La segunda es la entrevista que me hizo el lunes pasado Fernando Delgado en es.radio, de Mérida, emitida también, esa misma noche, en Televisión Extremeña, en una admirable simbiosis de medios de comunicación. Fernando es hijo del poeta Jesús Delgado Valhondo, cronista oficial de la ciudad de Mérida y periodista de larga trayectoria. También es el autor de un libro importante sobre la historia de la ciudad, La Guerra Civil en Mérida. La interviú que me hizo transcurrió por los cauces habituales en su programa: se habló de todo, aunque menudearon, como es lógico, las preguntas sobre mi condición de escritor y de actual director de la Editora Regional de Extremadura y coordinador del Plan de Fomento de la Lectura. Pero Fernando es conocido por husmear en asuntos más personales. Me preguntó por mi familia, por mi formación y también aunque me había prometido que no hablaríamos de política por la situación en Cataluña, a todo lo cual procuré dar una respuesta sincera y sosegada. Fue una charla distendida, que puede verse aquí: https://youtu.be/tgFQj-ITALI.

En cuanto a los poemas, han aparecido en tres espléndidas revistas, y no solo por su contenido, sino también por su factura, por su condición de objetos artísticos. El primero, perteneciente a un poemario amoroso que he acabado de componer estas semanas, aunque todavía está pendiente de una larga revisión, ha visto la luz en el número 7 de Suroeste, esa revista de literaturas ibéricas que promueve las literaturas peninsulares en sus idiomas originales, y que dirige con mano firme pero hospitalaria Antonio Sáez. Es la segunda vez que me asomo a la revista, tras hacerlo en el número 5, de hace dos años, con un poema de Insumisión. Me complace especialmente aparecer en compañía de autores tan relevantes y, en muchos casos, amigos— como Ana Luísa Amaral, Álex Chico, Valter Hugo Mâe, Verónica Aranda, Martín López-Vega, Marta Agudo, Javier Pérez Walias o Mercedes Cebrián, aunque también me gusta descubrir a otros que no conocía y que aportan textos de calidad. Para los que escribimos, en muchos casos, largo y sangrado, Suroeste, con su formato grande y sus márgenes generosos, es una bendición: los poemas no sufren, o sufren mucho menos, con las estrecheces de la caja y la partición de los versos.

El segundo es el poema inaugural de Muerte y amapolas en Alexandra Avenue (Vaso Roto, 2017), que se ha publicado en el número 2 de otra revista notable, Zapato de Niebla para la Poesía, de la editorial (vallisoletana de radicación, pero universal de concepción) El Gato Gris, dirigida por José Noriega, ese pintor amante de la literatura que lleva varias décadas publicando libros de poemas bellamente ilustrados (aunque a menudo es difícil decir si son las ilustraciones las que acompañan a los textos o estos los que glosan a aquellas; la intención, en realidad, es que ambos se fundan en una sola y singular creación) y promoviendo iniciativas de todo tipo para extender una literatura y una artes plásticas atrevidas, diferentes, radicalmente contemporáneas, pero contando, en otro admirable maridaje, con medios e impresoras tradicionales, como la minerva centenaria de la que se sirve para alumbrar este Zapato de Niebla para la Poesía, anual como Suroeste, y cuyo título incorpora un guiño a una revista legendaria, aquella Caballo Verde para la Poesía, de Altolaguirre y Neruda.

El tercero, en fin, otra composición de Muerte y amapolas en Alexandra Avenue ("Casas, laceraciones..."), ve la luz en el número 3 de Heterónima. Revista de Creación y Crítica, dirigida por el poeta y escritor Antonio Rivero Machina, y editada por la Facultad de Filosofía y Letras de Cáceres de la Universidad de Extremadura. Heterónima aúna el rigor académico y el eclecticismo creativo, se demuestra pulcra y ambiciosa, y se erige en tribuna de los escritores extremeños (aunque no solo de ellos): hay investigación filológica, como un largo artículo del propio Antonio Rivero Machina sobre una autobiografía apócrifa de Gabino-Alejandro Carriedo, escrita por Amador Palacios; cuento (José Manuel Sánchez Moro, Pilar Galán); mucha poesía (Urbano Pérez Sánchez, Basilio Sánchez, Berta García Faet, Álex Chico y José Luis Bernal Salgado, entre otros); y una sección de crítica, que incluye una entrevista de Sandra Benito Fernández a Ada Salas y sendas reseñas de Álvaro Valverde y Amador Palacios. Los enlaces a la revista son: