jueves, 27 de julio de 2023

Libromundo: Circular 22, de Vicente Luis Mora

Circular 22, de Vicente Luis Mora (Córdoba, 1970), constituye un acontecimiento literario, y, si España no sestease en brazos de la inercia y la mediocridad, así se reconocería. En 2021, se publicó otro libro de características parecidas, La pasión de Rafael Alconétar, de Mario Martín Gijón, desbordante de ambición, inteligencia y pasión lingüística. En la historia literaria española, y en la de cualquier otro idioma, de vez en cuando aparecen libros que aspiran a sintetizar la totalidad, que ya no desean subvertir la forma en la que se representa la realidad ni se formula la literatura, sino ahondar en sus modos predominantes de expresión, desentrañar —y exponer— las raíces de los mecanismos aceptados de reproducción simbólica. No son, pues, revolucionarios, sino abarcadores y enciclopédicos; o sí son revolucionarios, pero no por vulnerar lo acostumbrado, sino por profundizar hasta la última sima de lo acostumbrado, por abrir en canal su médula e iluminar su vastedad.
    En Circular 22, Vicente Luis Mora culmina un proyecto nacido en 1998 y que ha conocido dos publicaciones parciales: Circular (2003) y Circular 07. Las afueras (2007). Es, pues, el libro de una vida, aunque de la fecundidad de Mora, demostrada en muchos géneros —novela, ensayo, poesía, aforismo, crítica—, cabe esperar nuevas y hasta más altas entregas. En el «Prefacio de los autores» —el autor es solo uno, claro: Vicente Luis Mora; pero también las muchas personas que ha sido a lo largo de los cuarenta años que ha necesitado para escribir el libro: ellas son las que nos hablan aquí y en todo Circular 22; el yo contemporáneo es poliédrico y fluido—, califica las primeras versiones de Circular de libro-urbe y esta última y (aparentemente) definitiva, de libromundo. (Mario Martín Gijón considera su libro una novelaberinto; urbe, mundo, laberinto: sinónimos). Y, en efecto, la impresión que uno recibe al sumergirse en sus páginas es la de adentrarse en un mundo entero, cuya metáfora es la ciudad: la ciudad como absoluto; la ciudad como ente que lo absorbe y lo proyecta todo; la ciudad como alegoría del ser humano, de la efervescencia de su pensamiento y la zozobra de su alma.
    Pero este propósito totalizador no se realiza unitaria o linealmente, como esas esculturas que surgen de un solo bloque de piedra, sino de la simbiótica unión de dos opuestos: el círculo y el fragmento. Vicente Luis Mora traza su circunferencia encadenando escenas diversas, casi infinitas; el camino que construye, lo construye con saltos e interrupciones y fisuras y elipsis. Pero esa pluralidad mosaica, que incorpora las muchas ciudades que hay en (y en que se convierte, con el tiempo) una ciudad, y también los muchos yos —los «autores» del prefacio— que viven en esa ciudad, alcanza la unidad: una unidad multifacetada e inconclusa, una unidad permeable y contradictoria, pero cuya indefinición perfila estrictamente el alboroto social y la angustia existencial. En las cuatro partes del libro —«Las afueras», cuyo título remite al poemario homónimo de Pablo García Casado, publicado en 2007: poesía objetiva, es más, objetual; «El Paseo»; «Centro»; y «Derb»—, Mora suma capítulos (o viñetas, o episodios, o cuadros), todos encabezados por el nombre de una calle o rincón de alguna ciudad del mundo, y casi sin excepción precedidos por una o varias citas de la literatura universal, que son relatos (y microrrelatos), o breves ensayos sobre asuntos literarios, estéticos o sociales, o poemas. Muchos son dialogados; otros, enumerativos; algunos, «bibliomaquias»: meras relaciones de citas de otros autores. En todos se revela el cosmopolitismo, fundado en una actitud nómada, del escritor: cuanto hay en la Tierra, y cuanto el hombre ha creado, merece experimentarse, y de todo cabe apropiarse. Circular 22 incorpora también cuadros sinópticos e imágenes: fotogramas de películas, fotografías, reproducciones de textos. No todos los capítulos del libro son independientes entre sí. Varios se entrelazan y desarrollan una historia singular, como la de la joven que, como no puede pagar el alquiler de un piso en Madrid, pasa las noches y algunos días en los apartamentos que le permite ocupar un amigo que trabaja en una agencia inmobiliaria. En algún lugar del volumen se dice que estas tramas relacionadas son diecinueve. Su presencia acredita el contrapunto rítmico y estructural que persigue siempre Mora: el cordobés inyecta dinamismo a la obra simultaneando lo uno y lo otro, lo uno y su contrario, lo uno y lo mucho. En este caso, la vigencia rectora del fragmento y, a veces, como su negación vivificadora, la insurgencia de un argumento, de una sucesión ordenada de hechos, de un —lo más arcaico puede ser lo más novedoso— nudo, un planteamiento y un desenlace.
    En Circular 22, todo lo homogeneiza la voluntad globalizadora del autor —que también podría calificarse de fagocitadora— y un estilo (o muchos estilos) del que han desaparecido las excrecencias retóricas, en particular aquellas que buscan dar al texto una factura reconociblemente literaria. Mora quiere —y consigue— que Circular 22 sea literatura —alta literatura— sin el concurso de muletillas estetizantes, de tropos con los que uno tropieza, de un léxico abstruso o jergal. De nuevo, se funden los contrarios (algo, como toda paradoja, radicalmente poético): el carácter épico del libro, alimentado por la multitud de voces que lo integran y la permanente brega de su autor por abarcar la plenitud de la aventura humana, se construye con un lenguaje llano y fluido, culto pero no culturalista, a veces eléctrico, pero siempre limado de grandiosidad.
    «Derb», la cuarta parte del libro, constituye un libro dentro del libro: «un experimento literario de escritura en tiempo real, llevado a cabo en el año 2010», coincidiendo con el inicio del desempeño del autor como director del Instituto Cervantes de Marrakech, que consiste en «una escritura discontinua», durante un mes, que recoja el presente, «lo que está sucediendo en el tiempo en que se escribe», y que «se puede corregir, pero no retocar». Mora —que, además de polígrafo, es licenciado en Derecho— formula aquí la sugerente teoría de los derechos de los textos, que es coherente con un mundo cambiante, en el que los derechos ya no solo asisten a los seres humanos, que son quienes los han creado y sus titulares imprescriptibles, sino también a los animales y hasta a las realidades inanimadas, como la Manga del Mar Menor. ¿Por qué no, pues, atribuírselos a los objetos y las obras literarias? En «Derb», estructurado como un diario, prosigue la andadura fragmentaria de Circular 22, aunque ahora basada en la autoficción: el yo del autor es quien nos habla, pero también de quien se nos habla: un personaje que vive situaciones reales o fabuladas, y que practica eso que también Jorie Graham o John Ashbery han procurado: la traducción inmediata del tiempo a lenguaje, la conversión fulminante de lo que pasa en lo que se dice, y que revela la naturaleza esféricamente lingüística de Circular 22 y de toda la obra de Vicente Luis Mora: el lenguaje es el todo y lo único, el cuerpo y el alma, la sola certeza, la infinita realidad.
    De esta convicción hay otra prueba en Circular 22: la edición a cargo de una dudosa Monika Sobolewska, profesora de la universidad de Lodz, que firma un «epílogo crítico». Uno sospecha que Vicente Luis Mora se ha envuelto en su piel para aportar sus propias explicaciones teóricas, no exentas de humor, de Circular 22. No es la primera vez que hace algo así: en 2010, él solo compuso el número 322 de la revista Quimera, de la primera a la última línea: otra espléndida humorada. La apócrifa Dra. Sobolewska revela, una vez más, la voluntad omnicomprensiva de Mora, su empeño por ocupar con palabras —y con las ideas que esas palabras vehiculan— todos las facetas de la realidad, y también, o sobre todo, la faceta de los otros, que en su caso no son el infierno, sino el pretexto para que el lenguaje se expanda, para que siga nutriéndonos de vida.
    Circular 22 es un libro gozoso y descomunal, cuyas 636 páginas parecen pocas: uno desearía que no se acabara nunca, como desearía que no se acabara nunca la vida, como desearía que nunca dejase de haber lenguaje.

[Este artículo se publicó en Letras Libres, nº 261, junio de 2023, pp. 50-51].

sábado, 22 de julio de 2023

Me estraguncia el calor

Hace un calor chumicharro, infestivo y malacurcio. Sales a la calle y se te escogorcia el clápido. Apenas has dado dos pasos, que ya espirigonzas el falamón. Y hay que monorregurse en algún pótido con aire alpimoso. Pasas el día esfomerando lúculas. La camisa te currea, los calzoncillos se te amerunguan y te arden los púlcritos. La piel surroca y se disfusa. Empapado andas hasta que te adumeras en una pácula y das gracias a culmacón. El consuelo de un ústido no es tal, porque esperrunca sin mólido. Dura poco y da más térula. La culmeza refresca, sí, pero aúnsa la llámide. Y vuelta a sumuñar, con el sol apilagándote la culasa. Se trata de caletrer a ósmona lo antes posible. Uno apresura el mormoso, pero eso aún hace escoñecer más. Amilados, plústidos estamos. Mira uno alfonfón y solo ve cásmicos, periaduncos y ñolas. Los árboles están molientos, como uno mismo. La hierba se muncia, seca como un polostro. Todo el mundo viste paleros, rapas de azón y ropa muy afromiscada. Los sómatas cantan, astúrgicos. El sol remorcea en las cúlicas y uno busca la ómera, pero la verticalidad de la paluz dificulta el churrigoto. Todo es incañal. Todo surgiosta. En las caras se advierte el melarrón y la insteza. Esto no puede durar. El llávizo se enzomurcia y no tenemos otro poldio. Es urgente irrimir el cambio ospático. Púcoro, no dejo de pucorar. Se me escomenza el poloto. Y pucorando, escomezando, vuelvo por fin a la comodidad del soloso. Aquí revivo. Aquí jírcubo. ¡Evohé! ¡Evohé! Entro en ósmona con la ramolencia de un escúmata y me derrumbo en el lif. No tengo ganas de estufrir. Abro la nevera y amasco la culmeza. Zunco, zunco y zunco. La vacío de un sólmido. Qué calor, méntruda mía. Cierro las zamarrejas, bajo las calipistras y adundo el tálico. Una agradable afumblia se enseñorea de las paliandras. Leeré a Cortázar y dejaré pasar la solemba, a ver si se añusta. Aunque las noches no melifan: son tan ígnidas como los días. Este calor usteriza. 

lunes, 17 de julio de 2023

La imagen humana: de ancestros escuálidos a majas desnudas contemporáneas

Hoy visito con Pablo y Álvaro la exposición “La imagen humana: arte, identidades y simbolismo” en el Caixafórum de Barcelona. Hace un calor mauritano —Pablo me dice que, cuando ha salido a la calle, se le ha encendido el pelo— y nos apresuramos a llegar a las instalaciones de La Caixa para refugiarnos tanto en el arte, que es siempre muy refrescante, como en el aire acondicionado. La exposición, que pretende mostrar cómo se ha representado al ser humano a lo largo de la historia del arte, nos recibe con la pieza más antigua: un cráneo rellenado con arcilla y sendas conchitas en los ojos, proveniente de Jericó, en Cisjordania, y fechado entre el 8200 y el 7500 a. C. Un poco más allá nos espera otra pieza espectacular: el retrato de una mujer, una témpera y encáustica sobre madera de tilo, pintado a principios del siglo II d. C. y hallado en Saqqara, en Egipto. Estos retratos de mujer solían depositarse con las momias de los difuntos para que los acompañaran en su viaje, y este, en particular, es de una belleza sorprendente: enmarcados por una cabellera oscura y rizada, los ojos de esta mujer, enormes, de una liquidez viva, casi transparentes, te miran con una misericordia palpitante. La exposición se divide en cinco secciones, cada una de las cuales recoge una perspectiva desde la que asomarse a la reproducción del cuerpo humano: “Belleza ideal”, “Retratos”, “El cuerpo divino”, “El cuerpo político” y “La transformación corporal”. No me preocupo demasiado por cómo se disponen las piezas en estos cinco espacios temáticos. Lo que me fascina en la infinita variedad de modos de reproducir el cuerpo y la riquísima galería de personajes históricos, mitológicos o fantásticos que se ha reunido aquí. Muchas de estas piezas me resultan familiares: la exposición se nutre, fundamentalmente, de los fondos del Museo Británico, que visité muy a menudo cuando vivía en Londres; es más, hasta me hice friend of the British Museum, lo que me permitía obtener descuentos, saltarme las colas soviéticas que se organizaban a la entrada (lo que era aún más importante que los descuentos, con serlo esto mucho) y recogerme en un bar para los amigos del Museo, en el que eludía asimismo las asfixiantes aglomeraciones en el café de la planta baja. Entre las 151 piezas que componen la exposición, saludamos a Sófocles, cuyo busto recorren las hormigueantes ondulaciones del pelo y la barba; Napoleón Bonaparte, cuya máscara mortuoria se reproduce en una pequeña medalla de 1825 (tenía la nariz muy grande), y su hermano José, Pepe Botella, que aparece caricaturizado, cuando se retiró de Madrid, por el inglés Thomas Rowlandson en 1808 (también con una gran nariz: debía de ser un rasgo familiar); el emperador Maximiliano, de Durero, de 1518; Alejandro Magno, en un busto del siglo II d. C.; Isabel la Católica, pintada por Luis de Madrazo, ataviada de perlas y oro, y con un cetro y un breviario en las manos (este óleo no proviene del British Museum; es la contribución del Museo del Prado a la exposición); Marco Aurelio, el emperador romano que tuvo tiempo, entre sus muchas cuitas imperiales, de escribir una de las grandes obras del estoicismo: las Meditaciones, pero que hoy es más conocido, ¡ay!, por ser uno de los personajes destacados de Gladiator (a la estatua, erigida en Alejandría en el s. II d. C., le faltan las manos y los pies, pero sigue siendo Marco Aurelio); la reina Victoria, representada en Nigeria como una princesa yoruba a finales del siglo XIX; y Mao Tsé Tung (no me acostumbro a Mao Zedong: soy boomer), en porcelana blanca —no roja— de 1960 y con un brazo levantado saludando a las masas, aunque tanto el brazo como la cabeza no guardan las proporciones adecuadas: el brazo es corto y la cabeza, pequeña (de hecho, parece microcefálico; quizá esta figura fuese, en realidad, una crítica), entre muchos otros. Los dioses, semidioses o héroes mitológicos también abundan: Heracles, un bronce del s. I a. C., que representa al hombre viril: desnudo, ancho de hombros, musculoso, barbado, aunque le falta un brazo y la espada o lanza que sostuviera con el otro; Acteón, en un grupo escultórico del s. II d. C. en el que aparece atacado por sus propios perros (y es lógico que lo acosen: Acteón sostiene en alto, lejos de las fauces de los chuchos, algo que semeja una salchicha [Álvaro, siempre sugerente, apunta que es una Óscar Mayer] y no parece dispuesto a dársela); Buda, que solo se manifiesta, en una pieza india del s. I a. C., en unas huellas esculpidas de sus pies, donde observamos numerosas esvásticas; y también, si se me permite añadirlas a esta lista deplorablemente pagana —donde asimismo figuran Apolo, Amón-Ra o Dionisos—, varias representaciones de la Virgen María y Cristo crucificado: no podían faltar (una del Cristo es de Rembrandt, aunque lo pintara demasiado recto, demasiado rígido, en semejante tesitura). Es interesante comprobar que muchas de las figuras que representan a dioses, reyes o personajes destacados de una cultura se muestran sin nariz, sin órganos genitales, sin pies o sin manos. La técnica es conocida: cuando una nueva religión o cultura se impone en un lugar, si no destruye los símbolos espirituales o de poder de la anterior, los despoja de sus atributos, de todo cuanto sobresale. Así los deforma y los priva de su ascendiente sobre la comunidad: quedan desposeídos de todo valor. Los romanos, no obstante, no fueron sistemáticos en ello, más bien lo contrario: eran pragmáticos y no derrocaban a los antiguos dioses, sino que permitían que persistiese su culto, siempre que sus fieles aceptaran la autoridad de Roma y pagaran los tributos correspondientes. Los cristianos, en cambio, destruyeron todo lo que pudieron: pasaron de perseguidos a perseguidores y, poseídos de amor divino, se desquitaron a martillazos y golpes de tea de los males que habían sufrido. En la exposición, me llaman la atención dos figurillas de funcionarios egipcios: la primera corresponde al administrador Mery, erigida en Tebas en el 2000 a. C.; y la segunda, una estatuilla sepulcral, a un funcionario desconocido. Ambos comparten algunos rasgos: los dos sostienen una larga vara, símbolo de su poder y con la que quizá les sacudieran a los que no obedecían sus órdenes. Por otra parte, Mery es hierático, pero el funcionario anónimo sonríe levemente. Ambas actitudes responden bien a su condición de funcionarios: no lucen el rictus torcido de quien dobla el lomo para comer (¡y cómo debía doblarse el lomo para comer en Egipto hace tres mil años!), sino la expresión tranquila, y hasta satisfecha, del que tiene la vida resuelta a cambio de unas escribanías aquí y allá. La exposición presta mucha atención a la representación de la mujer en su doble condición de madre y diosa. Las mujeres africanas descuellan por sus senos y sus caderas hipertrofiados: la fecundidad ha sido siempre, más que un valor, una necesidad. (También los hombres africanos, por cierto, se dibujan o esculpen con penes abundantes, por la misma razón, supongo). A Álvaro y a mí nos llama poderosamente la atención cuánto se parece una mujer yemení del s. I-II a. C. a Mark Zuckerberg. Me lo hace notar Álvaro, cuyas observaciones me vuelven consciente de las diferencias generacionales con las que abordamos la aproximación a la cultura: yo reparo en la factura de la pieza, en los patrones estéticos, en la historia; él, ellos traducen todo eso a la realidad actual, definida por su naturaleza digital. (El emperador Maximiliano retratado por Durero se parece, también según Álvaro, a Claudio Frollo, el malo de El jorobado de Notre Dame, de Disney; me enseña una foto en el móvil de ese personaje, ¡y es verdad!). Reparamos asimismo en el retrato de Berthe Morisot, de Édouard Manet, de 1872, para quien Berthe tenía “una belleza española”; en un desnudo de mujer de Matisse; en una maja desnuda contemporánea, fotografiada en 1996, Eva Saumell, carrer de Manso, Barcelona, de Craigie Horsfield, cuyo centro de atención es el sexo, recubierto por una impresionante mata de vello púbico; en la anciana espantosa que se asoma al espejo en Belleza corrupta hasta la muerte, de Goya; en la extraordinaria composición En torno al velo: Madre, hija y muñeca, de la yemení Boushra Almutakawei, de 2010, en la que, en una sucesión de fotografías, se ve cómo esa tríada, vestida a la occidental de la primera foto, se va cubriendo de negruras y velos hasta la última, completamente negra, en la que ya no se ve a nadie; y otra pieza excepcional, también una fotografía: la de una madre africana, de piel muy negra y vestida con un manto rojo pasión, con expresión doliente, amamantando a dos niños muy pequeños y muy delgados. La imagen tiene algo de crística y muchísima fuerza: rojo, negro, hambre, soledad, amor. En la sección de “La transformación del cuerpo” descubrimos un retrato asimismo muy atractivo, firmado en 1793 por George Dance: el del caballero de Eon, también llamado mademoiselle de Beaumont, un espía al servicio del rey de Francia en el s. XVIII, que vivió como hombre los primeros 49 años de su vida y como mujer los últimos 33. Y nunca se supo —ni se sabe todavía hoy— cuál era su verdadero sexo. En 1774, Luis XV le exigió que pudiera fin a las habladurías y declarase definitivamente si era hombre o mujer. El caballero/señorita afirmó solemnemente que era una mujer, y varios médicos validaron la afirmación. Solo que, como el interfecto se negó a desnudarse, tuvieron que contentarse con palparlo por encima de la ropa para llegar a esa conclusión, lo que siempre deja un margen para la duda. Muchas otras piezas, en fin, merecen atención: un vaso de terracota en forma de sacerdote de la cultura michoica del Perú, de una modernidad abrumadora, en el que el sacerdote parece infinitamente enfadado; un niño risueño, gordezuelo y con rizos del s. I d. C., quizá Cupido; una composición, que parece un santuario (como los que le montan a Maradona en Nápoles), del campeón mundial de lucha en los años setenta, el iraní Tajti; una cabeza de rey maya, proveniente de Copán, en Honduras, del 776 a. C., cuyo tocado real incluye algo parecido a unos quevedos; varios relieves asirios, con carros de guerra y figuras aladas; unos ángeles dibujados por Rafael; un ancestro escuálido de Rapa Nui (la isla de Pascua), hecho con madera y hueso antes de 1827, y que es la pieza que más le gusta a Pablo de todas las que contiene la exposición; un sarcófago antropoide negro del periodo ptolemaico, del s. IV a. C.; una colorista calavera mexicana; la fotografía de un hombre desnudo y cubierto de tatuajes de figuras demoníacas (como un yakuza, apunta Álvaro); un cuadro de Tàpies, que representa vagamente una cara (y que, de nuevo, a Álvaro le recuerda a cómo queda el cuadro de Retrato de la madre del artista, de Whistler, en una película de Míster Bean); una escultura con materiales de desecho de un bailarín en una danza de máscaras, en cuya cabeza hay dos peces copulando, del nigeriano Sokari Douglas Camp; y una máscara del teatro No japonés, con cuernos y una sonrisa maligna. La exposición es todo un acierto. Comprende arte, sociología, política, historia, religión y hasta humor. Y ojalá que fuera hiciera la misma temperatura que dentro y, en lugar de un sol implacable, nos moviéramos, como aquí, por espacios en penumbra, sosegados y amables.

lunes, 10 de julio de 2023

Cosas que se me ocurren de las elecciones que se avecinan y de la campaña electoral que las precede

No deja de sorprenderme cuánto se ignora —o se quiere ignorar— el sustrato religioso de la bífida derecha española: la conservadora y tradicional del PP, y el neofascismo de VOX. Sobre todo, en el caso de los ultras patrios, valga la redundancia, la necesidad de que haya una entidad única, en cualquiera que sea el terreno, que lo abarque y explique todo, y que, por lo tanto, otorgue esa certidumbre apaciguadora —pero contraria a la ineludible esencia humana— que tanto necesitan los más gregarios, los que menos aceptan —muchos, por no ser conscientes de ella— su radical vulnerabilidad. Naturalmente, Dios es la primera y más poderosa de esas instancias absolutas, pero, en el bagaje neuropolítico de los fachas moderados y los-que-no-pueden-ser-más-fachas, hay otras: la patria, la familia, el Estado: solo un Dios, solo una patria, solo una familia, solo un Estado. La primera, en realidad, explica también el comportamiento de muchos que no son de derechas: una encuesta reciente, publicada por El País, revelaba que dos de las tres medidas adoptadas por el Gobierno socialista a lo largo de la legislatura peor valoradas por los ciudadanos eran el indulto a los condenados por el procès y la suavización penal del delito de sedición (la tercera era la ley del solo sí es sí). El sentimiento nacional que había llevado a unos a cometer actos de sedición y malversación lleva a otros a condenar que se les perdonen. El monoteísmo nacional impera. Aunque uno no acabe de ver cómo se compadece el imperativo cristiano de poner la otra mejilla o ayudar al necesitado (vestir al desnudo, dar de comer al hambriento, etcétera) con las medidas para impedir que la patria única, poblada solo por españoles, se vea solicitada por los desnudos, hambrientos y apaleados que huyen de la guerra, la miseria y el hambre.

A Sumar hay que agradecerle que haya hecho el esfuerzo —acicateado por la audaz convocatoria de elecciones hecha por Sánchez— de agrupar el desconcertante abanico de fuerzas a la izquierda del PSOE en una sola marca reconocible y más o menos coherente. Quizá muchos lo hagan con su voto. Se ha acabado, por suerte, aquella sopa de letras en cuyo turbio caldo chapoteaban tantos rojos desnortados. También deberíamos tener en cuenta algunas de sus propuestas, que son dignas de consideración: el restablecimiento de una banca pública, por ejemplo, o de una sociedad o sociedades que gestionen la vivienda pública del Estado (que antes debería construirse). Si en asuntos tan importantes como la sanidad, la educación, las infraestructuras o la seguridad el papel del Estado es crucial, aunque se conviva con lo privado, ¿por qué en otros no menos esenciales, como el crédito y la vivienda, que tantos problemas causan, además, en nuestro país, no está bien que participe, o solo puede participar simbólicamente? También deberíamos dedicarle alguna reflexión a la idea de trocear las empresas energéticas para evitar abusos y garantizar a los ciudadanos un acceso pleno y digno a la energía, que es tan importante como todo lo demás. Al fin y al cabo, sería una medida de resabios antimonopolísticos, y eso ha sido algo muy propio del mercado, que siempre ha dicho estar a favor de la competencia. 

Es muy probable que el borroso Feijóo (que, en cambio, aparece con gran nitidez en la foto con el narco Dorado) acabe siendo presidente del Gobierno, aunque no estoy seguro de que sea en las próximas elecciones. En cualquier caso, ¿estamos dispuestos a que nos gobierne quien no sabe si está en Andalucía o Extremadura? ¿Estamos dispuestos a que enderece nuestra economía quien multiplica diez por dos y le salen veintidós? ¿Estamos dispuestos a que mande quien cree que George Orwell escribió 1984 en 1984? Se me dirá que todo el mundo puede equivocarse. Sí, pero no todo el mundo se presenta a presidente del Gobierno. Quien se presenta a presidente del Gobierno no puede cometer esos errores. Al menos, Rajoy resultaba gracioso con los suyos.

El otro día, viendo las noticias por televisión, me pareció ver una cara conocida en la primera fila de un acto electoral del PP, pero en aquel momento no supe reconocerla. Al poco, caí, pero no podía creerme que fuera la de quien creía que era. Algunos amigos me lo confirmaron por guasap: el interfecto era el poeta César Antonio Molina, que fue ministro de Cultura dos años con Rodríguez Zapatero. Se conoce que se ha pasado al enemigo con armas y bagajes, como ya hiciera Joaquín Leguina, que pidió el voto para Ayuso (como también Fernando Savater, aunque este nunca ha tenido mucho de socialista). Ah, los poetas, cuán imprevisibles son. Aunque también es verdad que los gobiernos socialistas nunca se han lucido demasiado con el cargo de ministro de Cultura: el caso de Màxim Huerta [al que casi todos los periodistas y tertulianos, con ignorancia contumaz, se empeñan en llamar Maxím, como a Artur Mas, Àrtur Mas] es insuperable.

Hablando de ministros, del consejo actual forma parte Joan Subirats, ministro de Universidades, al que no se le conoce (al menos, yo no le conozco) ni una iniciativa legislativa, ni una intervención pública, ni una medida destacada, ni nada de nada. Subirats fue profesor mío en un curso de gestión pública que hice, hace años, en la Universidad Autónoma de Barcelona, y me pareció muy bueno en lo suyo. Era amable, cercano, inteligente y motivador; y se explicaba bien. Como ministro, es fantasmagórico. Una figura espectral. Un fiasco. Y eso que la universidad española es uno de los ámbitos de nuestra vida pública que más empuje necesitan; donde más cosas hay que arreglar. De hecho, la universidad es una de las grandes reformas pendientes de nuestro país, que bien merecería un pacto de Estado. 

Ha dado mucho juego la distinción hecha recientemente por Rodríguez Zapatero entre “mentira” y “cambio de opinión”, una expresión, esta última, para la que, después, Sánchez ha encontrado el sinónimo de “rectificación”. Pero esa distinción no es un mero subterfugio dialéctico, propio de la contienda partidista, sino que existe realmente, y se ha podido comprobar en el desempeño de todos los presidentes de Gobierno hasta hoy. En realidad, es una distinción que nos afecta a todos cada día de nuestra vida. Lo que creo hoy la realidad me obliga a reconsiderarlo mañana. Cuando empecé a trabajar en la Generalitat, iba diciendo por ahí que no estaría más de cinco años en la Administración, y este mes de julio he devengado mi duodécimo trienio: treinta y seis años de servicios al Estado. Eso mismo, pero más concentrado en el tiempo, le ha pasado a la buena de María Guardiola, la futura presidenta de Extremadura. Cuando dijo que no permitiría entrar en el Gobierno autonómico a VOX, por machista y racista y por negar el cambio climático, y que su palabra era sagrada, no mentía: se lo creía de verdad (y eso me permitió admirarla fugazmente). Pero, como dijo Moreno Bonilla, se tuvo que tragar sus palabras: rectificó. Y, una vez tragado ese enorme sapo, ya todo ha vuelto a su cauce: se abraza, derrochando sonrisas, con quien la ha obligado a rectificar, Feijóo, y también le dedica muchas a los jefes ultras extremeños, a alguno de los cuales (que, como su partido, no cree en el cambio climático) va a hacer consejero de bosques y florestas. Ya no la admiro. No se admira a quien hace lo que hacemos todos.

VOX acaba de dar a conocer su programa electoral. Aunque el programa electoral es un documento aproximativo y no vinculante, es importante emitirlo como gesto de cortesía con el ciudadano y el régimen democrático (de momento) en el que se actúa. Tranquiliza que el de VOX ya no proponga mejorar el metro de Melilla o ampliar las instalaciones portuarias de Ciudad Real. Pero todo lo demás —es decir, todo— pone los pelos de punta. Y sobrecoge que más de tres millones de compatriotas —los que previsiblemente van a votarles— crean que esas son las mejores medidas políticas que se pueden aplicar hoy en España. Hay una posibilidad real de que Santiago Abascal sea vicepresidente del Gobierno y que haya tres o cuatro ministros neofascistas en el Consejo de Ministros. ¿Ese es el bien que queremos para nuestro país?

Sánchez se queja de la burbuja de mentiras, manipulaciones y maldades en que la derecha, y la derecha mediática, lo han confinado. Ciertamente, ha sido, y sigue siendo, destinatario de la ferocidad denigratoria, de la basta crudeza, que siempre ha caracterizado al conservadurismo patrio, acrecentado ahora por el neofascismo voxiano: desde aquella ristra de insultos (veintisiete, creo que fueron) que le dedicó el defenestrado Pablo Casado (¿qué habrá sido de él?), entre los que figuraba el inigualable “felón”, hasta los disparatados calificativos de “psicópata”, “asesino” o “golpista”, entre muchísimos otros, que le dedican los ecuánimes periodistas de la caverna mediática, gente a la que no se le ha oído, no ya un insulto, sino ni siquiera una crítica sobre la vastísima corrupción del PP o su utilización de la policía y los servicios secretos del Estado para espiar y actuar contra partidos políticos legales y representantes públicos legítimamente elegidos por los ciudadanos. Pero la memoria es frágil, y nos olvidamos con sorprendente frecuencia de la historia. Porque la derecha siempre ha actuado así: cuando no puede derrotar en las urnas al PSOE, recurre a la difamación sistemática y al insulto salvaje para expulsarlo del poder: lo hizo con Felipe González, contra el que movilizaron a todas sus herramientas de conformación de la opinión pública, y lo hizo también con Rodríguez Zapatero, al que tacharon de imbécil para arriba y vilipendiaron hasta no poder más. Lo que sufre Sánchez (a quien la derecha más cafre llama jocosamente Perro Sánchez) no es patrimonio personal suyo: es la actitud de la derecha; es la derecha. 

Los ayuntamientos en cuyo gobierno participa VOX, con el amparo o la anuencia del PP, han empezado a cancelar actos culturales. Es la vieja censura (DRAE: “Censurar. 4. Dicho del censor oficial o de otra clase: Ejercer su función imponiendo supresiones o cambios en algo”) adaptada a los tiempos. Entre muchos otros, han impedido la representación del Orlando, de Virginia Woolf, de una comedia del españolísimo Lope de Vega y de otra obra sobre la no menos hispana Santa Teresa de Jesús. Hasta han prohibido una película de Walt Disney porque dos mujeres (dibujadas) se daban un pico. Tengo un amigo que opina que eso no es censura, sino gestión: han ganado las elecciones (no es verdad: están ahí porque otro, que sí las ha ganado, o ha sido el primer perdedor, el PP, se lo ha permitido) y dicen: “Ahora gestiono yo y elijo la programación a mi gusto y el de mis votantes”. A la vista de sus prohibiciones, queda claro cuál es el gusto de los gestores de VOX y de sus votantes. Pero, además, sí es censura: impedir la libre expresión de las ideas, o su representación pública, sean de derechas, de izquierdas o no binarias, supone una coacción ideológica inadmisible. La cultura es universal y ha de seguir siéndolo. José María Lassalle, que ha sido uno de los pocos dirigentes sensatos que ha tenido el PP, ha opinado, contra el parecer de mi amigo: “No es inquisición, es imbecilidad”. Y falta de respeto por la cultura, y mal gusto, y autoritarismo, y sectarismo, y, quién nos lo iba a decir, antipatriotismo. 

A todo esto, el Círculo de Empresarios ha propuesto que nos jubilemos a los 72 años, prosiguiendo la vía abierta en 2013 por el PP con el retraso de la edad de jubilación hasta los 67 años. Me parece muy buena idea. Es más, creo que tendría que profundizarse en ella. ¿Por qué no hacerlo a los 75? ¿O a los 80? ¿O ya, echando un órdago, a los 90? Las mujeres españolas ya se acercan a esa expectativa de vida (actualmente llegan a los 86), con lo que muy pronto podrían cumplir el sueño de currar hasta el lecho de muerte, incluso en el propio lecho de muerte: me imagino a las ancianas de este país tecleando excels en la pantalla del ordenador mientras el cura les da la extremaunción, satisfaciendo así el mantra del capitalismo que nos aplasta: producir, producir, producir. Trabajar hasta los 90 tendría otra ventaja indudable: no habría que pagar pensiones de jubilación, que son una pesadez. El capitalismo es un sistema infinitamente expansivo: el objetivo de las empresas es producir beneficios, que se reinvierten para producir más beneficios, que se reinvierten para producir más beneficios, y así ad infinitum. Este circulo más vicioso que nunca no tiene fin. Y con él se acaba con los recursos, con la naturaleza y con las personas, que se consumen igualmente en esa trituradora monstruosa. La voracidad circular del capitalismo —sobre todo en su vertiente neoliberal, que es la abanderada por el PP; el VOX, en esto, es premoderno— afecta a todos los órdenes de la existencia y su mayor éxito es penetrar en la conciencia de las personas, en su meollo más nuclear: no solo las impele a aceptar sus servidumbres, sino también, y peor, a asumir raigalmente sus mandatos: producir, producir, producir; que uno mismo sea su propio explotador; que nos exprimamos para generar un beneficio supuestamente personal que reinvertiremos en exprimirnos más. Trabajando hasta los 72, o hasta los 75, o los 80, o los 90, se amplían nuestras posibilidades de que el sistema nos haga fosfatina. Regocijémonos.

miércoles, 5 de julio de 2023

Los poemas japoneses a la muerte, otra vez

Hace veintitrés años, en el año que cerraba el siglo XX, DVD ediciones, capitaneada por el legendario Sergio Gaspar, publicó Poemas japoneses a la muerte. Escritos por monjes zen y poetas de haiku en el umbral de la muerte, un estudio y antología de esa singular tradición de la poesía japonesa, consistente en escribir —y pintar— un jisei o poema de despedida de la vida, que los nipones llevan siglos practicando. Su autor es el israelí Yoel Hoffmann, profesor de Poesía Japonesa, Budismo y Filosofía en la Universidad de Haifa. Era mi tercera traducción —las dos anteriores también se habían publicado en DVD— y la abordé con alguna inseguridad todavía, pero con gran entusiasmo. La edición tuvo un éxito extraordinario (dentro de lo que cabe, claro: que un libro de poesía tenga un éxito extraordinario en España significa vender cuatro o cinco mil ejemplares, en un país de cuarenta y siete millones de habitantes y un dominio lingüístico de casi 600 millones de personas), contradiciendo lo que el distribuidor le dijo a Sergio cuando este le presentó el libro recién impreso: «¡Bah!, esto va a ser un fracaso: incluye en el título dos palabras que no deberían figurar nunca en ninguno, porque disuaden al lector: “poemas” y “muerte”» (“japoneses” tampoco era demasiado halagüeño, añadió). Era un visionario, aquel hombre. Ya no recuerdo cuántas reediciones hizo Sergio, pero fueron muchas. Y la recepción crítica que tuvo el libro, así como el eco en los medios culturales, condijo con el éxito de ventas. Ese éxito se ha prolongado hasta hoy, en que otra editorial, La Dragona. Miguel Gómez ediciones, de Málaga, ha vuelto a publicar el volumen, en una muy original edición, y con mi traducción. El interés por la poesía japonesa y, en concreto, por los poemas a la muerte no decae. Y yo me alegro mucho. Transcribo algunos de los poemas del libro:

La música del no ser
Llena el vacío:
Sol de primavera,
Blancura de nieve,
Nubes que brillan,
Viento transparente
                 DAIDO ICHI’I

De viaje, enfermo.
Mi sueño vaga
por los eriales.
                BASHO

Se enciende 
tan tenuemente como se apaga:
una luciérnaga.
                CHINE

En la flor del loto
el rocío de la mañana
adelgaza.
                FUSO

El cielo es claro.
Vuelvo por el camino
por el que vine.
                GITOKU

Se secan los campos:
helado envés de la hierba.
Hora de mi muerte.
                GOKEI

Escribo, borro, reescribo,
borro otra vez, y entonces
florece una amapola.
                HOKUSHI

Qué más da que siga viviendo.
Una tortuga vive
cien años más.
                ISSA

Un crisantemo del traspatio
ha mirado al sol poniente
y se ha marchitado.
                KAEN

Un último pedo:
¿son estas las hojas
de mi sueño, cayendo, vanidosas?
                KYO’ON

Deseo morir 
de repente, con los ojos
fijos en el monte Fuji.
                RANGAI

Nada está quieto 
ni siquiera un momento:
mirad los árboles.
                SEIJU

De buen grado
me consumo en
la ola de calor.
                SHIZAN

Los poemas a la muerte
son un engaño.
La muerte es la muerte.
                TOKO










































Detalles del libro
EditorialLa Dragona
Edición ed. (01/09/2022)
Páginas320
Dimensiones18x13 cm
IdiomaEspañol
ISBN9788494773082
ISBN-108494773089
EncuadernaciónTapa blanda